El día tocaba a su fin cuando acabó de preparar la habitación. Oyó pasos en el pasillo, y puertas que se abrían en alguna parte de la casa, mientras los ocupantes de las otras habitaciones volvían del trabajo. Ellos también vivían solos. No sabía el nombre de ninguno; ninguno sabría el suyo, cuando viera que la Policía se lo llevaba.
Se desnudó del todo y se aseó en el lavabo; tenía los testículos pequeños como nueces, pegados al cuerpo; la barriga fláccida y la grasa de sus pechos y de sus brazos temblaban a causa del frío. Cuando estuvo satisfecho con su higiene, se sentó en el borde del colchón y se cortó las uñas de los pies. Luego se puso ropa recién lavada: camisa azul, pantalones grises. No se puso zapatos ni calcetines. Del físico que le avergonzaba, los pies eran su único orgullo.
Casi había oscurecido cuando acabó, y la noche era negra y lluviosa.
Hora de irse,
pensó.
Colocó la silla con cuidado, se subió a ella, y extendió las manos para coger la soga. El lazo estaba demasiado alto, y tuvo que ponerse de puntillas para ajustárselo con firmeza alrededor del cuello, pero lo aseguró con algunas maniobras. Cuando tuvo el nudo bien apretado contra la piel rezó y derribó la silla de una patada.
El pánico empezó de inmediato, y las manos, en las que siempre había confiado, le traicionaron en ese momento crucial, pues salieron disparadas, manoteando la soga mientras esta se tensaba. La caída inicial no le había roto el cuello, pero su columna vertebral era como un enorme ciempiés cosido a su espalda, que se retorcía en todas direcciones, provocándole espasmos en las piernas. El dolor era lo de menos: lo verdaderamente angustioso era estar fuera de control, oler cómo se le soltaban las tripas en los pantalones limpios sin su consentimiento, sentir que su pene se ponía erecto aunque no hubiese un solo pensamiento lascivo en su cabeza congestionada, que sus talones hendían el aire en busca de apoyo, y sus dedos seguían arañando la soga. Ya no le pertenecían, les preocupaba demasiado su propia supervivencia para quedarse quietos y morir.
Pero sus esfuerzos fueron vanos. Lo había planeado demasiado bien como para que se torcieran las cosas. La soga seguía tensándose, las cabriolas del ciempiés se debilitaban. La vida, ese visitante inoportuno, se iría pronto. Había mucho ruido en su cabeza, casi como si estuviera enterrado y pudiese oír todos los sonidos de la tierra. Ruidos torrenciales, el rugido de grandes presas ocultas, la piedra fundida hirviendo. Breer, el gran Tragasables, conocía muy bien la tierra. Había enterrado a muchas bellezas muertas, y se había llenado la boca de tierra como penitencia por la intromisión, la había masticado mientras echaba tierra sobre los cadáveres de color pastel. Los ruidos de la tierra habían tapado todo lo demás: sus jadeos, la música de la radio y el tráfico al otro lado de la ventana. La vista también se le iba; una oscuridad de encaje inundó la habitación, las siluetas que había en ella palpitaban. Sabía que estaba dando vueltas (estaba la cama, ahora el armario, ahora el lavabo), pero las formas espasmódicas se estaban desvaneciendo.
Su cuerpo se había rendido. Tal vez la lengua se agitara, o tal vez imaginase el movimiento, igual que imaginaba el sonido de alguien que lo llamaba por su nombre.
De repente, se quedó completamente ciego, y la muerte se cernió sobre él. Al final no le acompañó un torrente de remordimientos, ni el recuerdo apresurado de una vida oprimida por la culpa. Solo la oscuridad, y después una oscuridad más negra, y finalmente una oscuridad tan profunda que la noche era luminosa en comparación. Y se acabó, fácilmente.
No; no se acabó.
No se acabó del todo. Una ráfaga de sensaciones molestas se abatió sobre él, irrumpiendo en la intimidad de su muerte. Una brisa le azotó el rostro, asaltando sus terminaciones nerviosas. Un aliento hediondo lo ahogó, invadiendo sus fláccidos pulmones sin su permiso.
Se opuso a su propia resurrección, pero su salvador era obstinado. Los contornos de la habitación volvieron a definirse a su alrededor. Primero la luz, luego la forma. Después el color, aunque desvaído y sucio. Los ruidos, los ríos de fuego y piedra líquida, habían desaparecido. Se oía toser, y olía su propio vómito. La desesperación se burló de él. ¿Es que siquiera podía matarse bien?
Alguien dijo su nombre. Meneó la cabeza, pero la voz insistió, y entonces sus ojos, vueltos hacia arriba, encontraron un rostro.
Y no se había acabado, claro que no: ni mucho menos. No había ido al Cielo ni al Infierno. Ninguno de los dos se atrevería a exhibir el rostro que ahora veía.
—Pensé que te había perdido, Anthony —dijo el Último Europeo.
Había levantado la silla que Breer empleara en su intento de suicidio, y se había sentado en ella, tan elegante como siempre. Breer intentó decir algo, pero su lengua parecía demasiado gruesa para su boca, y cuando se la tocó, se manchó los dedos de sangre.
—Estabas tan entusiasmado que te mordiste la lengua —dijo el Europeo—. No podrás comer ni hablar bien durante algún tiempo. Pero se curará, Anthony. Todo se cura con el tiempo.
Breer no tenía fuerzas para levantarse, de modo que se quedó allí tumbado, con el lazo apretado aún contra su cuello, mirando fijamente la soga cortada que colgaba todavía del enganche de la luz. Era evidente que el Europeo la había cortado y le había dejado caer al suelo. Tenía convulsiones, y le castañeteaban los dientes como a un mono loco.
—Estás sufriendo una conmoción —dijo el Europeo—. Quédate ahí… Voy a hacer un poco de té. Lo que te hace falta es un té dulce.
Le costó un poco de esfuerzo, pero Breer consiguió levantarse y llegar a la cama. Tenía los pantalones sucios, por delante y por detrás: se sentía asqueroso. Pero al Europeo no le importaba. Lo perdonaba todo, Breer lo sabía. No había conocido a nadie que fuese tan capaz de perdonar; le humillaban la compañía y los cuidados de semejante humanidad tranquila. Aquel hombre conocía el secreto de su corrupción, y nunca le había dicho ni una sola palabra de reproche.
Breer se incorporó en la cama, sintiendo que la vida reaparecía en su cuerpo destrozado, y observó al Europeo mientras preparaba el té. Los dos eran muy distintos. Breer siempre se había sentido sobrecogido ante él. Pero ¿acaso no le había dicho el Europeo en una ocasión: «soy el último de mi tribu, Anthony, igual que tú eres el último de la tuya. Somos iguales en muchos aspectos»? Breer no había comprendido el significado de esa observación la primera vez que la había escuchado, pero había llegado a comprenderla con el tiempo. «Soy el Ultimo Europeo auténtico; tú eres el último de los Tragasables. Debemos ayudarnos». Y el Europeo lo había ayudado, en efecto, evitando que lo capturasen en dos o tres ocasiones, celebrando sus transgresiones, enseñándole que ser un Tragasables era una condición muy noble. A cambio de esa educación no le había pedido casi nada: solo algunos favores de poca importancia. Pero Breer no era tan confiado como para no sospechar que llegaría el momento en que el Último Europeo («por favor, llámame señor Mamoulian», solía decir, aunque Breer nunca había podido acostumbrarse a un nombre tan cómico), ese extraño compañero, le pediría ayuda a él. Y no le pediría una chapucilla; sería algo terrible. Breer lo sabía, y lo temía.
Había esperado librarse de saldar esa deuda al morir. No se habían visto en seis años, pero cuanto más tiempo había pasado alejado del señor Mamoulian, más había llegado a asustarle su recuerdo. La imagen del Europeo no se había desvanecido con el tiempo: más bien lo contrario. Sus ojos, sus manos, la caricia de su voz, habían permanecido claros como el agua cuando los acontecimientos del día anterior se habían difuminado. Era como si Mamoulian nunca se hubiese marchado en realidad, como si hubiera dejado un pequeño fragmento de sí mismo en la cabeza de Breer para que limpiase su imagen cuando el tiempo la ensuciara; para vigilar los movimientos de su sirviente.
Así que no era de extrañar que hubiese llegado en ese preciso instante, interrumpiendo la escena de su muerte antes del desenlace. Tampoco era de extrañar que ahora le hablase como si nunca se hubieran separado, como si él fuera el amante esposo y Breer la devota esposa, y los años nunca hubieran pasado. Breer observaba a Mamoulian mientras iba y venía del fregadero a la mesa, preparando el té, buscando la tetera, poniendo las tazas, realizando esos actos domésticos con una economía hipnótica. Entonces supo que tendría que saldar la deuda. No habría oscuridad hasta entonces. Al pensar en ello, Breer empezó a sollozar en silencio.
—No llores —dijo Mamoulian, sin volverse del fregadero.
—Quería morir —murmuró Breer. Las palabras salieron como si tuviera la boca llena de guijarros.
—No puedes perecer aún, Anthony. Me debes un poco de tiempo. Seguro que lo entiendes.
—Quería morir —era lo único que Breer repetía a modo de respuesta. No quería odiar al Europeo, porque él lo sabría. Seguro que lo percibiría, y tal vez perdiese los estribos. Pero era muy difícil: el rencor asomaba a través de los sollozos.
—¿La vida te ha tratado mal? —preguntó el Europeo.
Breer sorbió por la nariz. No quería un padre confesor, quería la oscuridad. ¿Es que Mamoulian no entendía que estaba más allá de las explicaciones, más allá de la cura? Era una mierda pinchada en un palo, lo más despreciable de la creación. No podía redimirse. Su imagen de sí mismo como Tragasables, como el último representante de una tribu que antaño fuera terrible, había mantenido intacta su autoestima durante algunos años cruciales, pero hacía mucho que la fantasía había perdido su poder para justificar su maldad. Era imposible que ese truco volviese a funcionar. Breer sabía que no era más que un truco, y odiaba a Mamoulian aún más por haberlo manipulado. Sólo pensaba:
Quiero estar muerto.
¿Había dicho las palabras en voz alta? No era consciente de ello, pero Mamoulian le respondió como si en efecto lo hubiese hecho.
—Claro que sí. Lo comprendo, de verdad. Crees que es una fantasía: las tribus y los sueños de salvación. Pero créeme, no lo es. Aún hay propósito en el mundo. Para los dos.
Breer se frotó los ojos hinchados con el dorso de la mano, e intentó controlar sus sollozos. Por lo menos ya no le castañeteaban los dientes.
—¿Tan crueles han sido los años? —preguntó el Europeo.
—Sí —dijo Breer hoscamente.
El otro asintió, dedicándole una mirada compasiva al Tragasables; o siquiera, una buena imitación de esta.
—Por lo menos no te han encerrado —dijo—. Has tenido cuidado.
—Tú me enseñaste cómo —admitió Breer.
—Solo te enseñé lo que ya sabías, pero los demás te habían confundido tanto que no podías verlo. Si lo has olvidado, puedo volver a enseñártelo.
Breer bajó la vista hacia el té dulce sin leche que el Europeo había puesto en la mesita de noche.
—¿O es que ya no confías en mí?
—Las cosas han cambiado —murmuró Breer con la boca espesa.
Mamoulian suspiró a su vez. Volvió a sentarse y sorbió el té antes de responder:
—Sí, me temo que tienes razón. Aquí hay cada vez menos sitio para nosotros. Pero ¿significa eso que tenemos que darnos por vencidos y morir?
Breer observó el rostro aristocrático y sobrio, los pozos encantados de sus ojos, y empezó a recordar por qué había confiado en ese hombre. El miedo que había sentido disminuía, así como la rabia. La atmósfera era tranquila, y la tranquilidad se filtraba en su organismo.
—Tómate el té, Anthony.
—Gracias.
—Y creo que luego deberías cambiarte de pantalones.
Breer enrojeció, no pudo evitarlo.
—Tu cuerpo reaccionó con naturalidad, no hay de qué avergonzarse. El semen y la mierda mueven el mundo.
El Europeo se rió con suavidad, sosteniendo la taza de té frente a sus labios, y Breer se unió a él, pues no creía que la broma fuese a su costa.
—Nunca te olvidé —dijo Mamoulian—. Te dije que volvería a por ti, y lo dije en serio.
Breer sostenía su taza de té con manos todavía temblorosas, y se enfrentó a la mirada de Mamoulian. Era tan insondable como recordaba, pero Breer sintió simpatía por él. Como le había dicho, no lo había olvidado, no se había marchado para siempre. Tal vez tuviese sus razones para encontrarse allí en ese momento, tal vez hubiese venido a exigirle el pago de una vieja deuda, pero eso era preferible a que a uno lo olvidasen por completo, ¿no?
—¿Por qué has vuelto? —preguntó, dejando la taza en la mesa.
—Tengo un asunto pendiente —respondió Mamoulian.
—¿Y necesitas mi ayuda?
—En efecto.
Breer asintió. Había dejado de llorar. El té le había sentado bien: se sentía con fuerzas para hacer un par de preguntas impertinentes.
—¿Qué pasa conmigo? —replicó.
El Europeo frunció el ceño ante la pregunta. La lámpara que había junto a la cama parpadeó, como si la bombilla estuviera a punto de fundirse.
—¿Qué pasa contigo? —preguntó.
Breer sabía que se movía en un terreno resbaladizo, pero estaba decidido a mantenerse fuerte. Si Mamoulian quería su ayuda, tendría que darle algo a cambio.
—¿Qué saco yo de esto? —preguntó.
—Puedes volver a estar conmigo —dijo el Europeo.
Breer gruñó. La oferta no era muy tentadora.
—¿No te basta con eso? —Quiso saber Mamoulian. La luz de la lámpara vacilaba cada vez más, y Breer había perdido su gusto por la impertinencia de repente.
»Respóndeme, Anthony —insistió el Europeo—. Si tienes alguna objeción, dila.
El parpadeo empeoraba. Breer sabía que había cometido un error al presionar a Mamoulian para llegar a un acuerdo. Había olvidado que el Europeo odiaba regatear. Se tocó por instinto el surco que el lazo le había dejado en torno al cuello; era profundo y permanente.
—Lo siento… —dijo débilmente.
Justo antes de que la bombilla se apagara por completo, vio que Mamoulian meneaba la cabeza. Un movimiento imperceptible, como un tic. Luego la habitación se sumió en la oscuridad.
—¿Estás conmigo, Anthony? —murmuró el Último Europeo.
Su voz, por lo general tan uniforme, estaba increíblemente crispada.
—Sí… —respondió Breer. Sus ojos perezosos no se acostumbraban a la oscuridad con la rapidez de siempre. Los entornó, tratando de distinguir la forma del Europeo en la penumbra que lo rodeaba. No tendría que haberse molestado. En cuestión de segundos algo al otro lado de la habitación pareció encenderse y de repente, por increíble que fuera, el Europeo empezó a emitir su propia luz.