—Marty —fue lo único que dijo. Ni una sonrisa de bienvenida, ni lágrimas.
—Pasaba por aquí —dijo él, procurando afectar indiferencia. Pero en cuanto ella lo vio supo que había cometido un error táctico.
—Pensé que no te dejaban salir… —dijo, y luego se corrigió— o sea, ya sabes, que no te dejaban salir de la finca.
—Pedí un permiso especial —dijo—. ¿Puedo pasar, o hablamos en la puerta?
—Oh… oh, sí. Claro.
Entró, y ella cerró la puerta tras él. Hubo un momento incómodo en el estrecho pasillo. La proximidad parecía exigir que se abrazasen, pero él se sentía incapaz de hacer el gesto, y ella no estaba dispuesta. Se comprometió con una sonrisa claramente falsa y un ligero beso en la mejilla.
—Lo siento —dijo disculpándose por nada en particular. Lo condujo por el pasillo hasta la cocina—. No te esperaba, eso es todo. Pasa. Me temo que la casa está hecha un desastre.
El aire estaba cargado, como si a la casa le hiciera falta una buena ventilación. Había ropa tendida en los radiadores, y la atmósfera era bochornosa, como en la sauna del Santuario.
—Siéntate —dijo ella, quitando una bolsa de comida de una silla—. Enseguida termino.
Había otra pila de ropa sucia en la mesa de la cocina (tan limpia como siempre) y ella empezó a meterla en la lavadora, hablaba con nerviosismo, y evitaba su mirada, concentrada en la tarea que tenía entre manos; las toallas, la ropa interior, las blusas. Marty no reconoció ninguna de las prendas; curioseó la ropa sucia buscando algo que le hubiese visto puesto antes, si no hacía siete años, por lo menos en las visitas a la prisión, pero todo era nuevo.
—No te esperaba… —decía ella mientras cerraba la lavadora y le echaba detergente—. Estaba segura de que llamarías antes. Y mírame; estoy hecha un asco. Dios, tenía que ser precisamente hoy, que tengo tanto que hacer… —Terminó con la lavadora, se arremangó el suéter y dijo—: ¿Café? —Y se volvió a la cafetera a prepararlo sin esperar una respuesta—. Tienes buen aspecto, Marty, de verdad.
¿Cómo lo sabía? Estaba tan atareada que casi no lo había mirado. En cambio él no le quitaba ojo. Se sentó a mirarla mientras ella escurría un trapo en el fregadero para limpiar la encimera, y descubrió que no había cambiado nada en siete años, no mucho, tan solo algunas líneas en su cara. Tenía una sensación parecida al pánico; tendría que controlarse, si no quería ponerse en ridículo.
Ella preparó café; le contó cómo había cambiado el barrio; le habló de Terry, y le explicó cómo había elegido la pintura de la fachada; le dijo lo que costaba el metro desde Mile End hasta Wandsworth; y el buen aspecto que tenía («De verdad que sí, Marty, no lo digo por decir»), habló de todo y de nada. No era la auténtica Charmaine, y eso dolía. Sabía que a ella también. Estaba marcando el tiempo con él, y nada más, llenaba los minutos con palabras vacías, hasta que se desesperase y se fuera.
—Mira —dijo—, tengo que cambiarme, de verdad.
—¿Vas a salir?
—Sí.
—Oh.
—Si me lo hubieras dicho, Marty, te habría hecho un hueco. ¿Por qué no me llamaste?
—A lo mejor podemos salir a cenar alguna vez —sugirió.
—A lo mejor.
Estaba decidida a no comprometerse.
—Estoy muy liada en este momento.
—Me gustaría hablar contigo. Ya sabes, como es debido.
Charmaine estaba perdiendo la paciencia: él conocía muy bien las señales, y ella era consciente de su escrutinio. Recogió las tazas de café y las puso en el fregadero.
—Tengo que darme prisa —dijo—. Hazte más café si quieres. Está en el… bueno, ya sabes dónde está. Aquí hay un montón de cosas tuyas, ya sabes, revistas de motos y cosas así. Te las recogeré. Perdona, tengo que cambiarme.
Charmaine salió al pasillo a toda prisa (corriendo, pensó él), y subió las escaleras. La oyó moverse; nunca había tenido los pies ligeros. El agua corría en el baño. Oyó el ruido de la cisterna. Salió de la cocina y se arrastró hasta el salón. Olía a tabaco, y el cenicero en equilibrio en el brazo del nuevo sofá estaba lleno hasta el borde. Se quedó en la puerta y observó los objetos de la habitación igual que había observado la ropa sucia, buscando algo familiar. Había muy poco. El reloj de la pared era un regalo de boda, y seguía en el mismo sitio. El estéreo del rincón era nuevo, un flamante modelo que probablemente le habría comprado Terry. A juzgar por el polvo que había en la tapa no se usaba con frecuencia, y la colección de discos apilados de cualquier manera junto a él era tan pequeña como siempre. Se preguntó si quedaría entre ellos una copia de Buddy Holly cantando
True Love Ways;
lo habían escuchado juntos tantas veces que probablemente se habría rayado; lo habían bailado en esa misma habitación, no habían bailado exactamente, sino que habían usado la música como excusa para abrazarse, como si les hicieran falta excusas. Era una de esas canciones de amor que le hacían sentirse romántico y triste al mismo tiempo, como si cada una de las frases estuviese cargada de la pérdida del mismo amor que celebraba. Eran las mejores canciones de amor, y las más auténticas.
No podía aguantar más la habitación, y subió las escaleras.
Ella seguía en el baño. La puerta no tenía cerrojo; de niña, se había quedado encerrada en el baño, y tenía tanto miedo de que volviese a ocurrirle lo mismo que siempre había insistido en que no hubiera cerrojo en ninguna de las puertas interiores de la casa. Tenías que silbar en el lavabo para que la gente no entrara. Abrió la puerta. Estaba desnuda a excepción de las bragas; tenía el brazo levantado y se estaba depilando la axila. Lo miró en el espejo y siguió con lo que estaba haciendo.
—No quería más café —dijo él, débilmente.
—Te has acostumbrado a lo bueno, ¿eh? —dijo ella.
Su cuerpo estaba a unos pocos metros, y él sintió su atracción. Conocía cada lunar de su espalda, sabía dónde tenía cosquillas. Sentía que esa intimidad le concedía una especie de propiedad; él la pertenecía por las mismas razones, aunque ella no quisiera ejercer ese derecho. Se acercó y le rozó la espalda por encima de la cintura, y luego deslizó los dedos por su columna.
—Charmaine.
Ella volvió a mirarlo en el espejo, la primera mirada franca que le había dedicado desde su llegada, y él supo que cualquier esperanza de contacto físico entre ellos era una causa perdida. Ella no lo deseaba; y si lo hacía, no estaba dispuesta a admitirlo.
—No estoy disponible, Marty —dijo sencillamente.
—Todavía estamos casados.
—No quiero que te quedes. Lo siento.
Así había empezado ella este encuentro, con un «Lo siento». Y quería terminarlo del mismo modo; no era una auténtica disculpa, sino una forma amable de rechazarlo.
—He pensado en esto muchas veces —dijo él.
—Yo también —respondió ella—, pero dejé de pensar en ello hace cinco años. No servirá de nada; lo sabes tan bien como yo.
Sus dedos estaban en su hombro. Estaba seguro de que había una carga eléctrica en su contacto, de que había un zumbido de excitación entre su carne y la de ella. Sus pezones se habían puesto duros; quizá por la corriente del rellano, quizá porque la había tocado.
—Me gustaría que te fueras —dijo ella en voz muy baja, bajando la vista al lavabo. El temblor de su voz podía dar paso a las lágrimas enseguida. Quería que llorase, aunque fuera mezquino. Si lloraba, la besaría para consolarla, y su consuelo se enardecería a medida que ella se ablandase, y acabarían en la cama; lo sabía. Por eso ella se esforzaba tanto por ocultar sus sentimientos, porque lo sabía tan bien como él, y estaba decidida a no abrirse a su afecto.
»Por favor —volvió a decir, con indiscutible finalidad.
Retiró la mano de su hombro. No había chispa entre ellos; se lo había imaginado todo. Todo había terminado.
—A lo mejor en otro momento. —Murmuró el cliché como si estuviera envenenado.
—Sí —dijo ella, satisfecha de ofrecerle una nota conciliadora, por poco convincente que fuese—. Pero llámame primero.
—No hace falta que me acompañes.
Deambuló durante una hora, esquivando a las hordas de niños que volvían a casa de la escuela, peleándose y hurgándose en la nariz. La primavera también había llegado allí. La naturaleza difícilmente podía ser generosa en circunstancias tan restrictivas, pero se esforzaba cuanto podía. Había flores en los jardincillos de las casas, y en las repisas; los pocos retoños que habían sobrevivido a los vándalos lucían unas encantadoras hojas verdes. Si sobrevivían a la escarcha y a la mala intención durante algunas estaciones más, se harían lo bastante grandes como para que los pájaros anidasen en ellos. Nada exótico: probablemente estorninos pendencieros, como mucho. Pero darían sombra en verano, y la luna se posaría en ellos por la noche, si mirabas por la ventana de tu habitación. Se encontraba lleno de semejantes pensamientos impropios (la luna y los estorninos), como si fuera un adolescente enamorado por primera vez. Había sido un error volver allí; había sido cruel consigo mismo, y también había herido a Charmaine. Sería inútil volver y disculparse, solo complicaría las cosas. La llamaría, como le había sugerido ella, y la invitaría a una cena de despedida. Entonces le diría que estaba preparado para separarse de ella para siempre, fuese o no cierto, y que esperaba verla de vez en cuando, y se despedirían amistosamente, de un modo civilizado, y ella seguiría con su vida, cualquiera que fuese, y él con la suya. Con Whitehead, y con Carys. Sí, con Carys.
Y de repente el llanto se abatió sobre él como una furia, haciéndole pedazos, y se encontró en medio de una calle que no reconocía, cegado por las lágrimas. Los niños que pasaban corriendo lo empujaban, algunos se volvían, algunos veían su angustia y le gritaban obscenidades.
Esto es ridículo
, se dijo, pero los insultos no detendrían el torrente. Así que se arrastró hasta un callejón, tapándose la cara con las manos, y se quedó allí hasta que remitió el ataque. Una parte de él no había sufrido ese acceso emocional. Esa parte lo despreciaba por sollozar, y meneaba la cabeza ante su debilidad y su confusión. Odiaba ver llorar a los hombres, le daba vergüenza ajena; pero no podía negarlo. Estaba perdido, así de sencillo, estaba perdido y asustado. Era una buena razón para llorar.
Cuando dejó de llorar se sintió mejor, pero aún temblaba. Se secó la cara, y se quedó en la intimidad del callejón hasta que recuperó la compostura.
Eran las cinco menos veinte. Ya había estado en Holborn, y había recogido las fresas; fue lo primero que hizo al llegar a la ciudad. Había cumplido su obligación, y había visto a Charmaine, y tenía toda la noche por delante para divertirse. Pero la idea de una noche de aventura había dejado de entusiasmarlo. Los bares estaban a punto de abrir, y podría meterse un par de güisquis para que se le pasaran los calambres del estómago. A lo mejor también le abrían el apetito, pero lo dudaba.
Para pasar el rato antes de que abrieran, se arrastró hasta el centro comercial. Lo habían abierto dos años antes de que lo encerrasen, un laberinto sin alma de azulejos blancos, palmeras de plástico y tiendas de moda. Apenas una década después, parecía que fueran a demolerlo. Los grafitis lo habían desfigurado, los túneles y escaleras estaban sucios, muchas tiendas habían cerrado, y otras tenían tan poco encanto y clientela que seguramente la única opción de los propietarios era prenderlas fuego cualquier noche, cobrar el seguro y poner tierra de por medio. Encontró un pequeño quiosco atendido por un paquistaní de aspecto triste, compró un paquete de cigarrillos y volvió sobre sus pasos hasta El Eclipse.
Lo acababan de abrir, y estaba casi vacío. Había un par de cabezas rapadas jugando a los dardos; y se estaba celebrando una fiesta en el salón: un coro desafinado de «Feliz cumpleaños, Maureen» flotaba desde allí. La televisión emitía las noticias de media tarde; habían subido el volumen, pero no entendía gran cosa con el ruido de los invitados, y de todas formas no le interesaba mucho. Cogió su güisqui y se sentó, y empezó a fumarse el paquete de cigarrillos que había comprado. Se sentía exhausto. El licor, en lugar de levantarle el ánimo, solo hacía que sintiera pesados los miembros.
Empezó a divagar. La libre asociación de ideas evocó imágenes en extraña comunión. Carys, y él, y Buddy Holly. Aquella canción,
True Love Ways,
sonando en el palomar, mientras bailaba con la muchacha en el aire frío.
Cuando logró quitarse las imágenes de la cabeza habían llegado nuevos clientes: un grupo de jóvenes que hacían bastante ruido como para tapar tanto el sonido de la televisión como el de la fiesta de cumpleaños, sobre todo con sus risas, que parecían rebuznos. El centro de la fiesta era sin duda un individuo larguirucho y desgarbado, con una sonrisa tan grande que se habría podido interpretar a Chopin en ella. Marty tardó unos segundos en darse cuenta de que conocía a ese payaso: era Flynn. Flynn era la última persona que pensaba que podría encontrarse en este barrio. Marty se incorporó, mientras la mirada de Flynn (una coincidencia casi mágica) recorría la sala y se detenía en él. Marty se quedó helado, como un actor que hubiese olvidado su próximo movimiento, incapaz de avanzar ni retroceder. No sabía si estaba preparado para una dosis de Flynn. Entonces el rostro del cómico se iluminó al reconocerlo, y ya fue demasiado tarde para retroceder.
—Hostia puta —dijo Flynn. La sonrisa se desvaneció, reemplazada momentáneamente por una mirada de desconcierto total, antes de regresar, más radiante que nunca—. ¡Mirad quién está aquí! —Y se acercó a Marty, con los brazos extendidos en señal de bienvenida y la camisa más hortera jamás creada por el hombre asomando bajo una chaqueta elegante.
»Me cago en la leche. ¡Marty! ¡Marty!
Medio se abrazaron, medio se dieron la mano. Era un encuentro difícil, pero Flynn llenaba los silencios con la eficacia de un vendedor.
—¿Quién lo hubiera dicho? De toda la gente. ¡De toda la gente!
—Hola, Flynn.
Marty se sintió como un primo desaliñado frente a esa máquina de alegría instantánea, llena de chistes y color. Ahora la sonrisa de Flynn era inamovible. Acompañó a Marty al otro lado del bar, le presentó a su público (Marty solo entendió la mitad de los nombres, y no pudo ponerle cara a ninguno) y pidió una ronda de brandi doble para celebrar la vuelta a casa de Marty.
—No sabía que habías salido tan pronto —dijo Flynn, brindando por su víctima—. Por la reducción de condena por buena conducta.