El juego de las maldiciones (12 page)

Read El juego de las maldiciones Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El juego de las maldiciones
3.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Diecisiete, dieciocho…

Él observó su espalda. Su corte de pelo era desigual a la altura de la nuca. El abrigo que llevaba le quedaba grande: supuso que ni siquiera era suyo. ¿Quién era? ¿La hija de Pearl?

Ella había dejado de contar. Metió la mano en uno de los agujeros, y emitió un pequeño sonido de descubrimiento al encontrar algo. Marty cayó en la cuenta de que era un escondite. Ella estaba a punto de confiarle un secreto. Se volvió y le mostró su tesoro.

—Había olvidado lo que escondía aquí —dijo.

Era un fósil, o más bien un fragmento de fósil, una concha espiral que había yacido en el fondo de algún mar prehistórico, cuando el mundo era joven. La muchacha estaba acariciando las hendiduras, donde se acumulaban las motas de polvo. A Marty se le ocurrió, al observar la intensidad de su relación con aquel trozo de piedra, que no estaba bien de la cabeza. Pero la idea se desvaneció cuando ella levantó la vista y lo miró; los ojos eran demasiado claros, demasiado obstinados. Si estaba loca, su locura era premeditada, una veta de locura que a ella le divertía. La muchacha le sonrió como si supiera en qué estaba pensando: la astucia y el encanto se mezclaban a partes iguales en su rostro.

—Entonces, ¿no hay palomas? —dijo.

—No, ni las ha habido, desde que yo estoy aquí.

—¿Ni siquiera unas pocas?

—Si tienes pocas se mueren en invierno. Si tienes el palomar lleno se dan calor unas a otras. Pero cuando solo hay unas cuantas no generan bastante calor, y se congelan.

Él asintió. Parecía una lástima dejar el edificio vacío.

—Deberían volver a llenarlo.

—No sé —dijo ella—. A mí me gusta como está.

Volvió a poner el fósil en su escondite.

—Ahora ya conoces mi lugar secreto —dijo, y la astucia desapareció; todo era encanto. Marty estaba en trance.

—No sé cómo te llamas.

—Carys —dijo ella, y al cabo de un momento añadió—: Es galés.

—Ah.

No podía evitar mirarla. Ella parecía apurada de repente, y volvió rápidamente a la puerta, agachándose para salir al exterior. Había empezado a llover, una llovizna suave de mediados de marzo. Se puso la capucha del abrigo; él se puso la del chándal.

—¿Te apetece enseñarme el resto de los terrenos? —dijo, sin saber si era la pregunta adecuada, pero convencido de que no quería que acabase aquella conversación sin alguna posibilidad de que volvieran a encontrarse. Ella le respondió con un sonido evasivo. Las comisuras de sus labios apuntaban hacia abajo.

»¿Mañana? —dijo él.

Esta vez ella no le respondió en absoluto. Por el contrario, echó a andar en dirección a la casa. Marty la siguió, consciente de que la conversación se acabaría si no encontraba el modo de animarla.

—Es extraño estar en la casa sin nadie con quien hablar —dijo.

Eso al parecer le tocó una fibra sensible.

—Es la casa de papá —se limitó a responder—. Los demás solo vivimos aquí.

Papá. Así que era su hija. Entonces reconoció la boca del viejo, las comisuras caídas que en él parecían estoicas, y en ella, tan solo tristes.

—No se lo digas a nadie —dijo ella.

Marty supuso que se refería a su encuentro, pero no la presionó. Tenía preguntas más importantes que hacerle, si es que no salía corriendo antes. Quería indicarle su interés en ella. Pero no se le ocurría nada que decir. Le desconcertaba el cambio de ritmo tan brusco que se había producido en ella, de una conversación amable y elíptica a otra tan apresurada.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella se volvió a mirarlo, y bajo la capucha casi parecía que estuviese de luto.

—Tengo que darme prisa —dijo—. Me están buscando.

Apretó el paso, indicando con la inclinación de sus hombros que no deseaba que la siguiera. El se dio por vencido y aflojó el paso, dejando que volviese a la casa sin dedicarle una mirada ni un gesto.

En lugar de regresar a la cocina, donde tendría que soportar las bromas de Pearl mientras desayunaba, empezó a correr de nuevo por el campo, manteniéndose lejos del palomar, hasta que llegó a la valla exterior, y luego se castigó a dar otra vuelta completa. Cuando se adentró en los bosques empezó a recorrer el suelo con la mirada sin querer, buscando fósiles.

17

Dos días después, alrededor de las once y media de la noche, Whitehead lo llamó por teléfono.

—Estoy en el estudio —dijo—. Me gustaría hablar con usted.

El estudio estaba en sombras. Había media docena de lámparas, pero solo estaba encendido el flexo del escritorio, y no iluminaba la habitación, sino un montón de papeles. Whitehead estaba sentado en la silla de cuero junto a la ventana. En la mesa que tenía al lado había una botella de vodka y un vaso casi vacío. No se volvió cuando Marty llamó a la puerta y entró, sino que se dirigió a él desde su ventajosa posición frente al césped iluminado.

—Creo que ya es hora de que le dé un poco más de cuerda, Strauss —dijo—. Hasta ahora ha hecho un buen trabajo. Estoy satisfecho.

—Gracias, señor.

—Bill Toy se quedará mañana a pasar la noche, y Luther también, así que puede aprovechar para ir a Londres.

Habían pasado casi ocho semanas exactas desde que Marty llegase a la finca y por fin recibía una indicación tentativa de que su puesto era seguro.

—Le he dicho a Luther que le proporcione un vehículo. Hable con él cuando llegue. Y en el escritorio hay un poco de dinero para usted…

Marty echó un vistazo al escritorio; había un fajo de billetes, en efecto.

—Adelante, cójalo.

Marty sintió un cosquilleo en los dedos, pero controló su entusiasmo.

—Cubrirá la gasolina y una noche en la ciudad.

Marty no contó los billetes; tan solo los dobló y se los metió en el bolsillo.

—Gracias, señor.

—Ahí también hay una dirección.

—Sí, señor.

—Cójala. La tienda es de un hombre llamado Halifax. Me proporciona fresas fuera de temporada. ¿Me haría el favor de recoger el pedido?

—Claro.

—Es el único recado que quiero que me haga. El resto del tiempo puede hacer lo que le plazca, siempre y cuando este aquí el sábado a media mañana.

—Gracias.

Whitehead alargó la mano para coger el vaso de vodka, y Marty pensó que se volvería a mirarlo, pero no lo hizo. Al parecer, la entrevista había terminado.

—¿Eso es todo, señor?

—¿Todo? Sí, creo que sí. ¿Usted no?

Whitehead no se había acostado sobrio desde hacía meses. Había empezado a emplear el vodka como somnífero cuando comenzaron los terrores nocturnos; al principio solo habían sido un par de vasos, para embotar el miedo, pero luego había aumentado la dosis a medida que su cuerpo se volvía inmune al alcohol. No le gustaba emborracharse. Odiaba que la cabeza le diera vueltas cuando se acostaba, y que sus propios pensamientos le susurrasen al oído. Pero temía más al miedo.

En ese momento, mientras observaba el césped, un zorro se adentró en el círculo de luz que proyectaba uno de los focos, pálido en la brillante luminosidad, y miró fijamente la casa. El reposo le concedía perfección; sus ojos, que atrapaban luz, brillaban en su cabeza alzada. Esperó un momento. De pronto pareció percibir el peligro (quizás a los perros), se dio la vuelta y desapareció. Whitehead siguió mirando el punto donde había estado mucho después de que hubiese huido, esperando en vano que volviera y compartiera su soledad durante un rato. Pero el zorro tenía otros asuntos que atender esa noche.

Hubo un tiempo en que él también había sido un zorro: esbelto y astuto; un vagabundo de la noche. Pero las cosas habían cambiado. La providencia había sido generosa, y sus sueños se habían hecho realidad; y el zorro, siempre dado a cambiar de forma, se había vuelto gordo y perezoso. El mundo también había cambiado: se había convertido en una geografía de beneficios y pérdidas. Las distancias se habían reducido al alcance de su autoridad. Con el tiempo, había olvidado su vida anterior.

Pero últimamente la recordaba cada vez más, con detalles vividos, pero llenos de reproches, aunque los acontecimientos del día anterior estuvieran borrosos. Pero en lo más profundo de su corazón sabía que no era posible volver a aquel dichoso estado.

Y ahora, ¿qué?; era un viaje hacia un lugar sin esperanza, donde ninguna señal le indicaría derecha o izquierda, pues todas las direcciones eran iguales, donde no habría una colina, ni un árbol, ni una habitación que le indicase el camino. Qué sitio. Qué sitio más terrible.

Pero no estaría solo allí. Tendría un acompañante en aquella nada.

Y cuando llegase el momento, cuando viese aquella tierra y a su ocupante desearía, oh, Dios, cómo desearía haber seguido siendo un zorro.

III

El Último Europeo

18

Anthony Breer, el Tragasables, volvió a su diminuto apartamento a media tarde, se preparó un café instantáneo en su taza favorita, y bajo la luz tenue se sentó a la mesa y empezó a hacer un lazo. Había sabido desde primera hora de la mañana que aquel era el día. No hacía falta ir a la biblioteca; si con el tiempo se percataban de su ausencia y le escribían, exigiendo saber dónde estaba, no les respondería. Además, el cielo al amanecer le había parecido tan sucio como sus sábanas, y siendo un hombre racional, se había preguntado: «¿para qué molestarse en lavar las sábanas cuando el mundo está tan sucio, y yo estoy tan sucio, y es imposible limpiar siquiera un poco? Lo mejor es acabar con esta miserable existencia de una vez por todas».

Había visto muchos ahorcados. Solo en fotografías, claro, en un libro sobre crímenes de guerra que había robado del trabajo, con una advertencia: «No poner en los estantes abiertos al público. Entregar solo a petición de los usuarios». La advertencia había puesto en marcha su imaginación: era un libro que en realidad no estaba hecho para que la gente lo viera. Lo había metido sin abrir en su bolsa, sabiendo por el título,
Documentos soviéticos sóbrelas atrocidades nazis,
que era un volumen casi tan delicioso en la expectación como en la lectura. Pero se había equivocado. Aunque se le había hecho la boca agua todo el día, sabiendo que su bolsa contenía aquel tesoro prohibido, ese placer no había sido nada en comparación con las revelaciones del libro. Había imágenes de las ruinas quemadas de la cabaña de Chekhov en Istra, y de la profanación de la residencia de Tchaikovsky. Pero sobre todo, y por encima de todo, había fotografías de cadáveres. Algunos amontonados, otros congelados en la nieve ensangrentada. Niños con el cráneo destrozado, soldados que yacían en las trincheras con un disparo en la cabeza, otros con esvásticas grabadas en el pecho y en las nalgas. Pero a los ojos ávidos del Tragasables las mejores fotografías eran las de los ahorcados. Había una que Breer miraba muy a menudo. Era la imagen de un joven atractivo que estaban ahorcando en un patíbulo improvisado. El fotógrafo lo había capturado en sus últimos momentos, mirando directamente a la cámara, con una sonrisa triste y beatífica en su rostro.

Esa era la mirada que quería que encontrasen en su rostro cuando derribasen la puerta de aquella habitación y lo encontrasen colgando, meciéndose en la brisa del pasillo. Pensó en cómo lo mirarían, se lamentarían y menearían la cabeza, admirando sus pies blanquísimos y su coraje al hacer algo tan tremendo. Y mientras pensaba, hacía y deshacía el lazo, decidido a hacer un trabajo lo más profesional que pudiera.

Solo le preocupaba la confesión. Aunque trabajaba con libros todo el tiempo, las palabras no eran su fuerte: se le escapaban, igual que la belleza escapaba de sus manos regordetas. Pero quería decir algo de las niñas, para que quienes lo encontrasen y le tomasen fotografías supieran que no estaban mirando a un don nadie, sino a un hombre que había hecho cosas horribles por las mejores razones posibles. Era vital que supieran quién era, porque quizá con el tiempo podrían entenderle, así como él nunca había sido capaz de entenderse a sí mismo.

Sabía que también tenían formas de interrogar a los muertos. Le acostarían en una cámara frigorífica y le examinarían minuciosamente, y cuando le hubieran estudiado por fuera empezarían a mirarlo por dentro, y qué cosas encontrarían. Le serrarían el cráneo para extraer el cerebro; lo examinarían en busca de tumores, lo cortarían en rodajas muy finas como si fuera jamón caro, lo analizarían de cien maneras distintas para descubrir el cómo y el por qué. Pero no serviría de nada, ¿verdad? Él lo sabía mejor que nadie. Despedazas algo que está vivo y es hermoso para descubrir cómo está vivo y por qué es hermoso, y antes de que te des cuenta ya no es ninguna de las dos cosas, y tienes la cara manchada de sangre y los ojos llenos de lágrimas, y solo te queda el terrible dolor de la culpa. No, no sacarían nada en claro de su cerebro, tendrían que buscar más abajo. Tendrían que abrirlo desde el cuello hasta el pubis, cortarle las costillas y separarlas. Únicamente entonces podrían desenredar sus tripas, hurgar en su estómago, y hacer malabarismos con su hígado y sus entrañas. Y allí, oh, sí, allí sí que encontrarían un buen espectáculo.

Tal vez esa fuera la mejor confesión, pensó mientras hacía el lazo por última vez. Era inútil buscar las palabras adecuadas, porque al fin y al cabo, ¿qué eran las palabras? Eran basura, inútiles en el meollo de las cosas. No, sabrían todo lo necesario si miraban en su interior. Sabrían la historia de las niñas perdidas, sabrían la gloria de su martirio. Y sabrían, de una vez por todas, que pertenecía a la tribu de los Tragasables.

Terminó el lazo, se preparó otra taza de café, y empezó a asegurar la soga. Primero quitó la lámpara que colgaba en medio del techo, y luego puso el lazo en su lugar. Era fuerte. Se columpió en él durante unos segundos para asegurarse, y aunque las vigas protestaron un poco y una fina lluvia de yeso cayó sobre su cabeza, el lazo aguantó su peso.

La tarde avanzaba; estaba cansado, y la fatiga le volvía más torpe de lo habitual. Ordenó su habitación; estaba gordo como un cerdo y suspiraba al recoger las sábanas sucias y esconderlas, aclarar su taza de café y derramar la leche con cuidado para que no se cortase antes de que llegaran. Encendió la radio mientras trabajaba; ayudaría a tapar el sonido de la silla cuando la derribase, llegado el momento: había otras personas en la casa, y no deseaba un indulto de última hora. La emisora de radio llenó la habitación con las típicas frivolidades: canciones de amor, pérdida y amor reencontrado. Mentiras crueles y dolorosas, todas ellas.

Other books

Leaving Orbit by Margaret Lazarus Dean
The Fourth Trumpet by Theresa Jenner Garrido
Hall of Infamy by Amanita Virosa
King George by Steve Sheinkin
There and Back Again by Sean Astin with Joe Layden
Grounded (Grounded #1) by Heather Young-Nichols
Blaze by Kaitlyn Davis
Angel, Archangel by Nick Cook