Murmuró.
Marty se estremeció. Algo se movía en su garganta, tan delgada que le pareció que casi veía las palabras que se formaban en ella.
Háblame,
la instó.
Dime que estás bien.
Se había puesto rígida. La tocó. Sus músculos parecían de piedra, como si hubiera cruzado una mirada con el Basilisco.
—¿Carys?
Ella volvió a murmurar, le palpitaba la garganta, pero no salieron palabras; apenas respiraba.
—¿Me oyes?
Si lo hacía, no daba muestras de ello. Los segundos se convirtieron en minutos, y ella seguía siendo un muro contra el que se estrellaban sus preguntas, que caían en el silencio.
Y entonces dijo:
—Estoy aquí. —Su voz era insustancial, como una emisora extranjera que se encuentra en la radio; palabras procedentes de un lugar imposible de ubicar.
—¿Con él? —preguntó.
—Sí.
No había engaño, se acusó. Había ido al Europeo, como le había pedido. Ahora tendría que emplear su valor con tanta eficiencia como pudiera y traerla de vuelta antes de que algo saliera mal. Hizo la pregunta más difícil en primer lugar, aquella para la que más necesitaba una respuesta.
—¿Qué es, Carys?
—No lo sé —dijo ella.
Asomó la punta de la lengua un instante para extenderse una película de saliva por los labios.
—Está muy oscuro —murmuró.
Había mucha oscuridad en el interior de Mamoulian: la misma oscuridad palpable de la habitación de Caliban Street. Pero, al menos por el momento, las sombras eran pasivas. El Europeo no esperaba intrusos allí. No había dejado terroríficos guardianes en las puertas de su cerebro. Se adentró con mayor profundidad en su cabeza. Unos dardos de luz estallaron en los límites de su visión, como los colores que aparecen cuando uno se frota los ojos, solo que más brillantes y más breves. Aparecieron y desaparecieron con tanta rapidez que no supo si había algo en ellos o iluminaban alguna cosa, pero a medida que avanzaba y las explosiones se hacían más frecuentes, empezó a encontrar patrones: comas, redes, barras, puntos, espirales.
La voz de Marty interrumpió la fantasía, haciéndole alguna pregunta estúpida que no tenía paciencia para contestar. La ignoró. Que esperase. Las luces se hacían más complejas, los patrones se entremezclaban, adquiriendo profundidad y volumen. Ya le parecía ver túneles y cubos giratorios; mares de luz rodante; fisuras que se abrían y volvían a sellarse; aguaceros de ruido blanco. Observó fascinada el modo en que crecían y se multiplicaban, mientras el mundo de su pensamiento aparecía en un cielo destellante que caía en tromba en torno a ella y sobre ella. Vastos bloques de figuras geométricas cruzadas atronaban sobre ella, cerniéndose a escasos centímetros de su cabeza, con el peso de pequeñas lunas.
Con la misma rapidez, desapareció. Todo. La oscuridad regresó, tan implacable como siempre, rodeándola. Por un momento sintió que se asfixiaba; jadeó en busca de aire, presa del pánico.
—¿Carys?
—Estoy bien —susurró al lejano interrogador. Estaba al otro extremo del mundo, pero la quería, o eso le parecía recordar.
—¿Dónde estás? —quiso saber él.
No tenía la menor idea, así que meneó la cabeza. ¿En qué dirección debía avanzar, si debía hacerlo siquiera? Esperó en la oscuridad preparándose para lo que sucediera a continuación.
De repente las luces volvieron a encenderse en el horizonte. Esta vez, para su segunda actuación, el patrón se había convertido en forma. En lugar de espirales vio que se alzaban columnas de humo ardiente. En lugar de mares de luz, un paisaje, con el brillo intermitente del sol que hendía las lejanas colinas. Los pájaros se elevaban con alas candentes, y se convertían en hojas de libros, alzando el vuelo, alejándose de las explosiones que en ese mismo instante destellaban a ambos lados.
—¿Dónde estás? —Volvió a preguntarle. Sus ojos se agitaban como los de un maníaco bajo los párpados cerrados, empapándose de aquel territorio floreciente. No podía compartirlo sino a través de sus palabras, y ella estaba muda de admiración o de terror, ignoraba de cuál.
También había sonido. No mucho; avanzaba por un promontorio que había sufrido demasiados estragos para gritar. Su vida casi se había extinguido. Bajo sus pies había cuerpos desparramados, tan desfigurados como si hubieran caído del cielo. Armas; caballos; ruedas. Lo vio todo como si fuera un espectáculo espeluznante de fuegos artificiales, vislumbrando una sola vez cada una de aquellas cosas. En el instante de oscuridad que mediaba entre un estallido de luz y el siguiente, la escena entera cambiaba. En un momento se encontraba en un amplio camino, y una niña desnuda corría chillando hacia ella. Al siguiente, en la cima de una colina, contemplando un valle arrasado a través de una capa de humo. Luego un bosquecillo de abedules de plata, que desaparecía a continuación. Luego unas ruinas, con un hombre decapitado a sus pies, que también desaparecieron. Pero siempre había hogueras en las proximidades; obscenidades y gritos que ensuciaban el aire; una sensación de persecución incansable. Le parecía que aquellas escenas cambiantes podían continuar para siempre ante ella, en un momento un paisaje, al siguiente una atrocidad, sin que tuviese tiempo para relacionar imágenes tan dispares.
Luego, tan abruptamente como habían cesado los primeros patrones, lo hicieron las hogueras, y la oscuridad volvió a rodearla.
—¿Dónde?
La voz de Marty la encontró. Estaba tan agitado en su confusión que le respondió.
—A punto de morir —dijo con mucha calma.
—¿Carys?
Le horrorizaba que al nombrarla pudiese alertar a Mamoulian, pero tenía que saber si estaba hablando por sí misma, o por él.
—No soy Carys —respondió ella. Su boca pareció perder su plenitud; sus labios se hicieron más finos. Era la boca de Mamoulian, no la suya.
Alzó un poco la mano del regazo como si fuera a tocarse el rostro.
—A punto de morir —repitió—. Hemos perdido la batalla, ¿entiendes? Hemos perdido la puñetera guerra…
—¿Qué guerra?
—Perdimos desde el principio. Pero no importa, ¿eh? Me buscaré otra guerra. Siempre hay alguna por ahí.
—¿Quién eres?
Ella frunció el ceño.
—¿A ti qué te importa? —espetó—. No es asunto tuyo.
—No importa —replicó Marty. Temía insistir demasiado en el interrogatorio. Resultó que su pregunta obtuvo respuesta en el siguiente aliento.
—Me llamo Mamoulian. Soy sargento del Tercero de Fusileros. Corrección: era sargento.
—¿Ya no?
—No, ya no. Ya no soy nadie. Últimamente es más seguro no ser nadie, ¿no te parece?
El tono era extrañamente conversador, como si el Europeo supiera con exactitud lo que estaba ocurriendo, y hubiera decidido hablar con Marty a través de Carys. ¿Otro juego, quizá?
—Cuando pienso en las cosas que he tenido que hacer para no meterme en líos… —dijo—. Soy un cobarde, ¿entiendes? Siempre lo he sido. Odio la visión de la sangre. —Empezó a reírse dentro de ella, una risa sólida y nada femenina.
—¿Solo eres un hombre? —dijo Marty. Casi no daba crédito a lo que oía. En el cerebro del Europeo no se ocultaba ningún diablo, únicamente este sargento medio loco, perdido en un campo de batalla—. ¿Solo un hombre? —repitió.
—¿Qué querías que fuera? —respondió el sargento, como un relámpago—. Será un placer. Lo que sea para salir de esta mierda.
—¿Con quién crees que estás hablando?
El sargento frunció el ceño con el rostro de Carys, pensando.
—Me estoy volviendo loco —dijo con voz lúgubre—. Hace días que hablo solo a ratos. No queda nadie, ¿entiendes? Han liquidado al Tercero. Y al Cuarto. Y al Quinto. ¡A la mierda todos! —Se interrumpió, e hizo una mueca irónica—. No queda nadie para jugar a las cartas, maldita sea. No puedo jugar con los muertos, ¿verdad? No tienen nada que yo quiera… —la voz se alejó.
—¿Qué día es?
—Estamos en octubre, ¿verdad? —repuso el sargento—. He perdido la noción del tiempo. Pero hace un frío que te cagas por las noches, eso sí. Sí, debe de ser octubre por lo menos. Ayer había nieve en el viento. ¿O fue antes de ayer?
—¿De qué año?
El sargento se rió.
—No estoy tan loco —dijo—. Estamos en 1811. Eso es. Cumpliré treinta y dos el nueve de noviembre. Y no aparento ni un día más de cuarenta.
En 1811. Si el sargento decía la verdad, Mamoulian tenía doscientos años.
—¿Estás seguro? —preguntó Marty—. El año es el 1811; ¿de verdad?
—¡Cierra la boca! —fue la respuesta.
—¿Qué?
—Problemas.
Carys se había apretado los brazos contra el pecho, como encogida. Se sentía encerrada, pero no sabía por qué. El amplio camino donde estuviera había desaparecido abruptamente, y le parecía que estaba tumbada en la oscuridad. Hacía más calor allí que en el camino, pero no era un calor agradable. Olía a podrido. Escupió, no una vez sino tres o cuatro, para librarse de un bocado de fango. ¿Dónde estaba, por amor de Dios?
En las proximidades oía caballos que se acercaban. El sonido estaba amortiguado, pero le produjo pánico, o más bien se lo produjo al hombre que ocupaba. A su derecha, alguien gimió.
—Chsss…
—siseó. ¿Acaso el gimiente no oía a los caballos? Los descubrirían; y aunque no sabía por qué, estaba segura de que el descubrimiento sería fatal.
—¿Qué pasa? —preguntó Marty.
Ella no se atrevió a responder. Los jinetes estaban demasiado cerca para aventurar siquiera una palabra. Los oyó desmontar, y acercarse a su escondite. Repitió una oración, en silencio. Los jinetes estaban hablando; supuso que eran soldados. Había estallado una discusión acerca de quién habría de llevar a cabo alguna tarea desagradable. Quizá, rogó, renunciarían a su búsqueda antes de empezar. Pero no. El debate se había acabado, y los soldados gruñían y se quejaban mientras se ponían manos a la obra. Oyó que movían unos sacos y los arrojaban al suelo. Una docena; dos docenas. La luz se filtraba hasta donde yacía ella, sin apenas respirar. Cuantos más sacos movían, más luz caía sobre ella. Abrió los ojos, y al fin reconoció el refugio que el sargento había elegido.
—¡Dios Todopoderoso! —dijo.
No se había tumbado entre sacos, sino entre cadáveres. Se había escondido en un túmulo de cadáveres. Era el calor de la putrefacción lo que le hacía sudar.
Los jinetes estaban desmontando esa colina, y pinchaban los cuerpos que separaban del montón para distinguir a los vivos de los muertos. Señalaban a un oficial los pocos que aún respiraban, este los rechazaba al considerar que su estado era irreversible, y se los despachaba con presteza. Antes de que una bayoneta le perforase el costado, el sargento echó a rodar y se mostró ante ellos.
—Me rindo —dijo. Le atravesaron el hombro de todas formas. Gritó. Carys también.
Marty alargó la mano para tocarla; el rostro de la muchacha estaba surcado por el dolor. Pero se lo pensó mejor antes de interferir en lo que sabía era un momento crucial: podía causar más mal que bien.
—Bueno, bueno —dijo el oficial desde lo alto de su caballo—. A mí no me parece que estés muy muerto.
—Estaba practicando —respondió el sargento. Su ingenio le valió un segundo pinchazo. A juzgar por el aspecto de los hombres que lo rodeaban, tendría suerte si no lo destripaban. Estaban ansiosos por un poco de ejercicio.
—No vas a morir —dijo el oficial acariciando el brillante cuello de su montura; la presencia de tanta corrupción inquietaba al purasangre—. Antes necesitamos que respondas a unas preguntas. Luego puedes ocupar tu lugar en el pozo.
Tras la cabeza emplumada del oficial, el cielo se había oscurecido. Mientras hablaba, la escena parecía perder coherencia, como si Mamoulian hubiese olvidado cómo continuaba.
Los ojos de Carys empezaron de nuevo a moverse con nerviosismo bajo los párpados. Le había sobrevenido otra confusión de sensaciones, cada momento estaba delineado con absoluta precisión, pero todos eran demasiado efímeros como para que pudiera entenderlos.
—¿Carys? ¿Estás bien?
—Sí, sí —dijo ella sin aliento—. Solo son momentos… momentos de vida.
Vio una habitación, una silla. Sintió un beso, una bofetada. Dolor; alivio; dolor de nuevo. Preguntas; risas. No estaba segura, pero supuso que, bajo presión, el sargento le estaba contando al enemigo cuanto quería saber y más aún. Los días pasaron en un instante. Dejó que se le escurrieran entre los dedos, sintiendo que la cabeza soñadora del Europeo se dirigía con velocidad creciente hacia algún suceso crítico. Era conveniente dejar que la guiase, pues él comprendía mejor el significado de aquel descenso.
El viaje terminó con asombrosa brusquedad.
Un cielo del color del hierro frío se abrió sobre su cabeza. La nieve caía lentamente, un descenso perezoso de plumas de ganso que en lugar de calentarla hacían que le dolieran los huesos. En el claustrofóbico estudio, aunque Marty estaba sentado frente a ella con el pecho desnudo y sudando, empezaron a castañetearle los dientes.
Los captores del sargento habían acabado el interrogatorio, al parecer. Lo habían llevado junto con otros cinco prisioneros harapientos a un pequeño cuadrilátero al aire libre. Miró en derredor. Era un monasterio, o lo había sido hasta su ocupación. Había un par de monjes al amparo del claustro, que observaban el desarrollo de los acontecimientos con una mirada filosófica.
Los seis prisioneros esperaban en fila mientras caía la nieve. No estaban atados. En aquel patio no tenían adónde huir. El sargento, al final de la fila, se mordía las uñas y trataba de mantener sus pensamientos livianos. Iban a morir allí, era un hecho inevitable. No serían los primeros que ejecutarían aquella tarde. A lo largo de un muro, dispuestos con esmero para una inspección póstuma, yacían los cuerpos de cinco hombres. Les habían puesto la cabeza podada entre las piernas, como humillación final. Con los ojos abiertos, sobresaltados por el golpe mortal, miraban la nieve que caía, las ventanas, y un árbol plantado en un cuadrado de tierra entre las piedras. En verano, probablemente daba fruta; los pájaros cantaban canciones idiotas en él. Ahora estaba desnudo.
—Van a matarnos —observó, de un modo pragmático.
Todo era muy informal. El oficial al mando, con un abrigo de piel echado sobre los hombros, se estaba calentando las manos en un brasero llameante, dando la espalda a los prisioneros. El verdugo estaba con él, un hombre gordo y pesado, que descansaba su espada sangrienta en el hombro con familiaridad, se reía de las bromas del oficial, y engullía una taza de algo caliente antes de volver al trabajo.