Al ver su inquietud, ella alargó la mano y le tocó la cara. Tenía la piel caliente. Afuera estaba lloviendo, pero en la habitación hacía un calor bochornoso.
—El Europeo está muerto —le dijo.
—Tengo que verlo con mis propios ojos.
—No hace falta, cariño.
—Si está muerto, ¿por qué hablas en sueños?
—¿Eso hago?
—Hablar; y fabricar ilusiones.
—A lo mejor estoy escribiendo un libro —dijo ella, en un malogrado intento de ligereza—. Ya tenemos muchos problemas sin necesidad de volver allí.
Era cierto; tenían que decidir muchas cosas. Para empezar, cómo contar aquella historia; y cómo hacer que los creyeran. Cómo entregarse a la Policía sin que los acusaran de asesinatos conocidos y desconocidos. Había una fortuna esperando a Carys en algún lugar; era la única heredera de su padre. Esa era otra realidad que debían afrontar.
—Mamoulian está muerto —le dijo ella—. ¿No podemos olvidarnos de él un rato? Cuando encuentren los cadáveres contaremos toda la historia. Pero todavía no. Quiero descansar unos días.
—Anoche hiciste aparecer algo. Aquí, en esta habitación. Yo lo vi.
—¿Por qué estás tan seguro de que soy yo? —replicó—. ¿Por qué tengo que ser yo la que sigue obsesionada? ¿Estás seguro de que no eres tú el que mantiene vivo esto?
—¿Yo?
—El que no puede dejarlo.
—¡Nada me haría más feliz!
—¡Pues olvídalo, maldito seas! ¡Déjalo, Marty! Se ha ido. ¡Está muerto! ¡Y se acabó!
Se fue, y Marty dio vueltas a la acusación en la cabeza. Quizá fuera él; quizá hubiera soñado con el árbol, y la estuviese culpando de su propia paranoia. Pero en ausencia de Carys, sus dudas conspiraban. ¿Cómo podía confiar en ella? Si el Europeo estaba vivo, de algún modo, en alguna parte, ¿no podría poner en su boca esos argumentos, para evitar que él interfiriese? Mientras ella estuvo fuera, sufrió una agonía de indecisión, sin discernir un modo de seguir adelante que estuviera libre de sospechas, pero sin fuerzas para volver a enfrentarse al hotel, y así demostrar una cosa o la otra.
Ella había regresado a media tarde. No se habían dicho nada, o muy poco, y al cabo de un rato había vuelto a la cama, quejándose de un dolor de cabeza. Había compartido la habitación con su presencia dormida, sin oír otro sonido que su respiración acompasada (ya sin parlotear), durante media hora, y luego había salido a por güisqui y un periódico, que ojeó en busca de noticias relativas a descubrimientos o persecuciones. No había nada. Destacaban las noticias internacionales; donde no había ciclones ni guerras, había dibujos animados y resultados de carreras. Volvió al apartamento, dispuesto a olvidar sus dudas, a decirle que había estado en lo cierto desde el principio, y encontró el dormitorio cerrado con llave y en el interior su voz, suavizada por el sueño, que buscaba a tientas una coherencia nueva.
Irrumpió en la habitación e intentó despertarla, pero esta vez ni las sacudidas ni las bofetadas causaron la menor impresión sobre su sueño poseído.
Y ya casi había llegado. No estaba vestido para el frío que se acercaba, y tembló al atravesar la desolación hasta el hotel Pandemonio. Ese año el otoño hacía sentir su presencia prematuramente, sin esperar siquiera al comienzo de septiembre para enfriar el ambiente. En las semanas transcurridas desde que estuviera allí por última vez, el verano había dado paso a la lluvia y al viento. No lamentaba su desaparición. El calor del verano en las habitaciones pequeñas nunca volvería a tener asociaciones benignas para él.
Levantó la vista hacia el hotel. Tenía el color del coral bajo la luz esquiva, y los detalles de las marcas de abrasiones y los grafitis parecían casi demasiado reales. El retrato de un obseso, en el que cada detalle tenía una precisión absoluta. Contempló la fachada durante un rato a la espera de alguna indicación. Quizá el parpadeo de una ventana, o la mueca de una puerta; cualquier cosa que lo preparase para lo que pudiera encontrar en el interior. Pero siguió siendo diplomático. Solo era un edificio sólido, ajado por la edad y por las llamas, que atrapaba las últimas luces del día.
El último visitante que abandonara el hotel había cerrado la puerta, pero no se había hecho intento alguno de reemplazar los tablones. Marty empujó la puerta, y esta se abrió, rechinando por encima del yeso y la suciedad. Dentro no había cambiado nada. La lámpara de araña tintineó cuando una ráfaga del exterior irrumpió en el lugar sagrado; una fina lluvia de polvo aleteó hasta el suelo.
Al ascender los dos primeros pisos, empezó a percibir un olor; algo más maduro que la humedad o la ceniza. Era de suponer que los cuerpos siguieran donde se habían quedado. Se habría producido una descomposición sustancial. No sabía cuánto duraban tales procesos, pero después de las experiencias de las últimas semanas, estaba preparado para lo peor; ni siquiera el olor que se intensificaba a medida que ascendía le afectaba demasiado.
Se detuvo a medio camino y sacó la botella de güisqui que había llevado consigo, desenroscó el tapón y sin apartar la vista de los restantes tramos de escaleras se la llevó a los labios. El sorbo de licor le empapó las encías y la garganta, y le abrasó hasta el estómago. Resistió la tentación de echar otro trago. Cerró la botella y se la metió de nuevo en el bolsillo antes de continuar.
Los recuerdos empezaron a asediarlo. Había esperado mantenerlos a raya, pero llegaron sin anunciarse, y no tenía fuerzas para resistirse a ellos. No había imágenes, solo voces, que reverberaban en su cráneo como si estuviera vacío, como si no fuera más que un bruto descerebrado que respondiera a la llamada de una mente superior. Le sobrevino el impulso de volverse y huir, pero sabía que si se rendía y volvía con ella, las dudas no harían sino profundizar. Enseguida sospecharía cada vez que moviera el brazo, preguntándose si el Europeo la estaba preparando para el asesinato. Sería una prisión de otra clase: sus muros la sospecha, sus barrotes la duda, y estaría sentenciado a ella el resto de su vida. Y aunque Carys lo dejara, ¿no seguiría mirando por encima del hombro cuando pasaran los años, por si apareciese alguien que tuviera otro rostro detrás del suyo, y los ojos inmisericordes del Europeo?
Y a pesar de todo, con cada paso que daba, sus miedos se multiplicaban. Se aferró al pasamanos mugriento, y se forzó a seguir adelante, hacia arriba.
No quiero ir,
protestó el niño de su interior.
No me obligues a ir, por favor. Podemos dar la vuelta, podemos dejarlo para otro momento. ¡Mira! Tus pies lo harán, díselo. ¡Vuelve! Con el tiempo despertará; solo tienes que ser paciente. ¡Vuelve!
¿Y si no despierta?,
respondió la voz de la razón. Y eso le hizo continuar.
Cuando dio el siguiente paso, algo se movió en el rellano frente a él. El salto de una pulga, nada más; un ruido tan suave que apenas podía oírlo. ¿Una rata, quizá? Probablemente. Habría toda clase de carroñeros esperando un festín, ¿verdad? También había previsto ese horror, y se había preparado para la idea.
Alcanzó el rellano. No había ratas que huyeran de sus pisadas, al menos no vio a ninguna. Pero había algo. En lo alto de las escaleras había un gusano pequeño y marrón que rodaba por la alfombra, retorciéndose de entusiasmo por llegar a algún sitio. Escaleras abajo, probablemente: a la oscuridad. No lo miró con detenimiento. Fuera lo que fuese, era inofensivo. Que encontrase un nicho donde engordar, y se convirtiera en una mosca con el tiempo, si tal era su ambición.
Recorrió el penúltimo rellano y emprendió el ascenso del último tramo de escaleras. Al cabo de unos pocos pasos, el olor empeoró de repente. El hedor de la carne fétida lo asaltó, y a pesar del güisqui y de toda la preparación mental, se le revolvió el estómago; dio vueltas como el gusano del rellano.
Se detuvo al cabo de dos o tres escalones, sacó el licor y echó dos tragos largos, engullendo tan rápido que se le humedecieron los ojos. Luego prosiguió el ascenso. Algo blando se deslizó bajo su talón. Bajó la vista. Había atajado con el pie el descenso de otro gusano, el hermano mayor del anterior: estaba aplastado, convertido en una pulpa grasienta. Lo observó durante un segundo antes de apresurarse, consciente de que la suela de su zapato estaba viscosa; o bien que al caminar aplastaba a otras larvas semejantes.
Los tragos de licor le habían puesto la cabeza ligera; recorrió las últimas dos docenas de escalones casi a la carrera, ansioso por que pasara lo peor de una vez. Cuando llegó al final de las escaleras, estaba sin aliento. Tenía una absurda imagen de sí mismo (una fantasía de borracho) como un mensajero portador de noticias, acerca de batallas perdidas y de niños asesinados, hacia el palacio de algún rey fabuloso. Excepto que el rey también había sido asesinado y había perdido sus batallas.
Se dirigió hacia el ático; el olor se había espesado tanto que casi podía comerse. Se miró en el espejo, como ya hiciera una vez; avergonzado por el rostro asustado, bajó la vista y ¡Dios!, la alfombra se movía. No había dos, ni tres, sino una docena o más de gusanos gordos y sucios que se afanaban, al parecer a ciegas, por abrirse paso en la alfombra, manchada con sus viajes. No se parecían a ningún insecto que hubiese visto antes, era imposible descifrar su anatomía, y tenían distinto tamaño: algunos eran finos como un dedo, otros del tamaño del puño de un bebé, informes y de color púrpura, pero con una veta amarilla. Dejaban rastros de baba y sangre como si fueran babosas heridas. Los evitó. Se habían cebado con la carne de personas a las que se había enfrentado en el pasado. No quería examinarlos muy de cerca.
Pero cuando abrió la puerta principal de la suite, y se adentró con cautela en el pasillo, se le ocurrió una horrorosa posibilidad, que se asentó en su cabeza, susurrando obscenidades. En la suite, las criaturas estaban por todas partes. Las más ambiciosas escalaban las paredes de color pastel, adhiriendo sus pequeños cuerpos al papel de la pared con los fluidos que segregaban, avanzando con lentitud de orugas, una peristalsis recorría su longitud. Seguían direcciones arbitrarias; algunas, a juzgar por sus rastros, daban círculos sobre sí mismas.
Bajo la tenue luz del pasillo sus peores sospechas simplemente bullían; pero empezaron a hervir cuando pasó lentamente junto al cuerpo tendido de Whitehead y entró en el matadero, donde la luz de la autopista producía un día artificial. Allí las criaturas eran aún más abundantes. La habitación entera estaba abarrotada, desde fragmentos del tamaño de una pulga hasta trozos del tamaño del corazón de un hombre, que arrojaban sucios filamentos parecidos a tentáculos para impulsarse. Lombrices, pulgas, gusanos, toda una nueva entomología se congregaba en ese cadalso.
Solo que no eran insectos, ni larvas de insectos: ya lo entendía a la perfección. Eran pedazos de la carne del Europeo. Seguía vivo. En pedazos, en mil pedazos inconscientes, pero vivo.
Breer había sido implacable y meticuloso en su destrucción, erradicando al Europeo lo mejor que había podido con el machete y sus manos decrépitas. Pero no había bastado. Las células de Mamoulian vibraban con demasiada vida robada; y esta seguía rugiendo, contraviniendo cualquier ley cuerda, insaciable. A pesar de su vehemencia, el Tragasables no había acabado con la vida del Europeo, solo lo había descuartizado, para que describiera esos círculos inútiles. Y en algún lugar de ese zoológico demente había una bestia con voluntad, un fragmento que aún poseía suficiente conciencia para proyectarse en la mente de Carys, aunque fuera de un modo vacilante. Quizá no fuera solo un trozo, quizá fueran muchos, la suma de esas partes errantes. A Marty no le interesaba su biología. Cómo sobrevivía esa obscenidad era un tema para debatir en un manicomio.
Abandonó la habitación y se quedó temblando en el pasillo. El viento soplaba contra la ventana; el cristal protestaba. Escuchó las ráfagas mientras se preguntaba qué hacer a continuación. Un trozo de escoria se desprendió de la pared del pasillo. Lo observó mientras se esforzaba por darse la vuelta, y emprendía de nuevo su lento ascenso. Whitehead yacía justo al otro lado. Marty regresó junto al cadáver.
Los asesinos de Charmaine se lo habían pasado en grande antes de irse: le habían bajado los pantalones y los calzoncillos, y le habían grabado la entrepierna con un cuchillo. Tenía los ojos abiertos; le faltaba la dentadura postiza. Miraba fijamente a Marty, con la mandíbula hundida como la de un delincuente juvenil. Las moscas se arrastraban sobre él; en su rostro había franjas de corrupción. Pero estaba muerto: lo cual era algo en este mundo. Los muchachos, como insulto final, habían defecado en su pecho. Las moscas también se congregaban allí.
En el pasado Marty había odiado a aquel hombre; también lo había amado, aunque solo fuera por un día; le había llamado papá, le había llamado cabrón; había hecho el amor con su hija y se había creído el rey de la creación. Le había visto en el poder: un señor. También le había visto asustado: escarbando como una rata que intenta escapar de un incendio. Había visto la peculiar integridad del viejo puesta en práctica, y la había encontrado viable. Tan fructífera, quizá, como el afecto de hombres más cariñosos.
Alargó la mano para encerrar su mirada, pero en su celo los evangelistas le habían cortado los párpados, y los dedos de Marty tocaron la viscosidad del globo ocular. No estaba húmedo por las lágrimas, sino por la podredumbre. Hizo una mueca; retiró la mano, asqueado.
Para apagar la mirada del rostro de papá, deslizó los dedos bajo el cadáver con el fin de darle la vuelta. Los fluidos corporales se habían asentado, y la parte inferior estaba húmeda y pegajosa. Apretando los dientes, puso de lado su mole, y dejó que la gravedad lo atrajese. Al menos el viejo no tendría que ver lo que sucediera a continuación.
Marty se levantó. Le apestaban las manos. Las remojó copiosamente con el resto del güisqui para eliminar el olor. La libación obedecía a otro propósito: le libraba de la tentación de la bebida. Sería muy fácil embotarse y perder de vista el problema. El enemigo estaba allí. Tenía que enfrentarse a él; desterrarlo para siempre.
Empezó allí mismo, en el pasillo, hundiendo los talones en los trozos de carne que se arrastraban en torno al cadáver de Whitehead, aplastando su vida robada lo mejor que podía. No emitían sonido alguno, por supuesto, de modo que la tarea era más sencilla. Solo eran gusanos, se dijo, estúpidos trozos de vida sin mente. Y así se le antojó aún más fácil recorrer el pasillo pisoteando la carne y convirtiéndola en manchas de grasa amarilla y músculo marrón. Las bestias sucumbían sin resistencia. Empezó a sudar, eliminando la repulsión que le inspiraban aquellos desechos humanos, mirando a todas partes para asegurarse de que no se le escapaba ni un solo pedazo miserable. Sintió que una sonrisa le torcía las comisuras de la boca, y a continuación una risa grave, sin humor, enajenada. Era una aniquilación sencilla. Volvía a ser un niño que mataba hormigas con los pulgares. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres! Solo que aquellas cosas eran más lentas que la hormiga más cargada, y podía aplastarlas a un ritmo reposado. Todo el poder y la sabiduría del Europeo se habían convertido en esa escoria, y él, Marty Strauss, había sido elegido para jugar a Dios y exterminarla. Había obtenido, al final, una terrible autoridad.