Me levanté y me acerqué al escritorio con cara de disculpa.
—Perdone. ¿Podría hablar con Paulina en lugar de con Sander? He oído cosas maravillosas sobre ella.
Matrioska me sonrió, aliviada aún por el fin de la alteración.
—Bueno, no veo por qué no. Seguro que puede sacar unos minutos para una amiga de Lucy. —Se llevó el teléfono al oído y pulsó un botón—. Mmmm, debe de estar hablando.
Volví a sentarme, casi incapaz de tragar saliva. Miré el reloj. Al cabo de un minuto, me levanté y volví a acercarme.
—¿Le importaría probar de nuevo?
Esta vez la sonrisa no fue tan grande, pero, aun así, marcó.
—¿Nada? —pregunté.
—Deje que vaya a ver.
Hice ademán de seguirla.
—Aguarde aquí.
Esperé a que la puerta estuviera a punto de cerrarse y entonces la sujeté y seguí a Matrioska, que en aquel mismo momento estaba doblando un recodo del pasillo. Me asomé al llegar allí y vi que llamaba a una puerta con una placa de bronce que rezaba «Sala de exámenes». Tras una breve conversación con alguien que había en su interior, frunció el cejo y se trasladó a otra puerta que se veía ligeramente entreabierta: «Oficina». La seguí de puntillas.
El fotógrafo se encontraba allí, reclinado sobre una silla y sacando fotos con aire perezoso de todo cuanto le llamaba la atención: una colección de figurillas, un diploma enmarcado de Columbia, una planta de áloe vera… Parecía estar solo.
—¿Dónde está Paulina? —inquirió Matrioska, como si temiese que el sujeto se hubiera librado de su jefa.
Éste se encogió de hombros y le sacó una foto.
—¿Hay una escalera de emergencias por detrás?
Matrioska se volvió con una mano en el corazón.
—¿Qué está haciendo usted aquí? ¡Vuelva a la sala de espera, por favor! —Su mundo volvía a estar patas arriba.
—Pero ¿la hay? —inquirí.
Enfurecida, señaló un cartel de salida que había en una puerta al final del pasillo.
—Oh, Dios mío —exclamé—. Oh, Dios mío, oh, Dios mío, oh, Dios mío. ¡Se ha escapado! —grité para mí, como si Pippa y Tommy no pudieran oír ya hasta la más pequeña de mis respiraciones. Crucé corriendo el pasillo y me abalancé sobre la puerta. Miré por el hueco de la escalera hacia abajo. Nada. Nadie—. ¡Maldita sea!
Bajé a toda velocidad los tramos de escalera hasta llegar al primer piso, convencida de que iba a vomitar. No solía marearme casi nunca. ¿No era la pérdida del equilibrio un indicio de que me estaba haciendo vieja? Al salir corriendo al exterior, me encontré frente a un callejón. Pippa y Tommy estaban aparcados a un lado del edificio, en la calle 63, pero sin tener la referencia de una avenida o del movimiento del tráfico en una dirección conocida, me quedé, de momento, desorientada. Seguí a ciegas el callejón y salí a una calle lateral. Al ver un toldo, exhalé un suspiro de alivio.
—Estoy en la 62… enfrente del 127 de la East 62. El toldo de color rojo fuerte, al norte. Si alguien sigue ahí…
Recorrí la calle con la mirada en ambas direcciones. Al cabo de un minuto, el coche de la CIE dobló la esquina chirriando.
—Lo siento, lo siento mucho —gemí mientras me subía al asiento de atrás.
—No puedo creer que no hayamos cubierto la salida de incendios —refunfuñó Pippa, tan molesta consigo misma como conmigo y con Tommy, que por una vez guardaba silencio—. Qué despiste más monumental. Sólo porque van de punta en blanco, asumimos que no van a ponerse las zapatillas y ahuecar el ala. Idiotas. ¡Idiotas!
Se apartó del bordillo quemando rueda.
—¿Adónde vamos?
—A Bellevue. Trataremos de atrapar al menos a uno de los sospechosos, ¿vale?
Me recosté en el asiento y me apreté los ojos con los dedos.
—Zephyr, piensa. ¿Dónde vive Paulina? ¿Adónde podría ir? ¿Cómo se apellida, joder?
—Nos conocimos ayer —dije, al borde de las lágrimas—. ¡No lo sé! No, espera. —Me acordé del diploma que me había parecido ver—. Ge —concluí con voz apagada—. Comienza con una ge.
—Oh, qué más da, lo más probable es que haya usado un alias. Vamos a mandar a los aeropuertos una descripción física. Además, tenemos que presionar a Jeremy Wedge todo lo que podamos.
Mientras observaba cómo pasaba rauda la ciudad a nuestro lado, me sentía como una niña que se ha portado mal. Miré por las ventanillas de los taxis que nos rodeaban y me pregunté por un breve instante qué historias estarían sucediéndose en aquellos asientos traseros. ¿Gente de camino a funerales? ¿Que volvía a casa después de haber firmado los papeles de un divorcio? ¿Que iba a que le diagnosticaran una enfermedad mortal? ¿Alguien más que acababa de meter la pata hasta el fondo en el momento crucial de una carrera incipiente? ¿Alguien más a quien iban a despedir al cabo de unos minutos? O ni siquiera eso. Había arruinado por completo mi período de aprendizaje, lo que significaba que ni siquiera podría presentarme al examen de la licencia la primavera siguiente. No estaba enfadada con Paulina. Se limitaba a cumplir su papel como delincuente. El mío tendría que haber sido atraparla.
Facultad de Medicina: fracaso. Facultad de Derecho: fracaso. Agencias de la ley: fracaso. Zephyr: fracaso. Lo que quería era acurrucarme en los brazos de Gregory y quedarme allí una eternidad. Pero tampoco podía hacer eso.
Mientras las lágrimas amenazaban con escapárseme, sonó el móvil. El número principal del hotel. En aquel momento, no tenía tiempo ni paciencia para Asa y sus trivialidades, pero si existía la menor posibilidad de que fuese Ballard, tenía que contestar.
Aspiré profunda y temblorosamente.
—Sí —respondí con un resoplido.
—Zephyr, mi acupuntora abre dentro de hora y media. ¿Podrías cubrirme?
Pensé en colgarle, pero entonces me acordé de que estaba a punto de verme en el paro y comencé a reírme de manera histérica. Tal vez pudiera conseguir un trabajo permanente como conserje del hotel Greenwich Village.
—No, Asa, no puedo, hoy no. Ni hoy ni en un millón de años.
—Tampoco hace falta que te burles. Sólo era una pregunta. —Hizo una pausa—. En seguida la atiendo —le dijo a alguien en el vestíbulo, y luego de nuevo a mí—. Discúlpame por molestarte con mi dolor crónico. Ya le he dicho que la atiendo en seguida. Dios —murmuró.
De fondo se oía el ruido familiar que producen los gritos de una huésped irritada.
—Le he dicho que en seguida la atien… ¿Jeremy? No, Jeremy no está aquí en este momento. No tengo ni la menor idea de cuándo…
—¡Asa! —grité al teléfono al tiempo que enderezaba la espalda como impulsada por un resorte. Pippa y Tommy volvieron la cabeza hacia mí—. Por amor de Dios, por favor, Asa, por una vez en tu vida, préstame atención. ¿La mujer con la que estás hablando mide como un metro setenta y cinco, es de piel oscura y pelo negro y va bien vestida? Con… —Cerré los ojos con fuerza. Lo único que podía ver eran chales, franjas y pañuelos—. Bueno, no sé cómo explicar lo que lleva. —Pippa sacudió la cabeza con incredulidad al constatar nuevas carencias de su subordinada.
—Bueno, lleva una peluca rubia que no le va nada —susurró él—. No sé a quién se cree que engaña.
Al fondo, de nuevo, oí la que sin lugar a dudas era la voz de Paulina. Al menos uno de mis cinco sentidos aún funcionaba.
—Asa —le dije con la boca seca—. Entretenla ahí. Haz lo que sea necesario, pero no dejes que se vaya. Dile que te acabas de enterar de que Jeremy está de camino. Le han dado el alta y se dirige al hotel.
—¡Qué bien! ¡Me alegro mucho de que esté mejor!
—Excelente. Sigue así. Invítala a comer, dale una vuelta por las habitaciones… Lo que sea, pero que no se marche, por favor. ¿Puedes hacerlo?
—¿Es famosa? —susurró Asa mientras Tommy abría la ventanilla y colocaba una luz de emergencia sobre el techo. Pippa encendió la sirena, abandonó la ruta del este con un giro a la derecha y salió disparada hacia el sur.
—¿Cómo?
—¿Es su hermana perdida?
—¿Sabes quién es, Asa? Una inspectora encubierta que trabaja para Revlon.
Oí un jadeo.
—¿Y eso qué significa? —dijo con un hilo de voz.
Que me aspen si lo sabía.
—Tú no dejes que se marche, ¿vale?
—Puedes contar conmigo, Zephyr.
A las cinco y media de aquella tarde, la cerveza pasaba oficialmente a gustarme. Estaba empezando mi tercera Red Stripe, por cortesía de la taberna White Horse y de una docena de colegas de la CIE que no dejaban de pagarme rondas y tomarme el pelo. Era una muestra de afecto que había empezado a aceptar e incluso a apreciar.
—Y se pone a gritar «¡Oh, Dios mío, oh, Dios mío, se ha escapado!» —le contó Tommy O. al grupo con una vocecilla aguda que no se parecía a la mía ni en mis peores pesadillas.
—No lo dije así —protesté mientras apoyaba las dos manos sobre la mesa para enderezarme.
Tommy R. sacó una pequeña grabadora y divirtió al grupo con mi explosión de pánico, grabada con toda claridad por el collar que él mismo había creado.
—Oh, lo dijiste exactamente así, Zepha. —Sonrió y luego puso cara pensativa—. Eh, Mikey —dijo al voluminoso detective que tenía a su lado—. ¿Cuántas veces has sacado el arma?
—¿Con mi esposa?
—No, no, en el trabajo. En tus veinte años en la policía y luego en la CIE. ¿Cuántas?
Dejé que mi cabeza cayera sobre la mesa. Estaba pegajosa. Pero en aquel momento no me importaba.
—Eh…, déjame que lo piense —respondió Mikey con un tono reflexivo tan falso como el del otro—. En veinticinco años, he sacado el arma tres veces. Y sólo la he disparado una vez.
—Tres veces, ¿eh? Bueno, Zepha, tú tienes la tuya hace… ¿cuánto…?
—Cuatro días —le contesté a la mesa con un murmullo.
—¿Cuánto?
—Cuatro días —refunfuñé en medio de las carcajadas generalizadas.
Pippa había aparcado junto a la entrada del hotel y yo había saltado del coche antes incluso de que parara. Al menos, en esta ocasión habíamos llamado por radio y teníamos la seguridad de que todas las salidas estaban cubiertas.
Crucé las puertas deslizantes, seguida de cerca por Tommy O. En el interior, Asa estaba solo en su mesa.
—¿Dónde está, Asa? —grité.
—¿Zephyr? ¿Llevas maquillaje? Y ese traje… Oh, Dios mío, ¿es de Dior? ¡Estás increíble!
—¡Que ¿dónde está?! —Como la hubiera perdido, me echaría a llorar. Por un instante me acordé de la sombra de ojos tatuada de Zelda.
—Tranquilízate. Está en el servicio de señoritas. Estamos teniendo una conversación muy agradable, aunque ella está fingiendo muy bien. Cualquiera diría que no conoce los colores de esta temporada. Es una excelente…
En ese momento llegó Paulina desde el servicio. Al verme, dio media vuelta y se encaminó a la escalera.
—¡Quieta! —grité—. ¡CIE!
Y entonces saqué el arma, algo que, visto con perspectiva, probablemente no fuese necesario, puesto que Paulina, en efecto, se había quedado quieta al oír mi orden. Asa soltó un chillido y se ocultó detrás de la mesa, lo más sensato que había hecho en las últimas semanas.
—Manos arriba —añadió Tommy.
Paulina hizo lo que se le decía. Así como los huéspedes que tuvieron la desgracia de salir del ascensor en ese instante.
—¿CI qué? —preguntó Asa desde detrás de la mesa.
—Está usted arrestada —dije mientras miraba a Pippa en busca de confirmación. Asintió y Tommy sacó unas esposas—. Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga podrá utilizarse…
—¿Qué demonios está pasando aquí? —Hutchinson salió a grandes zancadas de su oficina. Me miró, con los taconazos y arma en mano, y pestañeó varias veces—. ¿Zephyr? —Por una vez, se había quedado sin palabras.
—¿Hay alguna habitación que podamos usar? —preguntó Tommy con voz irritada mirando a Asa, que levantó un dedo y señaló a Hutchinson para identificarlo como autoridad vigente.
Dos minutos después estábamos instalados en una sala del primer piso, con Paulina sentada en una de las camas con aire de indignación y la peluca rubia en las manos esposadas. Pippa, Tommy y yo estábamos en la otra, mirándola.
Terminé de recitar las advertencias de la ley Miranda.
—Ahora que sabe y comprende los derechos que le acabo de leer, ¿está dispuesta a responder a mis preguntas sin un abogado presente?
—No necesito abogado —contestó en tono despectivo.
—¿Eso es un sí?
—Soy más lista que cualquier abogado y no he hecho nada. Pregunten lo que quieran.
Toqué el diamante de pega que llevaba clavado en la clavícula y la transmisión se reinició. No es que el vídeo fuera necesario, pero ya que iba cargada con el equipo y la sospechosa estaba dispuesta a colaborar, tampoco nos haría daño tenerlo.
—Vuelva a decirlo —le pedí a Paulina—. Diga su nombre y su intención de renunciar al asesoramiento legal.
Enarcó las cejas: «Aficionados».
—¿Y eso de qué le va a servir?
Señalé el collar que llevaba.
—Soy un circo ambulante.
Su expresión de sorpresa y renuente admiración resultó muy gratificante.
—¿Puedo fumar? —preguntó Paulina, una vez cumplidas las formalidades.
—Por supuesto que no —le contesté.
—Qué país más estúpido —murmuró.
—¿Quiere un chicle de nicotina? —le ofreció Tommy. Paulina lo fulminó con la mirada, pero luego abrió la mano. Comenzó a masticar con furia y después, para mi sorpresa, se dejó caer de lado sobre las almohadas, con la espalda rígida. Era una pose de resignación.
—Vale —dije mientras, por primera vez en varias horas, también yo respiraba hondo—. ¿Qué tal si nos cuenta lo que queremos saber?
Tenía treinta y ocho años, era oriunda de la República Checa y había venido a Estados Unidos con una beca completa para Barnard. Luego obtuvo un máster en Columbia, pero incluso pertrechada con dos de los mejores títulos del país, seguía sin saber qué hacer con su vida. Así que acudió a uno de esos seminarios titulados «¿De qué color es su paracaídas?», donde conoció a otros licenciados tan cualificados y tan desorientados como ella. Me sorprendió descubrir que nuestro Lotario
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del
laissezfaire
había pasado por un momento de incertidumbre con respecto a su futuro. En un momento determinado, incluso barajó la posibilidad de convertirse en arboricultor. El caso es que Paulina y él comenzaron a salir y se enamoraron. O, más bien, ella se enamoró. No estaba segura de que él también la hubiera querido. En cualquier caso —se encogió de hombros—, eso ya no importaba.