El juego de las maldiciones (20 page)

Read El juego de las maldiciones Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
8.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

Para irritación de Pearl, la cocina se convirtió de inmediato en el punto de encuentro improvisado de aquellos que no eran llamados a la vera del gran hombre. Se reunían en torno a la gran mesa, pedían café sin parar, y discutían las estrategias que hubiesen formulado. Marty no entendía gran cosa de sus discusiones, como siempre, pero a juzgar por los fragmentos que oía estaba claro que la corporación se enfrentaba a una emergencia inexplicable. En todo el mundo se producían pérdidas de proporciones asombrosas, se hablaba de una intervención del Gobierno para evitar el colapso inminente en Alemania y en Suecia; también se decía que la catástrofe era el resultado de un sabotaje. Al parecer entre esos profetas se había extendido la idea de que solo un complicado plan, preparado durante años, podría haber dañado tanto a la corporación. Se hablaba en susurros de una interferencia secreta del Gobierno, de una conspiración de la competencia. La paranoia en la casa no conocía límites.

Había algo en la preocupación y en las discusiones de los hombres, que hacían aspavientos en sus esfuerzos para contradecir las observaciones del orador anterior, que a Marty le parecía absurdo. Después de todo, ellos nunca veían los millones que perdían y ganaban, ni a la gente cuyas vidas cambiaban tan a la ligera. Todo era una abstracción; números en sus cabezas. A Marty le parecía inútil. Tener poder sobre fortunas conceptuales era un sueño de poder, y no poder como tal.

Al tercer día, cuando todos se habían quedado sin ideas y rezaban por que se produjera una improbable resurrección, Marty encontró a Bill Toy, enzarzado en una acalorada discusión con Dwoskin. Para su sorpresa, Toy, al verlo pasar, lo llamó, interrumpiendo la conversación. Dwoskin se alejó apresurado, frunciendo el ceño, y los dejó solos.

—Bueno, forastero —dijo Toy—, ¿cómo estás?

—Bien —dijo Marty. Toy tenía aspecto de no haber dormido en mucho tiempo—. ¿Y tú?

—Sobreviviré.

—¿Tienes idea de lo que está pasando?

Toy le ofreció una sonrisa irónica.

—La verdad es que no —dijo—. Nunca he sido un hombre de dinero. Los odio. Son comadrejas.

—Todos dicen que es un desastre.

—Oh, sí —dijo con calma—. Es probable.

Marty se desanimó. Había esperado palabras de consuelo. Toy percibió su incomodidad, así como la causa que la producía.

—No va a pasar nada grave mientras no perdamos la calma —dijo—. No te vas a quedar sin trabajo, si eso es lo que te preocupa.

—Sí que se me ha pasado por la cabeza.

—Pues no te preocupes —Toy le puso una mano en el hombro—. Si pensara que las cosas tienen mala pinta, te lo diría.

—Lo sé. Es que me pongo nervioso.

—¿Y quién no? —Toy le apretó el hombro con más fuerza—. ¿Qué te parece si los dos nos vamos a la ciudad cuando haya pasado lo peor?

—Me gustaría.

—¿Has estado alguna vez en el casino Academy?

—Nunca he tenido tanto dinero.

—Yo te llevo. Perderemos un poco de la fortuna de Joe por él, ¿eh?

—Suena bien.

La ansiedad persistía en el rostro de Marty.

—Mira —dijo Toy—, esta no es tu pelea, ¿entiendes? Pase lo que pase a partir de ahora, no será culpa tuya. Hemos cometido errores en el pasado, y ahora tenemos que pagar por ellos.

—¿Errores?

—A veces la gente no perdona, Marty.

—Todo esto… —Marty extendió una mano para abarcar todo el circo— ¿porque la gente no perdona?

—Te lo digo yo, es la mejor razón del mundo.

A Marty le llamaba la atención que Toy se hubiera convertido en un extraño últimamente; que no fuese la figura crucial en la perspectiva mundial del viejo que había sido hasta entonces. ¿Explicaba eso la mirada de amargura que atravesaba su rostro cansado?

—¿Sabes quién es el responsable? —preguntó Marty.

—¿Qué sabremos los boxeadores? —dijo Toy con un inconfundible deje de ironía; y Marty supo al instante que lo sabía todo.

Los días de pánico se convirtieron en una semana sin que hubiese indicios de mejoría. Las caras de los consejeros cambiaban, pero los trajes elegantes y la conversación sofisticada seguían siendo los mismos. A pesar de la afluencia de gente nueva, Whitehead se había vuelto cada vez más descuidado con la seguridad. Cada vez requería menos la presencia de Marty; la crisis parecía haberle quitado de la cabeza la idea del asesinato.

En aquel período hubo algunas sorpresas. El primer domingo, Curtsinger llevó a Marty aparte y emprendió un complicado discurso de seducción que empezó con el boxeo, derivó al placer del contacto físico entre hombres, y terminó con una oferta directa de dinero.

—Solo media hora; nada complicado.

Marty había adivinado lo que se avecinaba unos minutos antes de que Curtsinger se sincerase, y había preparado una negativa amable apropiada. Se separaron amistosamente. Pero aparte de semejantes distracciones, fue una época lánguida. El ritmo de la casa se había roto, y era imposible establecer uno nuevo. El único modo en que Marty podía conservar la cordura era mantenerse fuera de la casa tanto como podía. Esa semana corrió mucho, a menudo daba vueltas y más vueltas alrededor del perímetro de la finca hasta quedarse agotado, y entonces volvía a su habitación, abriéndose paso entre los monigotes bien vestidos que merodeaban por los pasillos. Arriba, cerraba la puerta encantado (para impedirles el paso, no para encerrarse), se duchaba y dormía durante horas el sueño profundo y sin visiones que tanto disfrutaba.

Carys no tenía semejante libertad. Desde la noche en que los perros descubrieron a Mamoulian se le había metido en la cabeza jugar a los espías de vez en cuando. No sabía por qué. Nunca le habían interesado mucho los tejemanejes del Santuario. A decir verdad, había evitado deliberadamente el contacto con Luther, con Curtsinger, y con el resto del séquito de su padre. Ahora, sin embargo, le agitaban sin previo aviso extraños impulsos, como entrar en la biblioteca, en la cocina o en el jardín, y simplemente observar. Esa actividad no la complacía. No entendía gran cosa de lo que se decía; y buena parte de ello no era más que la frívola conversación de las mujeres florero de los financieros. No obstante se sentaba durante horas, hasta haber satisfecho algún vago apetito, y entonces se levantaba, quizá para escuchar otra discusión. Algunos sabían quién era; a quienes no la conocían, se presentaba en pocas palabras. Una vez se habían establecido sus credenciales nadie cuestionaba su presencia.

También fue a ver a Lillian y a los perros al deprimente recinto detrás de la casa. No porque le gustasen los animales, sino porque se sentía impelida a verlos; miraba los cerrojos y las jaulas y a los cachorros que jugaban en torno a su madre. Situaba mentalmente la posición de las perreras en relación a la casa, contando los pasos por si necesitara encontrarlas en la oscuridad, aunque no entendía por qué habría de hacerlo.

En esas excursiones se cuidaba de que no la viesen Martin, ni Toy, ni mucho menos su padre. El propósito concreto del juego era un misterio. Puede que estuviese trazando un mapa del lugar. ¿Por eso recorría la casa de un extremo a otro en varias ocasiones, comprobando una y otra vez su geografía, calculando la longitud de los pasillos, memorizando cómo unas habitaciones conducían a otras? Cualquiera que fuese la razón, esta absurda tarea respondía a una necesidad imprecisa, y solo cuando la había realizado esa necesidad se declaraba satisfecha y la dejaba en paz durante un rato. Al cabo de la semana conocía la casa mejor que nunca; había estado en todas las habitaciones, excepto en la que su padre le había prohibido incluso a ella. Había comprobado todas las entradas y salidas, las escaleras y los pasajes, con la minuciosidad de un ladrón.

Días extraños; noches extrañas. Empezó a preguntarse si estaría volviéndose loca.

El segundo domingo, once días después de que empezara la crisis, Marty fue convocado a la biblioteca. Whitehead estaba allí, quizá pareciese algo cansado, pero la enorme presión a la que estaba sometido no parecía intimidarlo en exceso. Estaba vestido para el exterior; con el abrigo de cuello de piel que había llevado el primer día, en aquella simbólica visita a las perreras.

—Hace días que no salgo de casa, Marty —anunció—, y necesito despejarme. Creo que deberíamos dar una vuelta, tú y yo.

—Iré a por una chaqueta.

—Sí. Y a por la pistola.

Salieron por detrás, evitando a las delegaciones recién llegadas que aún atestaban las escaleras y los pasillos, esperando acceder al santo.

Era un día cálido; el diecisiete de abril. Las sombras de las nubecillas dispersas atravesaban el césped.

—Vayamos a los bosques —dijo el viejo poniéndose en cabeza. Marty lo siguió a una distancia respetuosa de un par de metros, muy consciente de que Whitehead había salido a despejarse, no a hablar.

Los bosques estaban llenos de actividad. La maleza nueva asomaba entre los restos del otoño del año anterior; los pájaros temerarios se lanzaban en picado y se alzaban de nuevo entre los árboles, se oían voces de cortejo en todas las ramas. Caminaron durante varios minutos, sin seguir un camino concreto. Whitehead no levantaba la vista de sus botas. Cuando perdieron de vista la casa y a sus discípulos, el peso del asedio se hizo más evidente en él. Caminaba lentamente entre los árboles, con la cabeza inclinada, indiferente al trino de los pájaros y al nacimiento de las hojas.

Marty estaba disfrutando. Hasta entonces solo había atravesado esa zona corriendo, pero al caminar con lentitud forzada advertía los detalles de los bosques. La mezcla de flores bajo sus pies, los hongos que brotaban entre las raíces, en las zonas húmedas: todo le fascinaba. Recogió algunos guijarros mientras caminaba. Uno tenía la huella fosilizada de un helecho. Pensó en Carys y en el palomar, y sintió un inesperado deseo por ella en los límites de su conciencia. No tenía por qué impedirle el paso, así que le permitió entrar.

Y entonces le asombró la magnitud de sus sentimientos por ella. Sintió que conspiraban contra él; como si en los últimos días, en algún lugar secreto en su interior, sus emociones hubieran transformado el ligero interés que había sentido por Carys en algo más profundo. Pero no tuvo ocasión de resolver el fenómeno. Cuando levantó la mirada del helecho petrificado, Whitehead se le había adelantado un buen trecho. Apretó el paso, apartando los pensamientos de Carys. Zonas de sol y de sombra alternaron entre los árboles cuando las nubecillas que se habían asentado en el viento anteriormente dieron paso a formaciones más densas. El viento había empezado a refrescar; de vez en cuando traía gotas de lluvia.

Whitehead se había levantado el cuello del abrigo y tenía las manos enterradas en los bolsillos. Cuando Marty lo alcanzó, Whitehead lo recibió con una pregunta:

—¿Crees en Dios, Martin?

La pregunta salió de la nada. Marty no estaba preparado y respondió:

—No lo sé. —Era una respuesta bastante honesta, teniendo en cuenta la mayoría.

Pero Whitehead quería más. Le brillaban los ojos.

—No rezo, si se refiere a eso —le ofreció Marty.

—¿Ni siquiera antes del juicio? ¿Una palabra rápida con el Todopoderoso?

No había humor en ese interrogatorio, ni malicioso ni de ninguna otra clase. Marty volvió a responder con tanta honestidad como pudo.

—No lo recuerdo exactamente… Supongo que debí de decir algo entonces, sí —se interrumpió. Por encima de sus cabezas, las nubes pasaban delante del sol—. Pero no me sirvió de mucho.

—¿Y en prisión?

—No; no recé nunca. —Estaba seguro de eso—. Ni una sola vez.

—Pero sin duda habría hombres piadosos en Wandsworth.

Marty pensó en Heseltine, con quien había compartido celda durante unas semanas al principio de su condena. Tiny era un veterano de la prisión, que había pasado más tiempo entre rejas que en la calle. Cada noche musitaba una versión corrupta del padrenuestro en la almohada antes de dormir:
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre,
sin entender las palabras ni su significado, rezando de memoria, hasta que el sentido se perdía sin remedio,
venga a nosotros tu reino, tuya la gloria, por los siglos de los siglos, amén.

¿A eso se refería Whitehead? ¿En la oración de Heseltine habría respeto por el Creador, agradecimiento por la Creación, o incluso anticipación del Juicio?

—No —fue la respuesta de Marty—. No eran piadosos de verdad. ¿De qué sirve…?

Había más allí donde se había originado ese pensamiento, y Whitehead esperó con la paciencia de un buitre. Pero las palabras se quedaron en la lengua de Marty, negándose a ser pronunciadas. El viejo le instó:

—¿Por qué no sirve de nada, Marty?

—Porque todo es accidental, ¿no? Todo es cuestión de azar.

Whitehead asintió casi imperceptiblemente. Hubo un largo silencio entre ellos, hasta que el anciano dijo:

—¿Sabes por qué te escogí, Martin?

—La verdad es que no.

—¿Toy no te dijo nada?

—Me dijo que pensaba que podía hacer el trabajo.

—Bueno, mucha gente me aconsejó que no te escogiera. Pensaban que no eras apropiado, por razones que no hace falta explicar. Ni siquiera Toy estaba seguro. Le caías bien, pero no estaba seguro.

—¿Y usted me dio el trabajo de todas formas?

—Claro que sí.

Marty empezaba a encontrar insufrible el juego del gato y el ratón. Dijo:

—Ahora me va a explicar por qué, ¿verdad?

—Eres un jugador —respondió Whitehead. Marty sintió que había sabido la respuesta mucho antes de que se la dijera—. No te habrías metido en ningún lío si no hubieras tenido que pagar cuantiosas deudas de juego. ¿Tengo razón?

—Más o menos.

—Te gastabas hasta el último penique que ganabas. O eso testificaron tus amigos en el juicio. Lo dilapidabas.

—No siempre. Obtuve algunas ganancias. Grandes ganancias.

Whitehead le dedicó una mirada afilada como un escalpelo.

—Después de todo lo que has pasado, todo lo que has sufrido por tu enfermedad, aún hablas de tus grandes ganancias.

—Recuerdo los buenos tiempos, como haría cualquiera —respondió Marty a la defensiva.

—Suerte.

—¡No! Era bueno, maldita sea.

—Suerte, Martin. Tú mismo lo has dicho hace un momento. Has dicho que todo era cuestión de azar. ¿Cómo se puede ser bueno en algo que es accidental? Eso no tiene sentido, ¿verdad?

Other books

El misterio de Sans-Souci by Agatha Christie
Heart's Surrender by Emma Weimann
I Know What I'm Doing by Jen Kirkman
As Cold As Ice by Mandy Rosko
Between the Stars by Eric Kotani, John Maddox Roberts
Fluke by James Herbert
Ready For You by J. L. Berg
Secrets at Midnight by Nalini Singh