—¡Levántate! ¡Rápido!
Breer se soltó la mano de la boca del perro y se sacudió el cadáver de encima. Seguía riéndose.
—Tranquilo —dijo.
—Hay más.
—Llévame hasta ellos.
—Puede que sean muchos para que te enfrentes a todos a la vez.
—¿Fue este? —preguntó Breer, dando la vuelta al perro de una patada para que el Europeo lo viese mejor.
—¿Cuál?
—El que te arrancó los dedos.
—No lo sé —respondió el Europeo evitando el rostro manchado de sangre de Breer, que le sonreía, con los ojos brillantes como los de un adolescente enamorado.
—¿Las perreras? —sugirió—. Podemos acabar con ellos allí.
—¿Por qué no?
El Europeo echó a andar en dirección a las perreras. Gracias a Carys, conocía la distribución del Santuario como la palma de su mano. Breer iba a su altura, apestando a sangre y dando brincos. Pocas veces se había sentido tan vivo.
La vida era maravillosa, ¿verdad? Era tan maravillosa…
Los perros ladraron.
En su habitación, Carys se cubrió la cabeza con la almohada para amortiguar el ruido. Al día siguiente reuniría valor para decirle a Lillian que le molestaba que aquellos sabuesos histéricos la mantuvieran despierta la mitad de la noche. Si quería curarse, tendría que empezar a aprender los ritmos de una vida normal, lo que significaba ocuparse de sus asuntos mientras brillase el sol, y dormir por la noche.
Al darse la vuelta buscando una parte de la cama que todavía estuviese fresca, una imagen destelló en su cabeza. Desapareció antes de que pudiera desentrañarla del todo, pero captó lo bastante como para despertarse sobresaltada. Vio a un hombre sin rostro, pero familiar, que atravesaba una extensión de hierba. Un torrente de porquería le seguía de cerca con adoración ciega, sus ondas sibilantes como serpientes. No tuvo tiempo de ver lo que contenían las ondas, y quizá fuese mejor así.
Se dio la vuelta por tercera vez, y se obligó a ignorar esas tonterías.
Curiosamente, los perros habían dejado de ladrar.
Y después de todo, ¿qué era lo peor que podía hacer?, ¿qué era lo más extremo? Whitehead se había planteado esa pregunta en particular tantas veces que ya le resultaba familiar. Los posibles tormentos físicos eran infinitos, por supuesto. A veces, cuando yacía en el frío abrazo del sudor de las tres de la madrugada, se consideraba merecedor de todos ellos, si un hombre pudiese morir una docena de veces, o dos, porque los crímenes de poder que había cometido no se pagaban fácilmente. Las cosas, oh, Dios del cielo, las cosas que había hecho.
Pero por otra parte, maldita sea, ¿quién no tendría crímenes que confesar cuando llegara el momento? ¿Quién no habría actuado por codicia y por envidia; quién no habría ejercido una autoridad absoluta en lugar de renunciar a la posición que había obtenido? No podía asumir la responsabilidad de todo lo que la corporación había hecho. Si una vez cada diez años se colaba en el mercado un compuesto médico que producía deformaciones en el feto, ¿era culpa suya porque se hubiesen obtenido beneficios? Esa clase de responsabilidad moral era para los escritores de historias de venganza, no tenía lugar en el mundo real, donde la mayoría de los crímenes se castigaban tan solo con riqueza e influencia; donde el gusano rara vez se apartaba, y cuando lo hacía lo aplastaban de inmediato; donde lo mejor que podía esperar un hombre era que cuando hubiese colmado sus ambiciones por medio del ingenio, del engaño o de la violencia, hubiese un poquito de placer en la vista. Así era el mundo real, y el Europeo conocía sus ironías tan bien como él. ¿Acaso no le había mostrado tanto del mundo él mismo? ¿Cómo podía el Europeo, en conciencia, volverse y castigar a su alumno por aprender demasiado bien sus lecciones?
Probablemente moriré en una cama caliente,
pensó Whitehead,
con las cortinas medio corridas contra el cielo amarillo primaveral, y rodeado de admiradores.
—No hay nada que temer dijo en voz alta. El vapor formaba nubes. Los azulejos, dispuestos con la precisión de un obseso, sudaban con él: pero el suyo era un sudor frío, mientras que él tenía calor.
—No hay nada que temer.
Desde la puerta de la perrera, Mamoulian observó el trabajo de Breer. Esta vez fue una masacre eficiente, no la prueba de fuerza que había disputado con el perro en la puerta. El gordo simplemente abría las jaulas y a continuación las gargantas de los perros, uno por uno, utilizando su largo cuchillo. Arrinconados en las celdas, los perros eran presa fácil. Solo podían dar vueltas y más vueltas, intentando en vano morder a su asesino, sabiendo de algún modo que la batalla estaba perdida antes de que comenzase de verdad. Soltaban zurullos al derrumbarse, con el cuello rajado, los lomos sangrando y los ojos marrones vueltos hacia arriba, mirando a Breer como santos pintados. También mató a los cachorros, arrancándolos del regazo de su madre y aplastándoles la cabeza con la mano.
Bella
se resistió con más ímpetu que los demás, decidida a infligirle tanto daño como pudiera a su asesino antes de que la matara también a ella. Breer le devolvió el favor, mutilando su cuerpo después de silenciarla; heridas a cambio de las heridas que le había producido ella. Cuando acabó el clamor, y el único movimiento en las jaulas era el espasmo de una pata, o el chorro de una vejiga al desahogarse, Breer se dio por satisfecho. Fueron juntos a la casa.
Allí había dos perros más; los últimos. El Tragasables acabó con ellos enseguida. Para entonces tenía más aspecto de matarife que de antiguo bibliotecario. El Europeo le dio las gracias. Había sido más fácil de lo que había esperado.
—Ahora tengo que ocuparme de un asunto dentro —le dijo a Breer.
—¿Quieres que vaya?
—No. Pero ábreme la puerta, por favor.
Breer fue a la puerta trasera y rompió el cristal de un puñetazo, luego metió la mano y descorrió el cerrojo para que Mamoulian pudiese entrar en la cocina.
—Gracias. Espérame aquí.
El Europeo desapareció en la penumbra azulada del interior. Breer lo observó, y cuando perdió de vista a su amo entró en el Santuario detrás de él, con la cara desfigurada por la sangre y las sonrisas.
Aunque la nube de vapor amortiguaba los sonidos, Whitehead tuvo la impresión de que alguien se movía en la casa. Strauss, quizá: estaba inquieto últimamente. Volvió a cerrar los ojos.
En algún lugar cercano, oyó que se abría y se cerraba una puerta, la puerta de la antecámara que llevaba a la sala de vapor. Se levantó y escudriñó la penumbra.
—¿Marty?
No hubo respuesta, ni de Marty ni de nadie. Ya no estaba seguro de haber oído una puerta. No siempre podía uno fiarse del oído en ese lugar. Ni de la vista. El vapor se había espesado considerablemente; ya no alcanzaba a ver el otro lado de la habitación.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
El vapor era una pared muerta y gris delante de sus ojos. Se maldijo por permitir que se hubiera espesado tanto.
—¿Martin? —repitió. Aunque no veía ni oía nada que confirmase sus sospechas, sabía que no estaba solo. Había alguien muy cerca, pero no le respondía. Mientras hablaba extendió una mano temblorosa centímetro a centímetro por los azulejos, hacia la toalla doblada junto a él. Rebuscó en los pliegues mientras clavaba los ojos en la pared de vapor; en la toalla había una pistola. Sus dedos, agradecidos, la encontraron.
Se dirigió al visitante invisible, esta vez en voz más baja. La pistola le daba confianza.
—Sé que estás ahí. Sal, cabrón. No me das miedo.
Algo se movió en el vapor. Se formaron remolinos, y se multiplicaron. El corazón le latía en los oídos. Quienquiera que fuese
(que no sea él, oh, Dios, que no sea él),
estaba preparado. Y entonces, sin previo aviso, el vapor se dividió, aclarado por un frío repentino. El anciano levantó la pistola. Si era Marty el que estaba ahí fuera, y le estaba gastando una broma pesada, lo lamentaría. La mano que sostenía la pistola había empezado a temblar.
Y por fin, una figura apareció frente a él. Aún no podía distinguirla en la niebla. Hasta que una voz, que había oído cien veces en sus sueños empapados en vodka, dijo:
—Peregrino.
El vapor se disipó. El Europeo estaba allí, frente a él. En su rostro apenas se advertían los diecisiete años que habían pasado desde que se vieran por última vez. La frente despejada, los ojos tan hundidos en las órbitas que centelleaban como el agua en el fondo de un pozo. Había cambiado muy poco, como si el tiempo, asustado, le hubiera pasado de largo.
—Siéntate —dijo.
Whitehead no se movió; aún apuntaba directamente al Europeo con la pistola.
—Por favor, Joseph. Siéntate.
¿Sería mejor que se sentara? ¿Evitaría los golpes mortales fingiendo docilidad? ¿O acaso era ridículo pensar que se rebajaría a golpearlo?
¿En qué clase de sueño he vivido, pensando que ha venido a pegarme, a hacerme sangrar?,
se reprendió Whitehead. En esos ojos había más que violencia.
Se sentó. Era consciente de su desnudez, pero no le importaba. Mamoulian no veía su carne; miraba más allá de la grasa y el hueso. Whitehead sentía su mirada; le acariciaba el corazón. ¿De qué otro modo podía explicar el alivio que sentía, al ver al Europeo por fin?
—Ha pasado mucho tiempo… —fue lo único que dijo: una débil frivolidad. ¿Sonaría como un amante esperanzado que anhelaba la reconciliación? Quizá eso no estuviese tan lejos de la verdad. La singularidad de su odio recíproco tenía la pureza del amor.
El Europeo lo estudió.
—Peregrino —murmuró en tono de reproche, mirando la pistola—, es innecesario. E inútil.
Whitehead sonrió y dejó la pistola en la toalla.
—Tenía miedo de que vinieras —dijo a modo de explicación—. Por eso compré los perros. Ya sabes cuánto odio a los perros. Pero sabía que tú los odiabas más.
Mamoulian se puso el dedo sobre los labios para acallar a Whitehead.
—Perdonado —dijo. ¿A quién perdonaba, a los animales o al hombre que los había usado contra él?
—¿Por qué has tenido que volver? —dijo Whitehead—. Debías saber que no serías bien recibido.
—Ya sabes por qué he venido.
—No. De verdad. No lo sé.
—Joseph —suspiró Mamoulian—, no me trates como a uno de tus políticos. No puedes sobornarme con promesas y deshacerte de mí cuando cambia tu suerte. No puedes tratarme así.
—No lo he hecho.
—No me mientas ahora, por favor. Nos queda muy poco tiempo. Esta vez, por última vez, seamos honestos el uno con el otro. Hablemos con el corazón. No tendremos más ocasiones.
—¿Por qué no? ¿Por qué no podemos volver a empezar?
—Somos viejos. Y estamos cansados.
—Yo no.
—Entonces, ¿por qué no has luchado por tu imperio, si no por la fatiga?
—¿Eso fue obra tuya? —preguntó Whitehead, sabiendo de antemano la respuesta.
Mamoulian asintió.
—No eres el único al que he ayudado a hacer fortuna. Tengo amigos en las esferas más altas; todos estudiantes de la providencia, como tú. Podrían comprar y vender medio mundo si se lo pidiera; me lo deben. Pero ninguno era como tú, Joseph. Fuiste el más ávido, y el más capaz. Solo contigo vi una posibilidad de…
—Sigue —lo instó Whitehead—, una posibilidad, ¿de qué?
—De salvación —respondió Mamoulian, y luego se rió, desechando la idea—. De todas las cosas —dijo en voz baja.
Whitehead nunca había imaginado que sería así: dos viejos departiendo tranquilamente en una habitación de azulejos blancos, contándose sus penas, dando la vuelta a los recuerdos como si estos fueran piedras, y mirando cómo se escabullían los insectos que había debajo. Era mucho más cordial y mucho más doloroso. Nada dolía tanto como la pérdida.
—He cometido errores —dijo—, y lo siento mucho.
—Dime la verdad —lo regañó Mamoulian.
—Esa es la verdad, maldita sea. Lo siento. ¿Qué más quieres? ¿Tierras? ¿Empresas? ¿Qué quieres?
—Me sorprendes, Joseph. Incluso ahora,
in extremis,
intentas hacer un trato. Qué decepción. Qué terrible decepción. Yo podría haberte hecho grande.
—Ya soy grande.
—Sabes que no es así, Peregrino —dijo el otro con suavidad—. ¿Qué habrías sido sin mí? Con tu labia y tus trajes elegantes. ¿Un actor? ¿Un vendedor de coches? ¿Un ladrón?
Whitehead se estremeció, no solo por las burlas. El vapor se agitaba detrás de Mamoulian, como si en él hubieran empezado a moverse fantasmas.
—No eras nada. Por lo menos ten la elegancia de admitirlo.
—Te acepté —señaló Whitehead.
—Oh, sí —dijo Mamoulian—. Admito que tenías apetito. De eso tenías en abundancia.
—Me necesitabas —replicó Whitehead. El Europeo lo había herido; y él, desoyendo al sentido común, también quería herirlo a su vez. Este era su mundo, después de todo. El Europeo era un intruso allí: sin armas, y sin ayuda. Y le había pedido que le dijera la verdad. Pues iba a oírla, con fantasmas o sin ellos.
—¿Por qué iba a necesitarte? —preguntó Mamoulian. De repente había desprecio en su voz—. ¿Qué vales tú?
Whitehead se tomó un momento antes de contestar; y luego afloraron las palabras, sin pensar en las consecuencias.
—¡Para vivir por ti, porque eras demasiado cobarde para hacerlo tú mismo! Por eso me elegiste. Para probarlo todo a través de mí. Las mujeres, el poder: todo.
—No…
—Pareces enfermo, Mamoulian…
Había llamado al Europeo por su nombre.
¿Lo ves? Dios, qué fácil.
Había llamado al cabrón por su nombre, y no había apartado la vista cuando sus ojos centellearon, porque estaba diciendo la verdad, ¿no?; ambos lo sabían. Mamoulian estaba pálido, casi sin fuerzas. Sin ganas de vivir. De pronto, Whitehead supo que podía ganar esa confrontación, si era listo.
—No te resistas —dijo Mamoulian—. Me darás lo que me debes.
—¿Qué?
—Tú. Tu muerte. Tu alma, a falta de una palabra mejor.
—Te pagué todo lo que te debía y más hace años.
—Ese no era el trato, Peregrino.
—Todos hacemos tratos y luego cambiamos las reglas.
—Eso no es jugar limpio.
—Solo hay un juego. Tú me lo enseñaste. Si gano… lo demás no importa.
—Me darás lo que es mío —dijo Mamoulian con tranquila determinación—. Ya está decidido.
—¿Por qué no me matas?
—Ya me conoces, Joseph. Quiero acabar esto limpiamente. Te voy a conceder tiempo para que arregles tus asuntos. Para que cierres los libros, hagas borrón y cuenta nueva, y devuelvas las tierras a quienes se las robaste.