—Tú no eres como Nick —dijo—, se nota.
—¿Era raro? —dijo Marty—. ¿Tenía un ojo de cristal o algo así?
—Bueno, él no era… —al parecer, se arrepintió de haber sacado ese tema de conversación antes de que esta empezase siquiera—. No importa —dijo, atajándolo.
—No. Continúa.
—Bueno, si sirve de algo, creo que tenía deudas.
Marty intentó no aparentar más que un ligerísimo interés, pero ella debió de ver algo en sus ojos, quizá un destello de pánico, porque frunció el ceño.
—¿Qué clase de deudas? —preguntó a la ligera.
Las tostadas reclamaron la atención de Pearl, que fue a recogerlas y las llevó a la mesa.
—Perdón por los dedos —dijo.
—Gracias.
—No sé cuánto debía.
—No, no digo cuánto, quiero decir… ¿de dónde salían?
Marty se preguntó si le parecería una pregunta frívola, o si sabría por el modo en que aferraba el tenedor, o por su repentina pérdida de apetito, que era una pregunta significativa. Comoquiera que le pareciese, tenía que hacerla. Ella pensó un momento antes de contestar. Cuando lo hizo, bajó ligeramente la voz, en señal de complicidad; lo que dijera a continuación tendría que ser un secreto entre los dos.
—Bajaba aquí a todas horas para llamar por teléfono. Decía que llamaba a gente del negocio, por lo visto era un especialista de cine, o lo había sido, pero pronto me di cuenta de que estaba apostando. Supongo que de ahí salían las deudas. Del juego.
De algún modo Marty había sabido la respuesta. Planteaba otra pregunta, desde luego: ¿era solo una coincidencia que Whitehead hubiese contratado a dos guardaespaldas, ambos jugadores en algún momento de sus vidas? ¿Ambos, al parecer, ladrones por afición? Toy nunca había demostrado mucho interés en ese aspecto de la vida de Marty, pero por otro lado, quizá todos los hechos destacados estaban en el expediente que Somervale siempre llevaba consigo: los informes de los psicólogos, las transcripciones del juicio, todo cuanto a Toy le haría falta saber sobre el vicio que le había empujado al robo. No quiso darle importancia a la inquietud que le producía todo eso. ¿Qué demonios importaba? Era agua pasada; ya estaba curado.
—¿Has terminado con el plato?
—Sí, gracias.
—¿Más café?
—Yo lo cojo.
Pearl recogió el plato de Marty, puso la comida sobrante en otro plato, («para los pájaros», dijo), y empezó a llenar el lavavajillas con platos, cubertería y sartenes por igual. Marty volvió a llenarse la taza y la miró mientras trabajaba. Era una mujer atractiva; la madurez le sentaba bien.
—¿Cuántos empleados tiene Whitehead en total?
—El señor Whitehead —dijo ella, corrigiéndole con suavidad—. ¿Empleados? Bueno, estoy yo. Voy y vengo, como te he dicho. Y está el señor Toy, por supuesto.
—Él tampoco vive aquí, ¿no?
—Pasa la noche aquí cuando celebran conferencias.
—¿Eso pasa con frecuencia?
—Oh, sí. Se celebran muchas reuniones en la casa. La gente entra y sale todo el tiempo. Por eso al señor Whitehead le preocupa tanto la seguridad.
—¿Va a Londres alguna vez?
—Ahora ya no —dijo ella—. Antes viajaba mucho: a Nueva York, Hamburgo, y sitios así; pero ahora ya no. Ahora pasa aquí todo el año y hace que el resto del mundo venga a verlo a él. ¿Dónde estaba?
—El personal.
—Oh, sí. Antes este sitio estaba lleno de gente. Había guardias de seguridad, criados, doncellas. Pero luego el señor Whitehead se volvió muy suspicaz. Pensó que alguno podía envenenarlo o asesinarlo en la bañera. Así que los despidió a todos: así de fácil. Dijo que estaba más contento con solo unos pocos; aquellos en los que confiaba. Así no estaba rodeado de gente que no conocía.
—A mí no me conoce.
—Todavía no. Pero es muy listo: más que nadie que yo haya conocido.
Sonó el teléfono. Ella lo cogió. Marty adivinó que al otro lado estaba Whitehead, porque Pearl reaccionó como si la hubieran pillado con las manos en la masa.
—Oh… sí. Es culpa mía. Estaba hablando conmigo. Ahora mismo. —Colgó enseguida—. El señor Whitehead te está esperando. Será mejor que te des prisa. Está con los perros.
Las perreras estaban detrás de un conjunto de cabañas, que quizá habían sido establos en el pasado, a unos doscientos metros por detrás de la casa principal. Eran un amasijo de cobertizos y cercados de alambre esparcidos, construidos para desempeñar su función, sin preocuparse por la estética arquitectónica; eran feísimas.
Hacía frío al aire libre, y mientras cruzaba la hierba crujiente en dirección a las perreras, Marty se arrepintió enseguida de no haberse puesto una chaqueta. Pero había advertido cierta urgencia en la voz de Pearl cuando le instó a marcharse, y no quería que Whitehead (no, tenía que aprender a pensar en él como el señor Whitehead) siguiera esperándolo. Pero resultó que el gran hombre no parecía disgustado por su retraso.
—He pensado que podíamos echarle un vistazo a los perros esta mañana. Y luego quizá demos una vuelta por los terrenos, ¿sí?
—Sí, señor.
Llevaba un pesado abrigo negro, el grueso cuello de piel le envolvía la cabeza.
—¿Le gustan los perros?
—¿Sinceramente, señor?
—Por supuesto.
—No mucho.
—¿Le mordieron a su madre, o a usted? —Había un amago de sonrisa en los ojos inyectados en sangre.
—A ninguno de los dos, que yo recuerde, señor.
Whitehead gruñó.
—Pues está a punto de conocer a la tribu, Strauss, le guste o no. Es importante que lo reconozcan. Están entrenados para hacer pedazos a los intrusos. No queremos que se equivoquen.
Una figura emergió de uno de los cobertizos más grandes, llevando una correa metálica. Marty tuvo que mirar dos veces al recién llegado para comprobar si se trataba de un hombre o de una mujer. El pelo corto, el anorak raído y las botas eran masculinos; pero algo en el molde de la cara traicionaba la ilusión.
—Esta es Lillian. Se ocupa de los perros.
La mujer asintió a modo de saludo sin mirarlo siquiera.
Cuando apareció ella, algunos perros (alsacianos grandes y peludos) salieron de las perreras al camino de cemento, y se pusieron a olisquearla a través del alambre, aullando en señal de bienvenida. Ella intentó en vano acallarlos; los aullidos subieron de tono hasta convertirse en ladridos, y un par de perros se alzaron sobre sus cuartos traseros contra la valla, hasta la altura de un hombre, moviendo el rabo frenéticamente. El estrépito aumentó.
—Callaos —les espetó, y casi todos guardaron silencio escarmentados. Pero un macho más grande que los otros siguió de pie contra el alambre, reclamando su atención, hasta que Lillian se quitó el guante de cuero y metió los dedos por la valla para rascar su peluda garganta.
—Martin sustituye a Nick —dijo Whitehead—. Va a estar siempre aquí a partir de ahora. He pensado que debía conocer a los perros, y que los perros lo conociesen a él.
—Tiene sentido —respondió Lillian sin entusiasmo.
—¿Cuántos hay? —preguntó Marty.
—¿Adultos? Nueve. Cinco machos, cuatro hembras. Este es
Saúl
—dijo, refiriéndose al perro que estaba acariciando—. Es el mayor, y el más grande. El macho de la esquina es
Job.
Es uno de los hijos de
Saúl.
Ahora no se encuentra bien.
Job
se había tendido en la esquina del cercado y se lamía los testículos con cierto entusiasmo. Al parecer sabía que se había convertido en el centro de atención, porque levantó la vista de su aseo por un momento. En la mirada que les dirigió estaba todo lo que Marty odiaba de su especie: la amenaza, la astucia, el resentimiento apenas disimulado hacia sus amos.
—Las perras están ahí…
Había dos perras trotando a lo largo del cercado.
—La más clara es
Dido,
y la más oscura es
Zoe
.
Resultaba extraño escuchar los nombres de esas bestias; parecían del todo inapropiados. Y a ellas sin duda les disgustaban; probablemente se burlaban de la mujer a sus espaldas.
—Ven aquí —dijo Lillian llamando a Marty como si este fuera un miembro de su carnada. Como ellos, él acudió.
—Saúl —le dijo al animal tras el alambre—, este es un amigo. Acércate —le dijo a Marty—, no puede olerte desde ahí.
El perro se había puesto a cuatro patas. Marty se acercó al alambre con precaución.
—No tengas miedo. Acércate a él. Deja que te huela bien.
—No les gusta el miedo —dijo Whitehead—. ¿Verdad, Lillian?
—Verdad. Si lo huelen, saben que estás en su poder. Entonces no tienen piedad. Tienes que enfrentarte a ellos.
Marty se acercó al perro, que lo miraba con descaro; le devolvió la mirada.
—No intentes sostenerle la mirada —le aconsejó Lillian—. Los pone agresivos. Déjale captar tu olor, para que te conozca.
Saúl le olisqueó las piernas y la entrepierna a través de la valla. Marty se sintió muy incómodo. Luego el perro se alejó, aparentemente satisfecho.
—Con eso basta —dijo Lillian—. La próxima vez sin alambre. Y dentro de poco podrás sacarlo a pasear. —Marty sabía que a ella le divertía su nerviosismo. Pero no dijo nada; se limitó a seguirla al cobertizo más grande.
»Ahora tienes que conocer a
Bella
—dijo.
En las perreras el olor a desinfectante, orina rancia y perros era abrumador. La llegada de Lillian fue recibida con otra ronda prolongada de ladridos y sacudidas del alambre. Había un pasillo en el centro del cobertizo, con jaulas a derecha e izquierda. En dos de ellas había un solo animal; las dos eran perras, pero una era mucho más pequeña que la otra. Lillian le contó brevemente los detalles a medida que pasaban las jaulas: los nombres de los perros y el lugar que ocupaban en el incestuoso árbol genealógico. Marty prestaba atención a cuanto ella le decía, pero lo olvidaba de inmediato. Pensaba en otras cosas. La cercanía de los perros no era lo único que lo enervaba, también la angustiosa familiaridad del interior. El pasillo; las celdas con suelo de cemento, mantas, bombillas desnudas: se sentía como en casa. Y empezó a ver a los perros de otra forma; vio otro significado en la mirada ceñuda de
Job,
mientras levantaba la vista de sus abluciones; entendió, mejor de lo que nunca podrían Lillian o Whitehead, cómo esos prisioneros debían de mirarlo a él y a los de su especie.
Se detuvo a mirar al interior de una de las jaulas; no porque tuviera un interés particular, sino para distraerse de la ansiedad que sentía en esa claustrofóbica caseta.
—¿Cómo se llama este? —preguntó.
El perro de la jaula estaba en la puerta; otro macho de gran tamaño, aunque no tanto como Saúl.
—Ese es
Larousse
—respondió Lillian.
El perro parecía más amistoso que los otros, y Marty dominó sus nervios y se agazapó en el estrecho pasillo, tendiendo una mano indecisa hacia la jaula.
—No te hará daño —dijo ella.
Marty metió los dedos por la valla.
Larousse
los olisqueó con curiosidad; tenía el hocico húmedo y frío.
—Buen perro —dijo Marty—,
Larousse.
El perro empezó a mover el rabo, feliz de que ese desconocido sudoroso lo llamase por su nombre.
—Buen perro.
Allí abajo, más cerca de las mantas y de la paja, el olor a excrementos y pelo era todavía más intenso, pero el perro estaba encantado de que Marty se hubiese puesto a su nivel, y trataba de lamerle los dedos a través del alambre. Marty sintió que sus miedos se disipaban debido al entusiasmo del perro, que lejos de desearle daño alguno, manifestaba alegría en estado puro.
Solo entonces se dio cuenta de que Whitehead lo observaba con atención. El viejo estaba a su izquierda a poca distancia, y su tamaño bloqueaba por completo el estrecho pasaje que había entre las jaulas. Marty se levantó apurado, dejando al perro aullando y moviendo el rabo, y siguió a Lillian por la fila de jaulas. La cuidadora cantaba las alabanzas de otro miembro de la tribu. Marty sintonizó su conversación:
—Y esta es
Bella
—anunció. Su voz se había suavizado; tenía una cualidad soñadora que Marty no había advertido antes. Cuando llegó a la jaula que señalaba, comprendió por qué.
Bella
estaba tendida al fondo de la jaula, a la sombra que proyectaba la valla, dispuesta como una madona de morro negro sobre un lecho de mantas y paja, con un cachorro ciego mamando de cada teta. Cuando la vio, las reservas de Marty acerca de los perros se evaporaron.
—Seis cachorros —anunció Lillian con orgullo, como si fueran sus propios hijos—, todos sanos y fuertes.
Más que sanos y fuertes, eran hermosos; henchidos de satisfacción, acurrucados unos contra otros en el espléndido regazo de su madre. Parecía inconcebible que criaturas tan vulnerables pudieran crecer y convertirse en señores de color gris hierro como Saúl, o en rebeldes suspicaces como
Job.
Bella,
percatándose de la presencia de un recién llegado entre su congregación, levantó las orejas. Su cabeza estaba magníficamente proporcionada; su piel tenía tonos de marta y oro, mezclados con un efecto glamuroso; sus ojos eran marrones, despiertos, pero suaves en la media luz. Estaba tan acabada… era tan completamente ella misma… La única reacción que cabía ante su presencia, y que Marty le concedió de buena gana, era la admiración.
Lillian miró a través del alambre, presentándole a esa madre de madres.
—Este es el señor Strauss,
Bella
—dijo—. Lo verás de vez en cuando; es un amigo.
Lillian se dirigió a la perra sin condescendencia infantil, como si fuera un igual, y a pesar de las dudas que Marty había tenido acerca de la mujer, descubrió que le caía simpática. El amor era difícil de encontrar, lo sabía por experiencia. Era justo respetarlo en cualquier forma que adoptase. Lillian amaba a esa perra, su elegancia y su dignidad. Era un amor que, si bien él no entendía del todo, podía aprobar.
Bella
olisqueó el aire, y pareció satisfecha de haberle tomado la medida a Marty. Lillian se volvió hacia Strauss de mala gana.
—A lo mejor hasta se encariña contigo con el tiempo. Es una gran seductora, ¿sabes? Una gran seductora.
Detrás de ellos, Whitehead gruñó ante aquella tontería sentimental.
—¿Echamos un vistazo a los terrenos? —sugirió con impaciencia—. Creo que ya hemos terminado aquí.