—Hola, querida, bienvenida a Summa —habló con el tranquilo y denso ritmo vocal de lo más profundo de Queens. Levanté un poco los hombros ante aquella suave incursión en mis oídos. La mujer cogió un pedazo de papel de un rollo y dio unas palmaditas a la mesa de examen—. ¿Qué tal se encuentra hoy?
—Bien. —Me senté.
—¿Nerviosa?
—No. Sí. ¿Por qué? ¿Debería estar nerviosa?
—No, querida, nada de eso. Sólo le voy a sacar un poco de sangre. Si todas sus credenciales están en orden, programaremos un chequeo completo y podremos comenzar con las inyecciones.
El alivio de no tener que someterme a un examen pélvico llevando una cámara encima me hizo reír de manera ostentosa. Imogene me lanzó una mirada extraña. Seguramente tenía órdenes de evaluar los estados mentales de las candidatas, me recordé.
—Bueno —dije—, y en total, ¿cuánto tiempo tardaré en empezar a donar óvulos?
—Dependiendo de su ciclo, podríamos empezar dentro de un mes.
—¿Y es usted la que realiza los chequeos?
—Yo lo hago todo menos eso. Realizo los análisis de sangre y las extracciones. Del chequeo se encarga un médico. ¿Es usted diestra o zurda?
—¿Qué importancia tiene? —pregunté con incredulidad.
—Para el análisis —me recordó mientras me daba unos golpecitos en las muñecas—. ¿Qué brazo prefiere usar?
Extendí el derecho y traté de hablar con naturalidad.
—Y entonces, tras extraer los óvulos, ¿qué sucede? ¿Quién se los queda?
Se volvió hacia la encimera y comenzó a desenvolver una aguja.
—El otro propietario. Jeremy es la parte científica. Paulina la empresarial.
Respiré por la nariz de la manera más silenciosa posible. Era la primera confirmación sólida de la conexión de Jeremy con Summa.
—Ah, sí, mi amiga mencionó que había otro chico que trabajaba aquí. —Imogene volvió la cabeza y me miró un momento. Le ofrecí una sonrisa inocente. Continuó con su aguja—. Cómo se apellidaba…
Vaciló un momento.
—Wedge. Jeremy Wedge.
—Eso, me suena. Así que él se lleva los óvulos. ¿Nunca los recoge la gente que los estudia?
—Querida, yo me limito a hacer mi trabajo. Levántese la manga, por favor, y apriete el puño.
Le ofrecí el antebrazo mientras en mi mente daban vueltas nuevas elucubraciones acerca de dinero sucio y motivaciones. Lo único que sabía era que una mujer le había encargado un asesinato a Samantha. Ésta no conocía su nombre, lo que no me dejaba demasiado para trabajar. ¿Tendría que buscar testigos en el Instituto Nacional de Salud? Apreté los ojos con fuerza al sentir el pinchazo. Nada de testigos. ¿Debía investigar la muy cuestionable ética que había detrás de un estudio sobre genética e inteligencia, realizado por un instituto de financiación federal? «Primero el intento de asesinato», me recordé a mí misma. Sin embargo, no pude evitar una rápida fantasía en la que Barack y Michele me felicitaban en una ceremonia privada celebrada en el ala oeste. No, tampoco necesitaba tanto, puede que bastara con un té en el Despacho Oval. O con un refresco en el club, en un momento hurtado a su agenda. Eso estaría bien.
De un solo movimiento, Imogene sacó la aguja, colocó mi mano izquierda sobre una gasa y me dobló el brazo derecho.
—Apriete aquí —me indicó. Luego se recostó en su silla y esbozó una extraña y falsa sonrisa, con todos los dientes a la vista.
—¿Qué…, qué pasa? ¿Qué está haciendo?
—Sonreír para la cámara.
Sentí que una sonrisa estridente se instalaba sobre mi propio rostro. Aquello no podía estar sucediendo, otra vez no. Desenmascarada por dos abuelas en menos de una semana. Me pasé la lengua por los labios y luché por que no me fallara la voz.
—¿De qué está hablando? —gemí al fin con un tono de falsete digno de un coro infantil.
Se encogió de hombros y señaló mi collar.
—No nací ayer.
—No tengo ni la menor idea de lo que está diciendo —protesté. Pero ya había abandonado la mesa de examen, con la manga bajada y tenía una mano sobre el picaporte.
—Mire, cielo, me da igual a qué esté jugando. Pero me gusta este trabajo. Es fácil. Es agradable. Me pagan bien. Quiero conservarlo.
—En serio, no…
—Oh, déjelo —dijo, no sin amabilidad—. Jeremy nunca viene cuando las chicas están aquí. No sé por qué y, como le he dicho, no me importa. Pero el caso es que su amiga y él no se han visto nunca, que yo sepa. Si es usted una amante despechada, no es asunto mío. Pero no ponga en peligro mi puesto de trabajo.
Decidí lanzar mi fachada por los aires.
—Créame, no soy su amante.
Imogene se rió con ganas mientras metía la muestra de sangre que me había extraído en una centrifugadora.
—No sea muy dura con él, querida. Es un chico nervioso. Necesita más fibra.
En cualquier momento, Paulina podía atravesar las puertas como un vendaval, para echarme de allí, o algo peor.
—Lo que pasa es que… —insistí desesperada—. ¿Está segura de que nunca ha visto un papel o cualquier otra cosa del INS o de quienquiera que se lleve los óvulos? ¿Un nombre? ¿Una carpeta? ¿Nada?
Sacudió la cabeza y luego miró fijamente la centrifugadora. No sabía si era un gesto de rechazo o la confirmación de que en realidad no sabía nada.
—Vale, bueno, gracias.
—Supongo que no volveré a verla —murmuró mientras se volvía hacia la máquina.
—Eh… —balbucí, insegura de todo salvo de lo mucho que necesitaba salir del Instituto Summa—. Sí, no, volveré —respondí con voz cascada y poco convincente.
—Rechurch.
[16]
—¿Perdone?
Estaba de espaldas a mí.
—Ese nombre aparece con frecuencia en la documentación. De hecho es el único al que he visto.
—¿Rechurch?
—Rechurch.
—Gracias —dije con un hilo de voz.
—Dile a quienquiera que esté investigando que será mejor que esto no me cueste la pensión.
Paulina estaba tecleando en el ordenador cuando salí de la sala de exámenes. Le dije que me sentía mareada tras la extracción de sangre —no había desayunado, me disculpé— y le aseguré que volvería al día siguiente con toda la documentación necesaria. Mientras huía de la oficina, el corazón me martilleaba en los oídos ahogando todas mis preocupadas preguntas.
Doblé corriendo la esquina y me introduje con precipitación en el asiento de atrás del coche de Pippa, donde, como cabía esperar, me recibieron las atronadoras carcajadas de Tommy.
—¡Mierda, Zepha, te has cargado tu tapadera! Disculpe mi lenguaje, comisaria.
—Ya vale. ¿Cómo lo hubieras hecho tú? —le espeté, al borde de la hiperventilación.
—¡Tío, te ha pillado a la primera! —aulló.
—¡Quizá deberíamos haber usado un collar que no fuese del tamaño de un puto planeta!
—¡Ju, ju, ju, Zepha está cabreaaada!
Di dos manotazos sobre el cuero del asiento.
—¿Habéis terminado? —quiso saber Pippa desde el asiento del conductor. Se negaba a dejar que nadie la llevara en el coche, al contrario que los demás funcionarios públicos. No quería transmitir una imagen inadecuada, solía decir. «Inadecuada», en serio.
Rechurch. ¿Rechurch? ¿Había alguna iglesia gigante involucrada? ¿Dónde estaban las iglesias gigantes en Nueva York? ¿Había sitio para ellas?
—¿Creéis que es algo religioso, algún fraude divino? —me pregunté en voz alta. Puede que sí que fuese un proyecto eugenésico. ¿Cuántas tangentes podían derivarse del caso antes de que llegáramos a alguna resolución?—. En el nombre de Dios, ¿qué significa «Rechurch»?
—La hermana Michel Bernard me lo explicó cuando iba a Nuestra Señora de los Palos —comentó Tommy—, pero como me zurraba tanto, acabé por olvidarlo.
—Ya, culpa a las monjas —dije para mí mientras contemplaba la calle Watts por la ventana.
Pippa arrancó y giró. Enderecé la espalda tratando de perder el aire de adolescente enfadada.
—Lo has hecho bien, Zephyr. Es una lástima que te hayan pillado pero ahora tenemos que actuar muy de prisa.
—Estoy actuando lo más de prisa que puedo —protesté.
—Pues más.
Desde luego, cuando Pippa había dicho «Pues más», no se refería a correr en dirección oeste por la calle Perry a las siete de la tarde para llegar antes que mi amiga maldita y deprimida a una fiesta de los no Oscar. Me había pasado toda la tarde pegada al ordenador, navegando por todas las bases de datos y los motores de búsqueda que a Pippa, Tommy y a mí se nos habían ocurrido, tratando de encontrar eso de «Rechurch», y de hacerlo encajar con las piezas de Summa-Jeremy-Samantha-veneno-limonada-dinero-transferencia. Pippa llamó a su amigo, el otro coleccionista de Lucites, y confirmó que Jeremy seguía vivito y coleando, y retenido en contra de su voluntad en Bellevue. Yo llamé al asilo y allí me dijeron que Samantha estaba haciendo enemigos a diestro y siniestro, pero continuaba allí.
Necesitaba una pausa. Mi plan era atacar los entremeses, oír un par de discursos, cotillear a los invitados y volver a la oficina. Trabajaría toda la noche, pero necesitaba una pausa.
Mercedes respondió al timbre.
—¡Soy yo! —dije, mareada por el agotamiento y el miedo que había pasado. En el ascensor tapizado de seda traté de cambiar el chip. Fuera asesinatos y adelante con el glamour.
Salí en el piso doce a un oasis de sosegada y elegante actividad. Si Lucy había insistido en una decoración tipo universitario para su apartamento gemelo del otro lado de la calle, Mercedes y Dover tenían una casa de gente madura. Los sofás bajos, las alfombras discretas y las esbeltas lámparas con pie metálico creaban tres confortables rincones esparcidos frente a los grandes ventanales. A lo largo de la pared interior había una serie de retratos de compositores casi a tamaño natural, algunos de Avendon y otros de Platón. El espacio donde Mercedes practicaba se encontraba en un rincón apartado del piso, con el atril orientado de tal forma que al tocar lo hiciera mirando al río.
Aquella noche había docenas de velitas de té en todas las superficies que no estaban cubiertas de bandejas con viandas de producción local, carnes de animales alimentados con pastos naturales, a las que se había añadido rúcula y cubierto con albahaca. Los camareros deambulaban de acá para allá dándose aires y tratando en vano de disimular cuánto les gustaba estar allí aquella noche.
—Me alegro mucho de que estéis aquí, chicas —murmuró Mercedes en un gesto impropio de su genéticamente imperturbable persona.
—¿Incluida Macy?
—Incluida Lucy.
—Pensé que te acostumbrarías a todo esto —dije. Empecé a quitarme el suéter, pero entonces me acordé de que aún llevaba la pistola. ¡Joder! No había tenido tiempo de ir a casa a cambiarme y guardarla. Teniendo en cuenta que la pareja de Hollywood pagaba una fortuna por aparentar dejadez, no iba demasiado informal, pero me iba a cocer.
—Me he acostumbrado, más o menos, pero esto es un poco excesivo. Incluso para mí. —Señaló la multitud desde el refugio del vestíbulo.
Dover Carter había enardecido la libido de mujeres de todas las edades, tanto por el hecho de que era un acreditado buen tipo como por su parecido con Cary Grant. Sus apariciones regulares al frente de las comisiones humanitarias de las Naciones Unidas en pro de numerosos pueblos oprimidos, su valiente proselitismo en apoyo de candidatos liberales de valía y su predisposición a ganar peso para encajar en un papel (que confirmaba, a los ojos de sus fans, su falta de vanidad) habían hecho de su soltería algo aún más misterioso y tentador.
A la edad de cuarenta años, se enamoró hasta las trancas de una de mis amigas, hasta tal punto que cuando ella expresó sus graves dudas acerca del enorme abismo que separaba sus respectivos estilos de vida y círculos sociales —él solía encabezar las listas del hombre más sexy del año, mientras que ella podía pasarse una tarde entera en un sótano de Avery Fish Hall hablando de colofonia—, Dover había entrado en una especie de semirretiro voluntario. Y allí se había quedado durante los tres años que habían pasado juntos desde entonces, sin hacer más que una película al año. Era feliz viviendo entre nosotros los mortales, pero esto no cambiaba el hecho de que su mejor amigo era Ben Plank, con el que había coprotagonizado las tres películas de
Latas de caldo
. Ben estaba casado con Aphrodita Jones, el conocido bombón filantrópico, y aunque yo había pasado una velada muy a gusto con ellos, pidiendo comida en chino —un intento experimental por parte de Dover y Mercedes de unir sus círculos de amistades, del mismo modo que otras parejas unían sus bibliotecas—, era complicado no sentirse del todo fascinada cuando Phrodie (como la llamaban sus amigos) me engatusaba para jugar al escondite con dos de sus tres hijos adoptivos.
—Caray, ¿ese de ahí es De Niro, de verdad? —pregunté.
—Sí, y ésas son Streep, Connelly y Moore, sólo que se supone que debo llamarlas Meryl, Jen y Julie como si tal cosa. Dame el suéter, Zephyr, lo dejaré en el dormitorio. —Lo dijo con voz rara.
—¿Estás enfadada o algo así?
Pestañeó y cerró los ojos un momento.
—No —contestó tratando de convencerse a sí misma—. Sabía dónde me metía cuando me casé con él. Y sigue siendo mi Dover, mi chico. Y sólo es una noche y luego, mañana, podré sentarme y pasarme todo el día peleándome con la Quinta de Shostakovich. —Dirigió una mirada anhelante hacia el lugar donde descansaba una de sus violas, sobre un soporte de teca al otro lado del piso. Ed Norton la estaba admirando—. Dame el suéter —repitió.
—No, tranquila, prefiero dejármelo puesto.
—¡Te vas a asar!
Me encogí de hombros. En algún momento, hablaría a mis amigos y a mi familia sobre mi nuevo y letal accesorio, pero aquél no me parecía el más apropiado.
Dover salió del dormitorio y recorrió la multitud con la mirada. Llevaba una rebeca abotonada por encima de una camiseta y unos pantalones de color caqui.
—¿Le paga a alguien para tener tan buen aspecto con ropa corriente? —pregunté a Mercedes.
—Antes sí, pero ahora las visitas a casa del estilista están limitadas a las noches de gala.
Dover dio unas cuantas palmaditas en los hombros a gente que pasaba a su lado. Al localizar a su esposa se vio cómo se relajaba. Se abrió camino hasta nosotras y me envolvió en un abrazo de oso, antes de pasar un brazo alrededor de Mercedes. Los dos eran ridículamente altos y guapos y el hecho de que fuesen de colores diferentes los hacía aún más ridículos. «No sólo son amables, guapísimos, ricos y están llenos de talento, sino que encima son una pareja interracial», pensé. Nadie debería ser tan perfecto.