—No podía decirles que necesitaba dinero —me confió—. Les habría partido el corazón. Me pusieron Zelda
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porque confiaban en que llegaría a ser una gran artista… sin, ya sabe, el marido celoso y la esquizofrenia. Mi padre, sobre todo, tenía un…, un paradigma sobre los descendientes de inmigrantes del este de Europa en América… —Pippa se recostó en su asiento, sorprendida. La información personal, divulgada en cualquier circunstancia, le provocaba incomodidad—. Los inmigrantes vienen y se matan a trabajar. Son dueños de tiendas y realizan trabajos manuales. Trabajan muchas horas. Envían a la segunda generación a las facultades de Medicina y de Derecho. Y luego se supone que los de la tercera generación son los artistas.
—¿Y qué hace la generación que viene después de los artistas? —pregunté, olvidando por un momento mi misión.
—Eso me pregunto yo —reconoció Zelda con tono amigable. Pippa me miraba como si estuviera hablando en otro idioma—. Así que cuando fui a Oxford, supusieron que…, que lo había…
—¿Conseguido? —sugerí.
—Exacto. No en plan «Está hecho», sino más bien «Bueno, ya está lista».
—¿Y a qué se dedica, si no le importa que se lo pregunte?
—Escribo. Artículos, ensayos, libros para otros, como «negra». Lo que sea, con tal de que me paguen. Pero nunca pagan lo suficiente, así que me encontré con Summa. Es el modo más rápido de ganarse unos pavos, aparte de la prostitución.
Esperé.
—Y no es que yo haya hecho tal cosa —añadió sin aliento. Al parecer, había reanudado su paseo—. Sólo lo digo. Summa paga muy bien.
—¿O sea, que no es la primera vez que dona óvulos?
—Con ésta eran tres —admitió al cabo de un momento—. Espero que sea la última. Es posible que me encarguen la biografía rápida de la nueva novia de Lady Gaga y eso sería mucha pasta.
—¿Es eso lo que le gusta escribir?
Pippa frunció el cejo e hizo un gesto circular con el dedo: «Termina». Pensaba que aquello no era necesario. Yo, por mi parte, creía que cuanta más información, mejor.
Zelda resopló.
—¿Está de broma? Preferiría estar trabajando en mi biografía de Deborah Garrison.
—¿La poetisa? ¿Es que ha muerto?
—¡Por Dios, no! No tiene ni cincuenta años. Estoy intentando terminarla pronto.
Pippa chasqueó los dedos.
—Vale, oiga, Zelda —dije mientras el gorrión del aire acondicionado batía las alas y se posaba de nuevo—. Muchas gracias por contarme todo esto. Me siento mejor ahora que sé lo que puedo esperar.
—Buena suerte —me deseó con generosidad—. Todo irá bien. Paulina es un poco rara, pero es buena chica.
Colgué y Pippa y yo nos miramos.
—Así que Summa es una empresa de donación de óvulos —concluí. Me sentía reconfortada, porque el hecho de que un investigador especializado en genética decidiera tomar la ruta comercial tenía todo el sentido del mundo—. Me haré pasar por donante de óvulos y encontraré a la tal Paulina o a la persona que contrató a Samantha. Y si realmente es ella la que pagó el medio millón… —Podría cerrar el caso antes del final de la semana siguiente. La idea de no tener que volver a ver a Hutchinson McKenzie resultaba extremadamente atractiva.
Pippa guardó los artículos de limpieza en un armarito que llevaba el escudo de la CIE y el eslogan «Trabajando duro lejos de Gotham».
—Antes haz una prueba en otra parte. Otra clínica.
Levanté una de las comisuras de los labios. ¿Para qué perder el tiempo? ¿Para qué arriesgarnos a que Jeremy o Samantha pudieran darse a la fuga?
—Aún no sabemos lo suficiente, Zephyr, y estamos hablando de un intento de asesinato. Los sospechosos son impredecibles y debo recordarte que a uno de ellos no lo hemos identificado aún. Prefiero que entres allí con el papel bien aprendido.
En contra de lo que había ocurrido con mi actuación como conserje, que había sido un desastre. No estaba en posición de discutir. Me levanté para irme.
—Una amiga mía utilizó óvulos donados. Podría ir al mismo sitio.
Pippa cruzó los brazos y ladeó la cabeza.
Suspiré y bajé los hombros. Nunca sería comisaria. Y no es que lo hubiera deseado de verdad, pero había sido una encantadora fantasía de un minuto de duración.
—Vale, no es prudente meter a una amiga en esto —dije mientras me dirigía a la puerta, impulsada por un acceso de irritación conmigo misma—. Buscaré otro sitio.
—Y, Zephyr, quiero verte abajo dentro de quince minutos. Hay un revólver en One Police Plaza que lleva tu nombre escrito.
Y así es como terminé sentada en un enorme sillón en las oficinas de Ova Easy, ataviada de apático negro, con mi flamante Glock ceñida a la cintura y tratando de convencer a una guardabarrera adenoidea de que me diese más información sobre su negocio para una ficticia hermana menor, donante de óvulos jóvenes y también ficticios.
A regañadientes, San Pedro de Noho había derrochado dos minutos más de su precioso tiempo, que había dedicado a explicarme que lo que podían esperar las donantes era dinero y dolor.
—¿Y el gozo de ofrecer vida a una pareja estéril? —añadí sin poder resistirme.
—Bueno, eso también —reconoció con un gruñido mientras las puertas del ascensor se cerraban detrás de nosotras.
Aquella visita repleta de meteduras de pata era la digna conclusión de una jornada de trabajo que había comenzado con una llamada a Zelda, la dama de ojos tatuados de California, y había continuado con un juramento en el bajo Manhattan, durante el que había conseguido que se me cayera la pistola delante de otros cuarenta colegas recién armados, y todo ello mientras trataba de sacarme a Gregory de la cabeza. Cuando por fin aquella tarde logré arrastrar mis tristes huesos al otro lado del pórtico de mi edificio, estaba tan agotada como si llevara plomo en las venas.
Desde luego, el último lugar en el que esperaba terminar era el maltrecho vestíbulo de la estación de bomberos 14, junto al bombero escalador y lector de Melville con cara de niño y pestañas muy largas.
Estaba tan cansada que no había podido quedarme sentada en casa. Estar allí sólo hacía que echara aún más de menos a Gregory. Así que tras una rápida confabulación con Macy, en la que hube de ejercer de animadora antes de su cita de madre celestina con el dermatólogo, volví a salir de mi apartamento. Afuera hacía una de esas noches en las que te sale vaho de la boca al respirar. La temperatura había bajado mucho con respecto a la de la tarde, así que me arrebujé en mi rebeca de lana gris mientras me dirigía hacia el sur por la Séptima Avenida. Llevaba unas zapatillas viejas, unos pantalones de yoga y una camiseta andrajosa de la policía de Nueva York de la que me había apropiado tras años de cohabitación con Gregory sin que él se diera cuenta. Tenía previsto dar un largo paseo.
Pasé junto a las desconchadas placas conmemorativas del 11 de setiembre, que colgaban donde muchos creían que había estado el pequeño restaurante de
Halcones en la noche
, de Edward Hopper, una yuxtaposición que convertía a la plaza Mulry en un palimpsesto de dos épocas bélicas. Continué entre videntes que, por misterioso que parezca, podían permitirse suntuosos escaparates y salones de masaje chinos que no podían, por lo que inevitablemente quedaban relegados a los sótanos o los segundos pisos. Mantuve la cabeza gacha al pasar por la zona para turistas al sur de la calle Bleecker, donde había restaurantes que se anunciaban por toda la ciudad mediante coches fúnebres reconvertidos conducidos por esqueletos.
Giré en Hudson con la esperanza de que estuvieran echando algo irresistible en Film Forum.
Shaft
, parte de una retrospectiva sobre la sutil década de 1970, había empezado ya, así que seguí en dirección este. Me detuve fugazmente en Billy’s, la explosión de mobiliario de jardín que se podía confundir con facilidad con un barrio chabolista, antes de elegir la Primera Avenida como vía de avance hacia el norte: las mejores posibilidades de serendipia culinaria.
Comencé a disfrutar de los retazos de conversaciones que me rodeaban y me relajé a medida que las vidas y los pensamientos de otras personas suplantaban los míos. Me detuve un instante para observar maravillada a una mujer con traje y zapatillas que caminaba y leía a un tiempo a la luz de las farolas. Leía-caminaba, miraba unos cuantos metros por delante, volvía a leer-caminar. Leer, mirar, leer.
Por detrás se me acercó una charla demasiado ruidosa y excesivamente próxima, en abierta violación de las normas no escritas que regían la etiqueta conversacional en los cajeros automáticos, las colas del autobús y las aceras.
—¿No te molesta tener que llevarlo? —preguntó la mitad femenina de una pareja encorvada a su calvo acompañante. Iban del brazo, caminando con un paso tranquilo que se mantenía con alegría fuera de sincronía con el de las multitudes apabullantes.
El hombre se frotó la mano y se encogió de hombros.
—Tengo cosas marrones en la cabeza. Así que ahora tengo una cosa marrón en la oreja.
Seguía mi camino, entre vendedores de fruta que recogían sus útiles al cabo de la jornada, cuando, al llegar a la calle 18, giré de repente hacia la izquierda, impulsada por el irresistible deseo de comerme una hamburguesa con queso de City Bakery y una dosis de su denso chocolate caliente.
Agente, juro que fue así como sucedió.
La puerta de la estación de bomberos 14 estaba abierta de par en par y el flamante camión estaba rodeado de pares de botas con los pantalones bajados alrededor de los tobillos, como si el lugar, encantado, estuviera habitado por fantasmas salaces. Había hombres musculosos por todas partes, caminando, fumando o apoyados en las paredes, y uno de estos últimos era Delta. Lo vi antes que él a mí y lo primero que pensé fue que no iba a creerse que era un encuentro casual. Ni siquiera yo lo creía.
Barajé la posibilidad de escapar corriendo, pero si me veía, la situación resultaría aún más embarazosa de lo que ya era.
—Delta —lo llamé con voz débil. Capté la atención de todos los presentes salvo la suya.
—¡Eh, Delta! —gritó uno de sus solícitos camaradas.
Resultaba absurdo lo sexy que era, lo sexies que eran todos ellos, sólo por estar en la estación de bomberos. Traté de imaginarme a Delta sentado detrás de un escritorio, con un protector en el bolsillo de la camisa, lleno de plumas que perdían tinta y sin ningún casco a la vista. No lo habría besado ni en un millón de años. Pero al menos era capaz de admitir que lo que me atraía de él era su carrera. Cuando Gregory y yo nos conocimos, él trabajaba de incógnito haciéndose pasar por un exterminador de plagas y me acusó de darle demasiada importancia a su profesión. Y ahora que la acusación era cierta, no me habría sorprendido descubrir que al tío no podría importarle menos. De hecho, no me habría sorprendido descubrir que muchos de los hombres que se metían en el negocio de salvar a la gente de los edificios en llamas lo hacían precisamente porque a las chicas les encantaba.
—Zephyr. Es Zephyr. Zephyr cuyo apellido aún no conozco —dijo Delta mientras una sonrisa genuina afloraba a sus facciones—. Te perdiste la cena, pero aún quedan sobras. —No abandonó su posición, apoyado junto a la puerta de la oficina. Estaba decidido a hacerme sudar.
—Oh, está bien. He salido a dar un paseo y… —Hice un vago ademán en la dirección hacia la que me dirigía.
—Resulta que pasabas por aquí…
—Eso pensaba yo, pero puede que mi subconsciente tuviese otros planes —reconocí.
—Eh, qué graciosa —proclamó uno de ellos. Lo miré fijamente. Debía de rondar los dos metros. Llevaba un libro en rústica que casi desaparecía en el interior de la palma de su mano. Seguro que ni siquiera tenía que bajar deslizándose por el poste, sólo con meter una pierna por el agujero ya estaría en el vestíbulo.
—No, te creo —repuso Delta—. Mira la ropa que llevas. No es lo que solemos ver por aquí.
Bajé la mirada hacia mis pantalones sueltos, mi rebeca de lana y mis zapatillas.
—Las mujeres que rondan por las estaciones de bomberos suelen ir vestidas para matar —me explicó.
—¿«Las mujeres que rondan por las estaciones de bomberos»? —repetí tontamente—. ¿Cómo
groupies
, quieres decir?
—Exacto. Como
groupies
. Sólo que no están aquí por la música.
Demostrar mi asombro habría significado quedar a merced de implacables burlas. Hice lo que pude por disimular mi sorpresa.
Al final, Delta se apiadó de mí y me invitó a entrar con un gesto.
—Ven, Zeph, te haré la visita completa. —Una diminuta parte de mí protestó, incómoda por la familiaridad implícita en ese «Zeph». Los diminutivos cariñosos había que ganárselos. Pero al acercarme a él, me rodeó con el brazo en un gesto lleno de naturalidad y me resultó agradable. Cálido, sólido, grato.
Al ver que me reunía con Delta junto a la oficina, el gigantón se echó a reír con una voz que tronaba como la sirena antiniebla de un barco, pero el resto de los hombres siguieron apoyados en las paredes, charlando o fumando. Me fijé en que la mayoría de ellos tenían anillos de casados y me pregunté cómo encajarían ahí las
groupies
.
—En realidad no sé qué hago aquí —le confesé a Delta mientras me llevaba por un angosto tramo de escaleras. Las paredes, de cemento, estaban pintadas de un rojo chillón.
—¿Has llegado a la conclusión de que no tenías que esperar dos semanas? —Entramos en una pequeña cocina. Un bombero con los suspensorios bajados de una manera que resaltaba un trasero firme como una ciruela estaba colocando con cuidado papel de aluminio sobre unos platos de Pyrex. Era una imagen discordante, como si un boxeador profesional estuviera montando una casa de muñecas.
—Más o menos —respondí con evasivas. Tras la cocina había una sala de techo de color negro en la que se veían tres sofás llenos de bultos, una vieja mesita de café y un enorme y brillante televisor de pantalla plana.
—¿Eso se paga con nuestros impuestos? —inquirí.
Me invitó a sentarme con un gesto.
—¿Quieres tomar algo? ¿Un refresco, agua, un zumo?
—Agua, por favor. ¿Es del grifo? —pregunté como una tonta.
Sacó una botella de Evian de la nevera y se sentó a mi lado.
—¿Siempre eres tan encantadora? Los pantalones de chándal, los comentarios graciosos… En serio, creo que has venido por accidente.
Hice una mueca a modo de disculpa.