—No sabía que fueras comunista.
—No he venido a hablar de política. He venido a explicarte mis condiciones.
Así que todavía queda un poco hasta la fecha de la ejecución,
pensó Whitehead. Se quitó de la cabeza la idea de escapar, por miedo a que el Europeo la oliese. Mamoulian hurgó en el bolsillo de su chaqueta. La mano mutilada sacó un sobre grande, doblado.
—Dispondrás de tus bienes siguiendo estas instrucciones al pie de la letra.
—Todo para tus amigos, supongo.
—Yo no tengo amigos.
—Por mí vale —Whitehead se encogió de hombros—. Me alegro de librarme de ello.
—¿No te advertí que se convertiría en una carga?
—Pues me desharé de todo. Me convertiré en un santo, si quieres. ¿Estarás satisfecho entonces?
—Solo si mueres, Peregrino —dijo el Europeo.
—No.
—Tú y yo juntos.
—Moriré cuando me llegue la hora —dijo Whitehead—, no cuando te llegue a ti.
—No querrás ir solo. —Detrás del Europeo, los fantasmas se estaban impacientando. El vapor se agitaba.
—No voy a ir a ninguna parte —dijo Whitehead. Le pareció vislumbrar rostros en las nubes. Decidió que tal vez el desafío no fuera sensato—. ¿Qué tiene de malo? —musitó, incorporándose para rechazar a lo que hubiera en el vapor. Las luces de la sauna se estaban apagando. Los ojos de Mamoulian brillaban en la oscuridad creciente, y también se derramaba luz de su garganta, tiñendo el aire. Los fantasmas tomaban sustancia de ella, y se hacían más palpables cada segundo que pasaba.
»Para —suplicó Whitehead, pero era una esperanza vana.
La sauna se desvaneció. El vapor descargó a sus pasajeros. Whitehead sintió su mirada penetrante. Fue entonces cuando se sintió desnudo. Se agachó a por la toalla, y cuando volvió a levantarse, Mamoulian había desaparecido. Se tapó la entrepierna con la toalla. Sintió que en la oscuridad los fantasmas se reían de sus pechos, de sus genitales encogidos, de la sinrazón de su vieja carne. Lo habían conocido en tiempos más extraños; cuando el pecho era ancho, los genitales arrogantes, y la carne imponente, desnuda o vestida.
—Mamoulian… —murmuró, esperando que el Europeo deshiciese aún esa miseria antes de que se descontrolara, pero nadie respondió a su llamada.
Dio un paso vacilante sobre los azulejos resbaladizos en dirección a la puerta. Si el Europeo se había marchado, podía salir de allí, encontrar a Strauss, y una habitación donde esconderse. Pero los fantasmas aún no habían acabado con él. El vapor, que se había oscurecido hasta adquirir un color morado, se levantó un poco, y algo resplandeció en sus profundidades. Al principio no distinguió de qué se trataba: la blancura incierta, el revoloteo como si se tratara de copos de nieve.
Entonces, una brisa surgió de la nada. Pertenecía al pasado, y olía como él. A ceniza y polvo de ladrillo; a la mugre de cuerpos que no se habían lavado en décadas; a pelo quemado, a rabia. Pero había otro olor mezclado con estos, y cuando lo respiró, el significado del aire resplandeciente se aclaró; dejó la toalla y se cubrió los ojos, y las lágrimas y las súplicas no cesaron de aflorar.
Pero los fantasmas siguieron acercándose a pesar de todo, llevando consigo el aroma de los pétalos.
Carys estaba en el pequeño rellano frente a la habitación de Marty, escuchando. Desde el interior le llegaba el sonido de un sueño tranquilo. Vaciló un momento, sin saber si entrar o no, y luego volvió a bajar las escaleras sin despertarlo. Era demasiado cómodo meterse en la cama a su lado, llorar en la curva de su cuello, donde latía su pulso, descargar toda su ansiedad y suplicarle que fuera fuerte por ella. Cómodo y peligroso. No era una seguridad real la que había en su cama. Esa la encontraría por sí misma y en sí misma, en ninguna otra parte.
Se detuvo a mitad del segundo tramo de escaleras. Había un curioso hormigueo en el pasillo oscuro. El frío del aire nocturno: y algo más. Esperó en las escaleras, silenciosa como una sombra, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Quizá debería volver arriba, cerrar con llave la puerta de su dormitorio y buscar unas pastillas para pasar las horas hasta que saliera el sol. Sería mucho más fácil que vivir así, con los nervios de punta. Captó un movimiento en el pasillo en dirección a la cocina. Un bulto negro se recortó en la puerta, y luego desapareció.
La oscuridad me ha jugado una mala pasada,
se dijo. Pasó la mano por la pared, sintiendo el diseño del papel arrugado en la punta de los dedos, hasta que encontró el interruptor. Lo encendió. El pasillo estaba vacío. La escalera estaba vacía. El rellano estaba vacío. Musitó: «estúpida», bajó los tres últimos escalones y atravesó el pasillo hasta la cocina.
Antes de llegar, se confirmaron sus sospechas acerca del frío. La puerta trasera estaba en línea directa con la puerta de la cocina, y ambas estaban abiertas. Era extraño; de hecho, era casi asombroso, ver la casa, que por lo general estaba herméticamente cerrada, expuesta a la noche. La puerta abierta era como una herida en su flanco.
Dejó el pasillo alfombrado por el frío linóleo de la cocina y estaba a punto de cerrar la puerta cuando se percató del cristal que resplandecía en el suelo. La puerta no se había abierto por accidente; alguien la había forzado. Un olor le picaba la nariz: sándalo. Era enfermizo; pero lo que ocultaba era más enfermizo aún.
Tenía que informar a Marty; era lo primero que debía hacer. No hacía falta subir. Había un teléfono en la pared de la cocina.
Estaba indecisa. Una parte de ella sopesó fríamente el problema y sus soluciones: dónde estaba el teléfono, lo que debía decirle a Marty cuando respondiese. Otra parte, la parte que se entregaba a la heroína, la que siempre estaba asustada, se dejó llevar por el pánico.
Hay alguien cerca (sándalo), hay alguien letal en la oscuridad, pudriéndose en la oscuridad.
La parte más fría mantuvo el control. Se dirigió al teléfono; ahora se alegraba de ir descalza, pues apenas hacía ruido. Descolgó el auricular y marcó el diecinueve, el número de la habitación de Marty. Sonó una vez, luego otra. Le urgió a despertarse deprisa. Sabía que sus reservas de control eran muy limitadas.
—Vamos, vamos… —susurraba.
Entonces oyó un sonido detrás de ella; unos pies pesados aplastaron el cristal en trozos más pequeños. Se volvió a ver quién era, y vio a una pesadilla en la puerta, con un cuchillo en la mano y una piel de perro echada sobre un hombro. El teléfono se le cayó de las manos, y la parte de ella que le había aconsejado sucumbir al pánico desde el principio tomó las riendas.
Te lo dije,
gritaba.
¡Te lo dije!
El teléfono sonó en los sueños de Marty. Soñó que despertaba, se lo ponía en el oído, y hablaba con la muerte al otro lado de la línea. Pero el teléfono siguió sonando, aunque ya lo hubiera descolgado, y Marty se despertó y descubrió que tenía el auricular en la mano y que no había nadie al otro lado.
Volvió a ponerlo en la horquilla. ¿Había sonado de verdad? Creía que no. Pero no merecía la pena volver al sueño: la conversación con la muerte había sido una estupidez. Salió de la cama, se puso los pantalones vaqueros y estaba en la puerta, con los ojos legañosos, cuando desde abajo le llegó el estrépito de cristales rotos.
El Carnicero fue dando tumbos hacia ella, deshaciéndose de la piel de perro para que fuese más fácil atraparla. Ella lo esquivó una vez, y luego otra. Era corpulento, pero sabía que si le ponía las manos encima una sola vez, sería su fin. Se interponía entre ella y la puerta de la cocina, de modo que estaba obligada a maniobrar hacia la puerta trasera.
—Yo no saldría ahí fuera… —le advirtió, y su voz, como su olor, era una mezcla de dulzura y de podredumbre—. Es peligroso.
Su advertencia era el mejor consejo que había oído. Rodeó la mesa de la cocina y salió por la puerta abierta, intentando sortear los fragmentos de cristal. Logró cerrar la puerta (el cristal se cayó y se hizo pedazos) y luego se alejó de la casa. Oyó que detrás de ella la puerta se abría con tanta fuerza como si la arrancaran de las bisagras. Y los pasos del asesino de perros persiguiéndola, haciendo retumbar el suelo.
El bruto era lento: ella ágil. Él era pesado: ella ligera hasta el punto de ser invisible. En vez de mantenerse cerca de las paredes de la casa, lo que al final habría de llevarla a la parte delantera, donde el césped estaba iluminado, se alejó del edificio, pidiéndole a Dios que la bestia no pudiera ver en la oscuridad.
Marty bajó las escaleras a trompicones, despejándose aún. El frío del vestíbulo le despertó bruscamente. Siguió la corriente hasta la cocina. Solo tuvo unos segundos para percatarse del cristal y de la sangre que había en el suelo antes de que Carys empezase a gritar.
En algún lugar inconcebible, alguien gritó. Whitehead oyó la voz, una voz de muchacha, pero perdido como estaba en un desierto, no pudo ubicar el grito. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado llorando allí, observando el ir y venir de los condenados: le parecía una eternidad. Tenía la cabeza ligera por la hiperventilación; y la garganta áspera por los sollozos.
—Mamoulian… —volvió a rogarle— no me dejes aquí.
El Europeo había estado en lo cierto: no quería adentrarse solo en esa nada. Había suplicado en vano que le salvaran de ella cien veces, pero por fin la ilusión comenzaba a deshacerse. Los azulejos volvían a ocupar su sitio a sus pies, como tímidos cangrejos blancos; el olor de su sudor rancio volvió a asaltarlo, pero era más grato que cualquier aroma que hubiese olido antes. Y el Europeo apareció frente a él, como si nunca se hubiera movido.
—¿Quieres que hablemos, Peregrino? —preguntó.
Whitehead estaba temblando a pesar del calor. Le castañeteaban los dientes.
—Sí —dijo.
—¿Tranquilamente? ¿Con dignidad y cortesía?
De nuevo:
—Sí.
—No te ha gustado lo que has visto.
Whitehead se pasó los dedos por la cara pastosa, y hundió el pulgar y el índice en las oquedades del puente de la nariz, como para expulsar las visiones.
—No, maldito seas —dijo. No podría desterrar las imágenes. Ni ahora, ni nunca.
—Quizá podríamos hablar en otro sitio —sugirió el Europeo—, ¿no tienes una habitación donde podamos retirarnos?
—He oído a Carys. Estaba gritando.
Mamoulian cerró los ojos un momento, captando un pensamiento de la muchacha.
—Está bien —dijo.
—No le hagas daño. Por favor. Es todo lo que tengo.
—No le pasa nada. Únicamente ha encontrado una muestra del trabajo de mi amigo.
Breer no solo había desollado al perro, sino que lo había destripado. Carys había resbalado en la inmundicia de sus entrañas, y se le había escapado un grito. Cuando se apagaron los ecos, aguzó el oído para oír los pasos del Carnicero. Alguien estaba corriendo hacia ella.
—¡Carys! —Era la voz de Marty.
—Estoy aquí.
La encontró mirando la cabeza desollada del perro.
—¿Quién cojones ha hecho esto? —espetó.
—Está aquí —dijo ella—. Me ha seguido afuera.
Le tocó la cara.
—¿Estás bien?
—No es más que un perro muerto —dijo—. Solo me ha dado un susto.
Mientras volvían a la casa, recordó el sueño del que había despertado. Había un hombre sin rostro atravesando ese mismo césped, dejando una estela de mierda; ¿estarían recorriendo el mismo camino?
—Hay alguien más —dijo con absoluta certeza—, además del asesino de perros.
—Claro.
Ella asintió, con el rostro pétreo, y le tomó del brazo.
—Este es peor, cariño.
—Tengo una pistola. Está en mi habitación.
Habían llegado a la puerta de la cocina; la piel de perro seguía tirada junto a ella.
—¿Sabes quiénes son? —Le preguntó.
Ella meneó la cabeza.
—Está gordo —fue lo único que dijo—, y parece estúpido.
—Y el otro. ¿Lo conoces?
¿El otro? Claro que lo conocía: lo conocía tan bien como su propio rostro. Había pensado en él mil veces al día en las últimas semanas; algo le decía que siempre lo había conocido. Era el Arquitecto que aparecía en su sueño, que le acariciaba el cuello, que había venido a desatar el torrente de porquería que le había seguido por el césped. ¿Había existido algún momento en que no hubiese vivido bajo su sombra?
—¿En qué estás pensando?
La miraba con dulzura, intentando ponerle un rostro heroico a su confusión.
—Ya te lo contaré —dijo ella—. Ahora vamos a por la puñetera pistola.
Atravesaron la casa. Estaba sumida en un silencio absoluto. No había huellas ensangrentadas, ni se oían gritos. Marty cogió la pistola de su habitación.
—Ahora vamos a buscar a papá —dijo—, para ver si está bien.
El asesino de perros todavía andaba suelto, de modo que la búsqueda fue sigilosa, y por lo tanto lenta. Whitehead no se encontraba en ninguno de los dormitorios, ni en los vestidores. Los baños, la biblioteca, el estudio y los salones también estaban desiertos. Fue Carys quien sugirió la sauna.
Marty abrió la puerta de la sala de vapor de un empujón. Una pared de calor húmedo salió a su encuentro, y unas nubecillas de vapor se escaparon al pasillo. Era evidente que alguien la había usado hacía poco. Pero la sala de vapor, el
jacuzzi
y el solárium estaban vacíos. Echó un rápido vistazo a las habitaciones, y al volver encontró a Carys apoyada en la jamba de la puerta, tambaleándose.
—De repente me siento enferma —dijo—, me acaba de dar.
Marty la sostuvo cuando sus piernas cedieron.
—Siéntate un minuto. —La llevó hasta un banco. Había una pistola sobre él, sudando.
—Estoy bien —insistió ella—, tú vete a buscar a papá, yo me quedo aquí.
—Tienes una pinta horrible.
—Gracias —dijo ella—. Ahora, ¿quieres hacer el favor de marcharte? Prefiero vomitar sin que nadie me vea, si no te importa.
—¿Estás segura?
—Vete, coño. Déjame en paz. Estoy bien.
—Cierra la puerta con llave cuando salgas —le advirtió.
—Sí, señor —dijo ella mirándolo mareada.
La dejó en la sala de vapor, y esperó hasta que oyó el ruido del cerrojo. No le tranquilizó por completo, pero era mejor que nada.
Volvió cautelosamente al vestíbulo, y decidió echar un rápido vistazo a la parte delantera de la casa. Las luces del césped estaban encendidas, y si el viejo estaba allí lo vería enseguida. El también sería un blanco fácil, por supuesto, pero al menos estaba armado. Abrió la puerta delantera y salió al camino de gravilla. Los focos arrojaban una luz implacable, más blanca que la luz del sol, pero extrañamente muerta. Echó un vistazo a derecha e izquierda del césped. No había ni rastro del viejo.