Ella lo esperaba en la cocina, igual que Flynn. Les habían cortado la garganta.
Charmaine se había derrumbado contra la lavadora. Estaba sentada, con una pierna doblada bajo ella, y miraba fijamente a la pared opuesta. A Flynn lo habían colocado con la cabeza en el fregadero como si estuviera inclinándose para mojarse la cara. La ilusión de vida era muy convincente, casi hasta el sonido del agua.
Marty se quedó en la puerta, mientras la mosca, menos melindrosa, daba vueltas y más vueltas a la cocina, extasiada. Marty se limitó a mirar. No podía hacer nada: solo quedaba mirar. Estaban muertos. Y Marty supo sin esforzarse y sin pensar en ello que los asesinos vestían de gris, y habían doblado la esquina más alejada, con helados en la mano, acompañados por
El Danubio azul.
Lo habían llamado Marty el Bailarín de Wandsworth, los que se habían molestado en llamarlo de algún modo, porque Strauss era el rey del vals. Se preguntó si se lo habría contado alguna vez a Charmaine, en alguna de sus cartas. No, probablemente no: y ya era demasiado tarde. Las lágrimas empezaron a irritarle los ojos. Las reprimió. Le estorbarían la vista, y aún no había acabado de mirar.
La mosca que lo había llevado hasta allí volvía a volar en círculos cerca de su cabeza.
—El Europeo —le susurró—. Él los envió.
La mosca describía un vuelo ondulante, excitada.
—Por supuesto —zumbó.
—Lo mataré.
La mosca se rió.
—No tienes ni idea de lo que es. Podría ser el mismo demonio.
—Puta mosca. ¿Qué sabrás tú?
—No te pongas estupendo conmigo —respondió la mosca—. Eres un comemierda igual que yo.
La observó mientras buscaba un sitio donde poner sus sucias patas. Al fin aterrizó en el rostro de Charmaine. Era atroz que ella no levantara siquiera una mano perezosa para espantarla; era terrible que estuviera allí despatarrada, con la pierna doblada y el cuello rajado, y le permitiera arrastrarse por su mejilla, hasta el ojo, hasta la ventanilla de la nariz, bebiendo de aquí y de allá, impasible.
La mosca tenía razón. Él era el ignorante. Si querían sobrevivir, tendría que llegar hasta el fondo de la vida secreta de Mamoulian, porque esa información era poder. Carys había tenido razón desde el principio. No podía cerrar los ojos y darle la espalda al Europeo. El único modo de liberarse de él era conocerlo; mirarlo tanto como les permitiera el valor, y verlo con todos los espantosos detalles.
Dejó a los amantes en la cocina y fue a buscar la heroína. No tuvo que ir muy lejos. El paquete estaba en el interior de la chaqueta de Flynn, que estaba tirada a la ligera en el sofá de la sala. Marty se metió el chute en el bolsillo y fue a la puerta principal, consciente de que salir de allí a plena luz del día equivalía a ganarse una acusación de asesinato. Lo verían y lo reconocerían con facilidad: la Policía iría tras él en cuestión de horas. Pero no había modo de evitarlo; escapar por la puerta trasera parecería igual de sospechoso.
Al llegar a la puerta se detuvo y cogió el panfleto que se había caído del buzón. Mostraba el rostro sonriente de un evangelista, un tal reverendo Bliss, de pie, micrófono en mano, alzando los ojos al cielo. «Únete a la congregación —proclamaba la pancarta—. Y siente obrar el poder de Dios. ¡Oye las palabras! ¡Siente el espíritu!». Se lo guardó en el bolsillo para futuras referencias.
De vuelta a Kilburn, se detuvo en una cabina telefónica para informar de los asesinatos. Cuando le preguntaron quién era se lo dijo, y por si fuera poco admitió que había violado la libertad condicional. Cuando le dijeron que se entregara en la comisaría más cercana, respondió que así lo haría, pero que primero tenía que ocuparse de un asunto personal.
Mientras atravesaba en coche las calles que después de la marcha estaban cubiertas de desperdicios, sopesó mentalmente todas las pistas posibles en cuanto al paradero de Whitehead. Dondequiera que estuviera el viejo, Mamoulian lo encontraría antes o después. Podía intentar que Carys encontrase a su padre, por supuesto. Pero tenía otra petición que hacerle, una que podía requerir más que suave persuasión para que accediera. Tendría que valerse de su propio ingenio para localizar al viejo.
Entonces, cuando vio una señal en dirección a Holborn, se acordó del señor Halifax y de las fresas.
Marty olió a Carys en cuanto abrió la puerta, pero durante unos segundos creyó que se trataba del aroma de un cerdo en la cocina. Cuando se acercó a la cama vio la quemadura en la mano extendida de la muchacha.
—Estoy bien —le dijo ella con mucha frialdad.
—Ha estado aquí.
Ella asintió.
—Pero ya se ha ido.
—¿No me ha dejado ningún mensaje? —preguntó él, con una sonrisa torcida.
Ella se sentó. Algo horrible le pasaba. Su voz era extraña; su rostro tenía el color del pescado. Se mantenía lejos de ella, como si el menor contacto pudiera hacerlo pedazos. Al mirarlo casi se olvidó del ansia que aún la consumía.
—¿Un mensaje para ti? —preguntó, sin entender—. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Estaban muertos.
—¿Quiénes?
—Flynn. Charmaine. Alguien les había cortado la garganta.
Su rostro estaba a punto de contraerse. Aquello era sin duda el colmo. No podían caer más bajo.
—Oh, Marty…
—Sabía que iba a volver a mi casa —dijo.
Ella buscó una acusación en su voz, pero no había ninguna. Se defendió de todos modos.
—No pude haber sido yo. Ni siquiera sé dónde vives.
—Oh, pero él sí. Seguro que se ocupa de saberlo todo.
—¿Por qué iba a matarlos? No lo entiendo.
—Un error de identidad.
—Breer sabe quién eres.
—No lo hizo Breer.
—¿Viste quién fue?
—Creo que sí. Dos chicos.
Buscó el panfleto que había encontrado bajo la puerta. Suponía que lo habían entregado los asesinos. Algo en los trajes sobrios, y en el halo entrevisto de cabello rubio, sugería evangelistas de puerta en puerta, de rostro impávido, letales. ¿No le complacería al Europeo semejante paradoja?
—Cometieron un error —dijo mientras se quitaba la chaqueta y empezaba a desabrocharse la camisa empapada en sudor—. Entraron en casa y mataron a los primeros que vieron. Solo que no era yo, sino Flynn. —Se sacó la camisa de los pantalones y la tiró—. Es muy fácil, ¿verdad? No le importa la ley, piensa que está por encima de todo eso. —Marty era forzosamente consciente de la ironía. Él, el ex convicto, el que despreciaba los uniformes, inclinándose ante el concepto de la ley. No era un bonito refugio, pero era lo mejor que tenía en aquel momento—. ¿Qué es, Carys? ¿Qué le hace estar tan seguro de que es inmune?
Ella miraba el rostro ferviente del reverendo Bliss. «¡Bautismo en el Espíritu Santo!», prometía con júbilo.
—¿Qué importa lo que sea? —dijo.
—De lo contrario estamos acabados.
Ella no respondió. Él fue al lavabo y se lavó la cara y el pecho con agua fría. Para el Europeo, eran como ovejas en el redil. No solo en aquella habitación, sino en cualquiera. Dondequiera que se escondieran, con el tiempo encontraría su refugio y aparecería. Tal vez hubiese una pequeña lucha.
¿Se resisten las ovejas a la inminente ejecución?,
se preguntó. Tendría que habérselo preguntado a la mosca. La mosca lo habría sabido.
Se apartó del lavabo para mirar a Carys; el agua le goteaba de la mandíbula. Ella tenía la mirada fija en el suelo y se rascaba.
—Ve a él —dijo sin previo aviso.
Había considerado una docena de maneras de empezar esa conversación en el coche, pero ¿para qué intentar dorar la píldora?
Ella levantó la vista hacia él, con una mirada vacía.
—¿Qué has dicho?
—Ve a él, Carys. Métete en él, como él hace contigo. Invierte el proceso.
Ella casi se rió; una sonrisa sarcástica empezó a dibujarse en su rostro en respuesta a esa obscenidad.
—¿Que me meta en él? —dijo.
—Sí.
—Estás loco.
—No podemos enfrentarnos a lo que no conocemos. Y no podemos conocerlo a menos que miremos. Puedes hacerlo; puedes hacerlo por los dos. —Empezó a acercarse a ella, pero volvió a inclinar la cabeza—. Descubre lo que es. Encuentra una debilidad, un asomo de debilidad, cualquier cosa que nos ayude a sobrevivir.
—No.
—Porque si no lo haces, hagamos lo que hagamos, vayamos donde vayamos, vendrá, él o alguno de sus seguidores, y me cortará la garganta como a Flynn. ¿Y tú? Sabe Dios, creo que desearás haber muerto igual que yo. —Era brutal, y se sentía sucio con solo decirlo, pero sabía con cuánta pasión se resistiría ella. Si el abuso no funcionaba, le quedaba la heroína. Se puso en cuclillas frente a ella, mirándola.
»Piensa en ello, Carys. Considéralo por lo menos.
El rostro de ella se endureció.
—Ya viste su habitación —dijo—. Sería como encerrarme en un manicomio.
—Ni siquiera se daría cuenta —dijo él—. No estaría preparado.
—No pienso discutirlo. Dame el caballo, Marty.
Él se levantó, con el rostro desencajado.
No me obligues a ser cruel,
pensó.
—Quieres chutarte, y luego esperar, ¿no?
—Sí —dijo ella débilmente; y luego con más fuerza—. Sí.
—¿Eso es todo lo que crees que vales? —Ella no respondió, y su rostro era imposible de leer—. Si pensabas eso, ¿por qué te quemaste?
—No quería irme. No sin… volverte a ver. Estar contigo. —Estaba temblando—. No podemos ganar —dijo.
—Si no podemos ganar, ¿qué podemos perder?
—Estoy cansada —respondió ella meneando la cabeza—. Dame el caballo. A lo mejor mañana, cuando me encuentre mejor. —Lo miró, los ojos le brillaban en las cuencas amoratadas—. ¡Dame el caballo de una vez!
—Y luego puedes olvidarte de todo, ¿eh?
—Marty, no lo hagas. Vas a estropear… —Se detuvo.
—¿Estropear qué? ¿Nuestras últimas horas juntos?
—Necesito la droga, Marty.
—Eso es muy cómodo. Te importa una mierda lo que me pase a mí. —De repente sintió que eso era indiscutiblemente cierto; que a ella no le importaba lo que sufriera, y que siempre había sido así. Había irrumpido en su vida, y ahora que le había traído la droga, podía volver a salir de ella, desvanecerse y dejarla con sus sueños. Quería pegarla. Le volvió la espalda antes de hacerlo.
Detrás de él, ella dijo:
—Podríamos meternos un poco… tú también, Marty. ¿Por qué no? Así estaríamos juntos.
Él no respondió durante un largo momento. Cuando lo hizo, dijo:
—Nada de chutes.
—¿Marty?
—Nada de chutes hasta que vayas a él.
Carys tardó unos segundos en asimilar todo el impacto de su chantaje. ¿No le había dicho en una ocasión, hacía mucho tiempo, que la había decepcionado porque esperaba a un bruto? Se había precipitado.
—Lo sabrá —murmuró—. Se dará cuenta en cuanto me acerque a él.
—Pues ve sin hacer ruido. Puedes hacerlo; sabes que sí. Eres lista. Te has metido en mi cabeza muchas veces.
—No puedo —protestó ella; ¿acaso no entendía lo que le estaba pidiendo?
Él hizo una mueca, suspiró y se acercó a la chaqueta, que seguía en el suelo, donde la había dejado. Hurgó en el bolsillo hasta encontrar la heroína. El paquete era minúsculo, y conociendo a Flynn, habría cortado el material. Pero era cosa de ella, no suya. Ella clavó la mirada en el paquete, paralizada.
—Es todo tuyo —dijo, y se lo tiró. Aterrizó en la cama junto a ella—. Sírvete.
Ella siguió mirando; ahora a su mano vacía. Se apartó de su vista para recoger la camisa sucia, y volver a ponérsela.
—¿Dónde vas?
—Ya te he visto colocada con esa mierda. Ya he oído las chorradas que dices. No quiero recordarte así.
—Lo necesito.
Ella lo odió; lo vio de pie en una franja de sol de media tarde, con el estómago y el pecho desnudos, y odió cada fibra de su ser. Entendía el chantaje. Era crudo, pero efectivo. Esa deserción era un truco mucho peor.
—Aunque hiciera lo que tú dices… —empezó; la idea parecía encogerla— no descubriría nada.
Él se encogió de hombros.
—Mira, el caballo es tuyo —dijo—. Ya tienes lo que querías.
—Y ¿qué pasa contigo? ¿Qué quieres tú?
—Quiero vivir. Y creo que esta es nuestra única oportunidad.
Aun así era una posibilidad remota, una grieta muy fina en el muro a través de la cual, si el destino los amaba, podrían deslizarse.
Ella sopesó las opciones; no estaba segura de por qué se planteaba siquiera la idea. Cualquier otro día habría dicho: por amor. Al fin dijo:
—Tú ganas.
Marty se sentó y la observó mientras se preparaba para el inminente viaje. Primero se lavó, no solo la cara, sino todo el cuerpo, sobre una toalla extendida frente al pequeño lavabo del rincón, mientras el calentador de gas rugía escupiendo agua. Al observarla, tuvo una erección, y se avergonzó por pensar en el sexo cuando había tanto en juego. Pero eso era únicamente puritanismo: debía sentirlo que le pareciese adecuado. Ella se lo había enseñado.
Cuando terminó volvió a ponerse la ropa interior y una camiseta. Advirtió que era lo que llevaba cuando él llegó a Caliban Street: prendas sencillas y cómodas. Se sentó en una silla. Tenía la piel de gallina. Quería que lo perdonase; que le dijera que su manipulación estaba justificada y que pasara lo que pasara a partir de entonces, entendía que había hecho lo mejor. Ella no le ofreció esa liberación. Se limitó a decir:
—Me parece que estoy lista.
—¿Qué puedo hacer?
—Muy poco —respondió ella—. Pero quédate aquí, Marty.
—¿Y si… ya sabes… si parece que algo va mal? ¿Puedo ayudarte?
—No —contestó ella.
—¿Cuándo sabré que has llegado? —preguntó.
Ella lo miró como si su pregunta fuera una idiotez, y dijo:
—Lo sabrás.
No fue difícil encontrar al Europeo; su mente acudió a él con una presteza casi inquietante, como a los brazos de un compatriota largo tiempo desaparecido. Sentía su atracción con claridad, aunque creía que no era un magnetismo consciente. Cuando sus pensamientos llegaron a Caliban Street y entraron en la habitación al final de las escaleras, verificó sus sospechas acerca de la pasividad de Mamoulian. Estaba tumbado sobre los tablones desnudos de la habitación, en una postura de absoluto agotamiento.
A lo mejor,
pensó,
puedo hacerlo después de todo.
Se arrastró a su lado, como una amante provocativa, y se deslizó en su interior.