Y en cuanto a cómo encontrarlo, la única pista que tenía eran las fresas. Pearl le había asegurado que el viejo Whitehead no había pasado un día sin fresas en veinte años. ¿No era posible entonces que hubiera seguido saciándose en su escondite? Era una línea de investigación dudosa. Pero el apetito, como Marty había aprendido recientemente, era el quid de la cuestión.
Intentó convencer a Carys para que lo acompañase, pero estaba extenuada, a punto de derrumbarse. Sus viajes se habían acabado, le dijo; había visto demasiado para un solo día. Quería ir a la Isla del Sol, y en ese punto era inflexible. De mala gana, Marty la dejó para que se chutase, y salió a hablar de fresas con el señor Halifax de Holborn.
Cuando se quedó sola, Carys encontró el olvido enseguida. Las visiones que había presenciado en la cabeza de Mamoulian fueron desterradas al oscuro pasado del que habían salido. El futuro, si lo había, no tenía importancia en este lugar, donde solo había tranquilidad. Se bañó bajo un sol de absurdos, mientras en el exterior empezaba a llover suavemente.
El gordo baila
A Breer no le importó que cambiara el tiempo. En la calle hacía un bochorno insoportable y la lluvia, con su purificación simbólica, le hacía sentirse más cómodo. Habían transcurrido muchas semanas desde que sintiera el menor espasmo de dolor, pero el calor le picaba. En realidad ni siquiera era un picor. Era una irritación más fundamental: una sensación que se arrastraba sobre su piel, o por debajo de ella, y que ningún ungüento aliviaba. Pero la llovizna la atenuaba hasta cierto punto, y por ello estaba agradecido. La lluvia, o el hecho de dirigirse a ver a la mujer que amaba. Aunque Carys le había atacado muchas veces (lucía las heridas como si fueran trofeos), le perdonaba sus ofensas. Lo entendía mejor que nadie. Era única, una diosa, a pesar del vello corporal, y sabía que si conseguía volver a verla, mostrarse ante ella, tocarla, todo estaría bien.
Pero antes tenía que llegar a la casa. Había tardado un rato en encontrar un taxi que estuviera dispuesto a detenerse, y cuando uno lo hizo al fin, el conductor solo le llevó una parte del camino antes de decirle que se bajara porque aseguraba que el olor era tan repulsivo que no encontraría a otro cliente en todo el día. Avergonzado por aquel rechazo tan público (el taxista lo reprendió desde el taxi mientras se alejaba), Breer se dirigió a los callejones, donde esperaba que no se rieran de él ni lo insultaran.
En uno de esos callejones, a escasos minutos de donde Carys lo esperaba, un joven con golondrinas azules tatuadas en el cuello salió de un portal para ofrecerle un poco de ayuda al Tragasables.
—Oye, tío, qué mala pinta tienes. Te echo una mano.
—No, no —gruñó Breer, esperando que el buen samaritano lo dejase en paz—. Estoy bien, de verdad.
—Insisto —dijo Golondrinas, apretando el paso para adelantarlo, y luego interponiéndose en su camino. Echó un vistazo a ambos lados de la calle para asegurarse de que no había testigos y luego empujó a Breer al portal de una casa tapiada.
»Cierra la boca, tío —dijo sacando rápidamente un cuchillo y apretándolo contra la garganta vendada de Breer—, y no te pasará nada. Vacía los bolsillos. ¡Rápido! ¡Rápido!
Breer no hizo movimiento alguno para obedecerlo. La brusquedad del ataque lo había desorientado; y el modo en que el joven le había agarrado el cuello entablillado lo había mareado. Golondrinas hundió un poco el cuchillo en las vendas para dejar las cosas claras. La víctima olía mal, y el ladrón quería terminar el trabajo lo antes posible.
—¡Los bolsillos, tío! ¿Estás sordo? —Siguió clavando el cuchillo; el hombre no se estremeció siquiera—. Lo haré, tío —advirtió el ladrón—, te cortaré la puta garganta.
—Oh —dijo Breer, sin dejarse impresionar. Más para poner fin al temblor que por miedo, hurgó en el bolsillo de su abrigo y encontró un puñado de posesiones. Unas monedas, algunos caramelos de menta que había seguido chupando hasta que se secaron sus reservas de saliva, y una botella de loción para después del afeitado. Se las ofreció con una vaga disculpa en su rostro maquillado.
—¿Eso es todo lo que tienes? —Golondrinas estaba indignado, y abrió el abrigo de Breer.
—No lo hagas —sugirió el Tragasables.
—Hace un poco de calor para llevar abrigo, ¿no? —dijo el ladrón—. ¿Qué escondes?
El ladrón tiró de la chaqueta que Breer llevaba bajo el abrigo, los botones cedieron, y se quedó mirando fijamente, boquiabierto, los mangos del cuchillo y el tenedor que seguían enterrados en el abdomen del Tragasables. Las manchas de fluidos resecos que partían de las heridas solo eran ligeramente menos repugnantes que la carroña marrón que se extendía desde las axilas y las ingles. Presa del pánico, el ladrón hundió aún más el cuchillo en la garganta de Breer.
—Dios, tío…
A Anthony, después de perder la dignidad, el amor propio, y aunque aún no lo supiera, la vida, solo le quedaba perder los nervios. Alargó la mano y aferró el cuchillo inquisitivo con una mano grasienta. El ladrón lo soltó un instante demasiado tarde. Breer, más ligero de lo que sugería su masa, retorció la hoja y la mano hacia atrás, y le rompió la muñeca a su asaltante.
Golondrinas tenía diecisiete años. Creía que había tenido una vida plena para un muchacho de su edad. Había visto dos muertes violentas, había perdido la virginidad con su hermanastra a los catorce años, había criado perritos, había visto películas
snuff,
había tomado cuantas pastillas se habían puesto al alcance de sus manos temblorosas; pensaba que había sido una existencia afanosa, llena de conocimiento adquirido. Pero esto era nuevo. Nunca había visto nada igual. Le dolía la vejiga.
Breer sujetaba todavía el brazo inútil del ladrón.
—Suéltame… por favor.
Breer se limitó a mirarlo, mientras la chaqueta abierta seguía ondeando, mostrando esas extrañas heridas.
—¿Qué quieres, tío? Me haces daño.
La chaqueta de Golondrinas también estaba abierta. Dentro había otra arma, metida en un bolsillo interior.
—¿Es un cuchillo? —dijo Breer mirando el mango.
—No, tío. —Breer alargó la mano para cogerlo. El joven, ansioso por complacerlo, sacó el arma y lo arrojó a los pies de Breer. Era un machete. La hoja estaba sucia, pero afilada.
»Es tuyo, tío. Venga, cógelo. Pero suéltame el brazo, tío.
—Recógelo. Agáchate y recógelo —dijo Breer, soltando la muñeca herida. El joven se agazapó, recogió el machete y se lo tendió a Breer. El Tragasables lo cogió. La imagen de sí mismo, de pie sobre una víctima arrodillada, con la hoja en la mano, tenía algún significado para él, pero no podía precisar exactamente cuál. Quizá fuese una fotografía de su libro de atrocidades.
»Podría matarte —observó con cierta indiferencia.
A Golondrinas ya se le había ocurrido la idea. Cerró los ojos, y esperó. Pero el golpe no se produjo. El hombre se limitó a decir «Gracias», y se alejó.
De rodillas en el portal, Golondrinas empezó a rezar. Se sorprendió a sí mismo con esa demostración de religiosidad, recitando de memoria las oraciones que Hosanna, su hermanastra, y él habían rezado juntos antes y después de pecar.
Seguía rezando diez minutos después, cuando empezó a llover con fuerza.
Breer recorrió Bright Street durante unos minutos hasta que halló la casa amarilla. Cuando la encontró, esperó unos minutos en el exterior, preparándose. Allí estaba su salvación. Quería que su reunión fuera lo más perfecta posible.
La puerta principal estaba abierta. Había unos niños jugando en el portal, la lluvia los había apartado de la rayuela y de la comba. Pasó a su lado con precaución, temeroso de que sus pies hinchados le aplastasen la manita a alguno. Una niña especialmente encantadora le arrancó una sonrisa: pero ella no se la devolvió. Se detuvo en el pasillo, intentando recordar dónde le había dicho el Europeo que se ocultaba Carys. Era en el segundo piso, ¿verdad?
Carys oyó a alguien moverse en el rellano en el exterior de la habitación, pero aquel pasillo de madera podrida y papel pelado se encontraba al otro lado de un estrecho infranqueable, lejos de la Isla. Allí estaba a salvo.
Luego alguien llamó a la puerta con un golpe amable y tentativo. Al principio no respondió, pero cuando el golpe se repitió dijo:
—Vete.
Después de unos segundos dubitativos, el pomo de la puerta se sacudió ligeramente.
—Por favor… —dijo con tanta cortesía como pudo— vete. Marty no está.
El pomo volvió a temblar, esta vez con más fuerza. Oyó que unos dedos suaves palpaban la madera; ¿o eran las olas que rompían en la orilla de la isla? No tenía fuerzas para asustarse, ni siquiera para inquietarse. Marty le había llevado heroína de calidad. No era de la mejor, esa solo se la había proporcionado papá, pero le había arrancado hasta la última fibra de miedo.
—No puedes entrar —le dijo al intruso en potencia—. Tendrás que irte y volver más tarde.
—Soy yo —intentó decir el Tragasables. Reconoció su voz hasta en aquella neblina luminosa. ¿Cómo iba Breer a susurrar así en la puerta? La imaginación le estaba jugando una mala pasada.
Se incorporó en la cama, mientras aumentaba el ruido de la presión que él ejercía en la puerta. De repente se cansó de la sutileza y empujó. Una vez, dos veces. El cerrojo sucumbió con facilidad y entró en la habitación dando tumbos. Así que no era su imaginación al fin y al cabo; allí estaba, en toda su gloria.
—Te encontré —dijo el príncipe perfecto.
Cerró la puerta con cuidado y se presentó ante ella. Lo miró incrédula: el cuello roto sujeto con un artilugio casero de madera y vendas, las ropas harapientas. Trataba de quitarse uno de los guantes de piel, pero no salía.
—He venido a verte —dijo con palabras fragmentadas.
—Ya.
Se quitó el guante. Se produjo un sonido suave y enfermizo. Le miró la mano. Buena parte de la piel se había desprendido junto con el guante. Extendió aquel mosaico purulento hacia ella.
—Tienes que ayudarme —le dijo.
—¿Estás solo? —preguntó ella.
—Sí.
Algo era, por lo menos. Quizá el Europeo ni siquiera sabía que estaba allí. Había venido a cortejarla, a juzgar por aquel patético intento de civismo. El galanteo se había iniciado en su primer encuentro en la sala de vapor. Ella no había gritado ni vomitado, y así se había ganado su lealtad eterna.
—Ayúdame —gimió.
—No puedo ayudarte. No sé cómo.
—Déjame tocarte.
—Estás enfermo.
La mano seguía extendida. Dio un paso hacia delante. ¿Acaso pensaba que era una especie de icono, un talismán cuyo contacto curaba todas las enfermedades?
—Bonita —dijo.
Su olor era abrumador, pero su mente drogada divagaba. Sabía que era importante escapar, pero ¿cómo? Por la puerta, tal vez; o por la ventana. O pidiéndole que se fuera y volviese al día siguiente.
—¿Quieres irte, por favor?
—Solo tocar.
La mano ya estaba a unos centímetros de su rostro. Le sobrevino la repulsión, sorteando el letargo inducido por la Isla. Apartó el brazo, horrorizada incluso por el contacto más breve con su carne. Él parecía ofendido.
—Has intentado hacerme daño muchas veces —le recordó—. Yo nunca te he hecho daño.
—Pero querías hacérmelo.
—Era él; yo nunca. Quiero que estés con mis otros amigos; donde nadie pueda hacerte daño.
La mano, que había vuelto al costado, se disparó de repente y la agarró por el cuello.
—Nunca me abandonarás —dijo.
—Me haces daño, Anthony.
La atrajo hacia sí, y se inclinó hacia ella lo mejor que pudo, dado el estado de su cuello. Ella advirtió movimiento en una franja de piel bajo el ojo derecho. Cuanto más cerca estaba más claramente veía las larvas gordas y blancas, como huevos, en su rostro, que maduraban allí, esperando sus alas. ¿Sabría que era un nido de gusanos? ¿Se sentiría orgulloso, quizá, de estar infestado de moscas? Iba a besarla: no le cabía duda.
Si me mete la lengua en la boca,
pensó a medias,
se la arrancaré de un mordisco. No le permitiré hacerme esto. Dios bendito, prefiero morir.
Puso sus labios sobre los suyos.
—Eres imperdonable —dijo una voz suave.
La puerta estaba abierta.
—Suéltala.
El Tragasables soltó a Carys, y se apartó de su rostro. Ella escupió para enjuagarse el beso, y levantó la vista.
Mamoulian estaba en la puerta. Tras él había dos jóvenes bien vestidos, uno con el cabello dorado, ambos con sonrisas arrebatadoras.
—Imperdonable —repitió el Europeo, y dirigió a Carys su mirada vacía—. ¿Ves lo que pasa cuando escapas de mis cuidados? —dijo—. ¿Los horrores que acontecen?
Ella no respondió.
—Estás sola, Carys. Tu antiguo protector ha muerto.
—¿Marty? ¿Muerto?
—En su casa, cuando iba a buscarte heroína.
Ella estaba unos segundos por delante de él, pues era consciente de su error. Quizá le concediese a Marty cierta ventaja el hecho de que lo creyeran muerto. Pero no era prudente fingir el llanto. No era una actriz trágica. Era mejor aparentar incredulidad; o duda, por lo menos.
—No —dijo—. No te creo.
—Con mis propias manos —dijo el adonis rubio a espaldas del Europeo.
—No —insistió ella.
—Créeme —dijo el Europeo—, no va a volver. Confía en mí por lo menos en esto.
—¿Que confíe en ti? —murmuró. Era casi gracioso.
—¿No acabo de evitar que te violen?
—Es tu criatura.
—Sí, y será castigado, no lo dudes. Ahora confío en que corresponderás a mi amabilidad al venir aquí, y encontrarás a tu padre por mí. No consentiré retraso alguno, Carys. Volveremos a Caliban Street y lo encontrarás, o por Dios que te arrancaré las entrañas. Te lo prometo. Santo Tomás te escoltará hasta el coche.
La sonrisa morena se adelantó a su rubio compañero y le ofreció una mano a Carys.
—Tengo muy poco tiempo que perder, muchacha —dijo Mamoulian, y el tono alterado de su voz confirmó aquella observación—. Así que, por favor: acabemos de una vez con esta condenada historia.
Tom acompañó a Carys escaleras abajo. Cuando ella se fue, el Europeo dirigió su atención al Tragasables.
Breer no tenía miedo de él; ya no tenía miedo de nadie. Hacía calor en la diminuta habitación donde se enfrentaban; lo sabía por el sudor de las mejillas y el labio superior de Mamoulian. Él, por otro lado, tenía frío; era el hombre más frío de la creación. Nada lo asustaría. Mamoulian lo advirtió sin duda.