El hotel de los líos (30 page)

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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

BOOK: El hotel de los líos
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Lucy, a mi lado, cuchicheaba animadamente con una absorta Julianne Moore. Intenté oír lo que le decía. Le estaba hablando de su actividad como trabajadora social, regalándole los oídos con anécdotas sobre adictos a la metadona en Ben-Study, relatadas en presente de indicativo. Durante aquel rato, era como si su vida en Hillsville no hubiera existido nunca, y aunque las historias que estaba contando no fuesen ciertas en aquel momento, estaban teniendo el mismo efecto que la aventura que había amenazado vanamente en iniciar: conseguir que se sintiera de nuevo una persona valiosa.

—Lucy —susurré mientras Meryl se sentaba y Dover se preparaba para presentar al siguiente nominado. Me rechazó con un gesto sin siquiera volver la cabeza—. Lucy —volví a decir.

—¿Qué pasa? —Se revolvió, irritada.

—¿De dónde sacaste los óvulos?

Abrió los ojos como platos y ladeó la cabeza como para decir «¿Es que no ves con quién estoy hablando?».

—¿Me estás tomando el pelo? —dijo con voz ahogada.

—No. ¿De dónde los sacaste?

—Al principio pensé en ir al mercado de Union Square. Pero al final fui a Stop and Shop. —Continuó con su conversación, pero volvió la cabeza para añadir—: Y me hacen descuento.

Volví a tocarle el hombro.

—¿Me disculpas un momento? —le dijo a Julianne. A Julie—. Lamento que mi amiga sea tan maleducada. —Lucy me fulminó con la mirada.

—Necesito saberlo.

Puso cara de confusión y entonces, de pronto, su expresión se tornó en asombro.

—Zephyr, no estarás pensando en convertirte en madre soltera, ¿verdad? ¿O es que Gregory y tú vais a volver? ¿Quieres unirte a mí en la miseria? Espera, ¿para qué necesitas tú unos óvulos? ¡Oh, Zeph, estás teniendo dificultades para quedarte embarazada, como yo!

—Cálmate,
schadenfreude
.
[17]
La respuesta es «no» a todo lo que has dicho. Sólo quiero saber el nombre del sitio.

—¿No quieres quedarte embarazada?

—El nombre, Lucy.

Me dirigió una mirada suspicaz.

—Recherché.

Empecé a sentir en los ojos un ataque de visión de túnel y los entorné. Tragué saliva.

—¿Cómo?

—Recherché. —Trató de darme la espalda de manera definitiva, pero la obligué a ponerse en pie. Ofreció una sonrisa de disculpa a la pecosa artista, que respondió con otra de confusión—. Pero ¿qué…? Zephyr, para.

Me la llevé a rastras al dormitorio, mientras el cerebro me brincaba con violencia dentro del cráneo.

Recherché. Rechurch. Así es como lo habría pronunciado yo también de no haber sido la beneficiaria de cuatro años de clases, por lo demás inútiles, de francés. Tommy O. podía burlarse cuanto gustara de mi pedigrí de colegios privados y recrearse a gusto con su pan de soda, pero era posible que la clave del caso entero fuese una cuestión ortográfica.

En el dormitorio, la camarera que se resistía a aplicar la depilación a los confines más remotos de su anatomía estaba fundida en un abrazo con el director de una película de animación sobre Karl Rove. Arrastré a Lucy hasta el cuarto de baño.

—¿Por qué crees que lo habrán alicatado con mármol negro? —me preguntó Lucy una vez cerrada la puerta a nuestras espaldas—. Aquí dentro te ves toda entera. No es propio de Merce.

—Lucy.

Cruzó los brazos, aún molesta por mi interrupción.

—¿Estás segura de que se llamaba Recherché?

—¿Te has vuelto loca? Pues claro que lo estoy.

—¿Cuánto pagaste?

—¡Zephyr!

—Lucy, por favor. Conozco la marca de hilo dental que usas. Sé que no te puedes ir a la cama hasta que todos los zapatos están mirando en la misma dirección. Por Dios, si hasta me has contado lo que gana Leonard. Así que ¿por qué no puedes responder a mi pregunta?

Pasó un dedo por una de las toallas que colgaban de un toallero plateado de forma circular.

—No lo recuerdo con exactitud.

—Y una mierda.

Se ruborizó.

—Zephyr, es muy embarazoso. ¿Por qué quieres saberlo? ¿Y por qué justo ahora?

—Por favor, Lucy, te lo explicaré, prometido. Pero dímelo.

—Doscientos —murmuró.

—¿Mil? —aventuré, rompiendo todos mis votos de indiferencia—. ¿Doscientos mil dólares?

—Las donantes son todas excelentes —dijo poniéndose a la defensiva, mientras abría y cerraba el grifo—. Todas ellas son graduadas de la Ivy League y algunas de ellas incluso…

—¿Con una beca Rhodes?

Puso cara de susto.

—¿Cómo lo…?

—¿Por qué, Lucy? Y no te estoy juzgando —le prometí, mientras ponía mi mano sobre la suya para dejar cerrado el grifo—. Necesito saber por qué has ido a ese sitio en lugar de escoger otros que cobran…, no sé…, ¿veinte mil?

—Era importante para Leonard. Sé que te parecerá algo superficial, pero quería los genes de una licenciada. De hecho, pagamos un poco más por la licenciatura. Bueno, aún no tenía el título, porque, como sabes, los óvulos tienen que ser de una chica muy joven, pero ya había superado los exámenes.

Me senté en el borde de la bañera, cuyo frío esmalte me refrescó las manos sudorosas. Apoyé la frente sobre los azulejos y cerré los ojos.

—¡Zephyr! —clamó Lucy sobresaltada—. ¿Eso es… una pistola?

18

A las 9.05 De la mañana siguiente, subí al octavo piso del 561 de Park Avenue. Llevaba un estudio de grabación alrededor del cuello y la pistola en la cintura. Tommy y Pippa me esperaban abajo, en el coche, Letitia Humphrey y Bobby Turato me respaldaban en el vestíbulo y Richie McIntyre se encontraba junto a la puerta de la escalera, con la mano levemente apoyada en el arma. Lo miré, asintió y abrí de un empujón la puerta de roble de la suite 807.

En el interior había una amplia zona de recepción con sofás de cuero, una mesita de café baja, paredes cubiertas de seda cruda y unos lirios frescos cuya asfixiante fragancia estuvo a punto de tumbarme de espaldas. Al otro extremo de la habitación burbujeaba una pequeña fuente de piedra. El lugar transmitía una sensación de discreta riqueza y sólo alcanzaba a imaginarme la incomodidad que habría sentido Lucy al tener que ir hasta allí. Entre la decisión de recurrir a Recherché y su traslado a las afueras, comenzaba a replantearme seriamente la fuerza de Leonard en el seno de aquel matrimonio.

Para la ocasión, le había cogido prestado a mi madre su traje de Dior de color gris. Me había puesto sus pendientes de perlas, me había peinado con esmero, me había embutido las piernas en medias y zapatos de tacón y me había aplicado el maquillaje con mano inexperta. Había temido que el resultado fuese como el de una niña jugando a ser adulta, pero al mirarme en el espejo me di cuenta de que mis temores eran infundados. El efecto era el de… una mujer de casi treinta y un años. Una mujer normal de treinta y un años. No menos y puede que un poco más. Tommy había silbado y los demás me habían observado con silencioso asombro. De haber tenido más tiempo, puede que hubiera sufrido una pequeña crisis de identidad, pero en las condiciones actuales, iba por delante el final casi seguro fracasado de mi caso.

Al mirar el mostrador de la entrada, di gracias por el traje. La recepcionista, muy maquillada —cuyos labios de color lava y mejillas salpicadas de puntos rojos me recordaban a una muñeca rusa—, llevaba un impecable traje pantalón de color gris y el pelo recogido en un lustroso moño del que no escapaba un solo pelo. Todo en ella estaba concebido para inspirar nerviosismo y me pregunté por qué los sitios que hacían negocio fabricando gente no podían relacionarse de manera natural con los que ya estábamos sobre la faz de la Tierra.

Tenía previsto caminar hacia ella con la confianza de una mujer que lleva un traje de dos mil dólares y está en posesión de otros doscientos de los grandes para gastárselos en concepción. Tenía previsto solicitar una simple entrevista informativa y exigir una visita a las instalaciones. Pero mi plan tendría que esperar.

Apoyado sobre la mesa de Matrioska había un sujeto mugriento y de barba gris, con unos vaqueros sueltos, de cuyo cuello colgaban tres cámaras fotográficas. La silla de Matrioska se había apartado de la mesa todo lo que permitía el protector de la alfombra. Una expresión de espanto se filtraba por debajo de su máscara.

—No, señor. No puedo dejarle pasar.

—Pero ella quiere que entre. Pregúnteselo. ¡Me paga por estar aquí!

—Y a mí me paga por decir que no a gente como… Mire, señor, sólo los socios pueden entrar a la sala de procedimientos.

El hombre dio un manotazo sobre la mesa.

—Se va a poner furiosa. Y no conmigo, créame. —De repente, se llevó una de sus cámaras a la cara y le sacó una foto a la recepcionista. Ésta se levantó y retrocedió.

—¿Qué demonios hace? Deme esa cámara.

El tipo se rió con brusquedad.

—Mire, señorita, soy el fotógrafo de la familia Pembrandt. Yo estaba presente cuando él le propuso matrimonio en un globo de aire caliente sobre Provenza. Estaba presente para fotografiarlos en la cama al día siguiente de su boda. He fotografiado sus tres reformas, las últimas siete navidades y cenas de San Valentín, y estaba presente cuando nació Tessa. Y ahora la señora Pembrandt me quiere en esa sala. —Señaló una puerta que salía de la sala de espera—. Y quiere que fotografíe la transferencia de embriones de Júnior. Para ella es de la máxima importancia. Así que si no me deja entrar, tendré que fotografiar una historia alternativa. Eso le gustará, sí… —Asintió para sí mientras comenzaba a hacer fotos de la habitación. Le di rápidamente la espalda mientras él daba vueltas y gritaba—. A la señora P. también le gusta que deje constancia de los errores. Siente mucho aprecio por la narrativa…

—¡Señor, basta! Pare o llamaré a mi jefa.

Los dos nos volvimos al instante hacia ella.

—Oh, no, ¿llamar a su jefa? Eso no, por favor. —Siguió sacando fotografías, esta vez de la fuente y de la, por lo demás, vacía habitación.

Matrioska descolgó el teléfono y mantuvo una conversación en voz tensa y baja. Después de colgar se dirigió a mí:

—¿Puedo ayudarla, señora? —preguntó mientras me clavaba los ojos como si buscara un salvavidas que la devolviera a la civilidad a la que estaba acostumbrada.

—Vaya, ¿y qué pasa conmigo? —exigió el fotógrafo familiar mientras se agarraba los vaqueros y les daba un tirón hacia arriba.

—Usted —dijo Matrioska con voz fría— va a tener que esperar. ¿Puedo ayudarla? —repitió. Di gracias al irascible fotógrafo por ofrecer un marcado contraste con respecto a mí. Cualquier sospecha que pudiera haber levantado mi inesperada aparición quedaría borrada por aquella situación. La maquillada recepcionista y yo nos habíamos convertido en hermanas y decidí aprovecharme de nuestro nuevo vínculo.

—Sí, muchas gracias —respondí de manera educada—. Me temo que he venido sin cita previa, pero mi amiga Lucy Toklas me aseguró que no importaba. Quería información y quizá hacer una visita a las instalaciones, y como tenía la mañana libre… ¿Cree que sería posible? —pregunté con una sonrisa delicada.

—Claro, claro, me acuerdo de la señora Toklas. —Sin perder un segundo, Matrioska comenzó a teclear con la mirada clavada en la pantalla—. Si no le importa esperar media hora, puedo concertarle una cita con uno de los consejeros.

—Oh, qué bien. —Si hubiera llevado unos guantes blancos, habría empezado a quitármelos dedo a dedo—. ¿Con quién voy a reunirme? —añadí con tono desenvuelto mientras tomaba asiento.

—Con Sander.

En ese momento, Paulina atravesó la puerta que comunicaba las salas traseras con la zona de recepción. El fotógrafo le sacó una foto. Yo estaba indecisa entre tratar de fotografiarla con mi propia cámara o esconderme detrás de una revista para ganar tiempo, así que amagué con levantarme y al mismo tiempo con volverme, pero no completé ninguno de los dos movimientos y acabé retorcida, en una extraña postura que invitaba a pensar que estaba haciendo esfuerzos por no orinarme encima.

Con todos los elementos que se habían negado a encajar en el caso, en aquel momento, justo en aquel momento, la evidencia más concreta de un timo de proporciones colosales se me arrojaba en brazos y yo me quedaba paralizada. Entre todos los escenarios que el equipo había imaginado a las diez de la noche del día anterior, durante una reunión de emergencia celebrada después de la fiesta de los no Oscar, no se encontraba aquél. A nadie se le había ocurrido que Paulina pudiera presentarse allí en persona.

—Señor, ¿qué cree que está…? —Me vio y se quedó helada, pero sólo un instante. Las facciones que tan acogedoras se me habían antojado el día antes se endurecieron y su rostro se transformó en una máscara siniestra y casi irreconocible—. Por favor, venga conmigo, señor. —Traté de captar su mirada, pero no apartó los ojos del fotógrafo, que arrojó a la recepcionista una mueca triunfante y siguió a Paulina por la puerta. Ésta hizo
fuuus
y se cerró con un chasquido.

Traté de tragar saliva. Prácticamente podía oír a mi equipo chillando por la radio en el piso de abajo.

—¡Es increíble! —exclamó Matrioska—. Nunca había… Es de lo más insólito, se lo aseguro. Tenemos unas normas de acceso muy estrictas. Espero que disculpe la interrupción. En serio. Nos enorgullecemos de ser sumamente… Bueno, esto es algo insólito.

—Oh, vamos, no se preocupe —dije con voz temblorosa, mientras me sentaba en el borde del sofá y trataba de decidir qué iba a hacer a continuación. Habría dado lo que fuese por llevar un auricular en la oreja.

Transcurrió un minuto en silencio mientras yo fingía leer una revista. Tenía a Paulina acorralada. Me dejaría pasar a su oficina para que no le hiciera una escena. Allí le presentaría mis sospechas, grabaría su reacción —confesión o negación— y luego, dado que su presencia en Summa y allí era prueba suficiente, la arrestaría.

Mierda. No llevaba las esposas encima, nunca había realizado un arresto sola y mi mente se quedó en blanco al pensar en lo que iba a hacer a continuación. Comencé a sudar por sitios por los que ignoraba que se pudiera. «Calma, Zephyr. Piensa.» Pensé. Como mínimo, recordé, Pippa estaría en ese momento al teléfono, mandando agentes a solicitar una orden de registro. Y puede, sólo puede, que Tommy o Richie irrumpieran allí con unas esposas, recitando la cantinela de la ley Miranda.
[18]
Matrioska no sabía la de cosas que había puesto en marcha.

Pero resulta que yo tampoco.

Pasó otro minuto. No era así como había imaginado la primera gran detención de mi carrera. Los dedos me sudaban tanto que las páginas de la revista se reblandecieron.

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