—¡Samantha! —exclamé de pronto.
—En efecto —convino Pippa.
—Tenemos que arrestarla —dije de mala gana.
—No creo que a ninguno de nosotros le apetezca demasiado. Hablaré un momento con el señor McKenzie y luego O’Hara y yo te acompañaremos al asilo. —Pippa llamó a la puerta y la dejé pasar.
Finalmente reparé en Asa, que seguía allí de pie en el pasillo, escuchándolo todo, con las manos pegadas a sus carrillos regordetes, asombrado.
—Zephyr, ¿eres… poli? —preguntó con tono de sorpresa.
Tommy se echó a reír a carcajadas.
—No, una agente de paz. Trabajo para la Comisión de Investigaciones Especiales.
—¿Eso es como ser poli?
—Más o menos —admití.
—Qué…, qué… —Los oxidados engranajes de su cerebro chirriaron al repasar todas nuestras conversaciones del mes pasado—. ¿Quién lo sabía?
—Sólo Ballard.
—Pero ¡si eras amabilísima con los huéspedes! ¡Y trabajabas muchísimo! —Me habría gustado que Pippa hubiese oído también aquello—. ¡Y ni siquiera era tu verdadero trabajo!
—Bueno, así es el trabajo de incógnito —respondí con modestia.
—¡E incluso me ayudaste a llamar a Cracker Barrel y también a Kleenex!
Las cejas de Tommy se levantaron al instante en un gesto de perplejidad y rechifla y supe que de algún modo, algún día, cuando averiguara lo que quería decir aquello, lo usaría en mi contra.
—Eso también era parte de mi tapadera.
—Caraaaaaay.
Fue una reacción muy gratificante.
Pippa volvió a salir y se alisó su vestido negro de lunares rojos.
—Bueno, padre e hijo van a necesitar algún tiempo para aclarar las cosas. A Junior no le hace mucha gracia que no le contaran nada del asunto.
—Era uno de los sospechosos potenciales.
—Sí y ya te imaginarás lo feliz que le hace eso. Parece apegado a su primo hasta límites… horribles.
Los tres dejamos que calaran las implicaciones de este último comentario antes de decir nada.
—¿Creéis que había un poco de…? —Tommy meneó los dedos en el aire.
—Oh, no —respondió Asa con firmeza y los tres lo miramos, sorprendidos por la seguridad de su voz—. Yo creo que Jeremy es la única persona del mundo a la que Hutchinson quiere. Incluso la única que le gusta. Odia a todos los demás, incluido él mismo —dijo sencillamente—. Pero no es algo sexual ni nada de eso.
Me pregunté de dónde saldría aquella certeza.
—Se portaba tan mal contigo, Zephyr, que al principio pensé que estaba ocultando una atracción. Pero entonces me di cuenta de que en realidad no le gustabas.
—Gracias.
—Pero tampoco se porta de otra manera con los gays. O sea, tenemos montones de huéspedes del ambiente y… nada. Sólo es un chico triste, solitario y enfadado.
—Parece que has pensado mucho en esto.
—Hago algo más que llamar a números 800. Oye, Zeph —dijo mientras los cuatro nos dirigíamos al mostrador de recepción, frente al que esperaba una fila de huéspedes irritados—. Sé que no es tu trabajo de verdad, pero ahora que ya habéis cogido a los malos, ¿habría alguna posibilidad de que me cubrieras una última vez para que pueda ir a la sesión de acupuntura? Hoy el tobillo me está matando, de verdad.
Esbocé una mueca de disculpa.
—¿Dejas que te claven agujas por diversión? —le preguntó Tommy.
Vi que Asa comenzaba a calentarse, pero antes de que pudiera embarcarse en una apasionada defensa de la ciencia médica de Oriente, lo interrumpí.
—No es una simple acupuntora, ¿verdad, Asa? Es bruja. Usa agujas y conjuros y a Asa le funciona, que es lo único que importa. —Dirigí a Tommy una mirada entornada para indicarle que no debía cebarse con una víctima tan fácil—. Vámonos —les ordené.
Tommy movió los labios de lado a lado mientras sopesaba las posibles respuestas, cualquiera de las cuales tenía muchas probabilidades de hacer llorar a Asa.
—Tengo un amigo al que le dan miedo las montañas rusas. ¿Crees que podría ayudarle? —preguntó con toda seriedad.
—¿Qué pasa, teme que se pueda salir del armario de una sacudida? —me burlé, mientras Asa se apresuraba a responder:
—Oh, desde luego, puede ayudar a quien sea con lo que sea.
Tommy apuntó la dirección de correo electrónico de la bruja. Asqueada, sacudí la cabeza y llamé al asilo de la calle Hudson. Al menos uno de nosotros tenía que seguir trabajando.
—Arturo —dije simplemente al oír su voz seca—. Soy Zephyr Zuckerman, una de tus voluntarias. Quería pasarme a ver a Samantha Kimiko Hodges. ¿Anda por ahí?
Oí un roce de papeles y algo que empezaba a pitar. Me pregunté si me habría oído.
—¿Una muy bajita? ¿Japonesa, con acento judío? —preguntó al cabo de una pausa.
—Sí. —Dediqué un momento a dejarme impresionar por el hecho de que, a pesar de su aspecto distraído, Arturo recordara tan bien a cada uno de los ancianos encomendados a su cuidado.
—Se ha ido.
Esto ya no me impresionó tanto.
—¿Perdona?
—Se ha marchado esta mañana. Hizo el equipaje. Dijo que se iba al norte.
—¿Cómo al norte? —inquirí, presa del pánico—. ¿A la calle 125? ¿A Canadá? ¿Adónde?
—A Poughkeepsie.
—¿A Poughkeepsie? ¿Y qué hay en Poughkeepsie?
—¿Y yo cómo quieres que lo sepa? Adiós, ¿vale?
—¡Espera! —exclamé. Pude captar la impaciencia de su silencio. Tenía que conseguir que se mantuviera al aparato mientras trataba de pensar—. ¿Puedes deletrear Poughkeepsie?
—No lo creo —dijo, y colgó.
Sentí que Pippa me observaba.
—Dos de tres no está tan mal, ¿no? —sugerí con tono dócil.
—¡Sí! —aulló Tommy O. aquella noche en la taberna White Horse—. Si tienes al Padre y al Hijo, ¿quién necesita al puto Espíritu Santo?
Traté de encontrarla, en serio. Corrí en dirección oeste por Waverly Place tan rápido como me permitían los tacones y la falda ceñida de mi madre. Fui directamente al asilo en busca de alguna pista sobre el destino de Samantha. No me gustaba nada la perspectiva de tener que detener a una anciana de ochenta y tantos años, pero tampoco estaba dispuesta a dejar cabos sueltos. Ya había suficientes en mi vida, sin tener que aceptar otro, derivado de la conclusión de mi primer caso importante. No quería dejar nada que Tommy y los demás graciosillos pudieran sacar cada vez que se aburrieran.
Ni siquiera me molesté en fingir ante Arturo que era una voluntaria preocupada por el paradero de mi recién adoptada abuelita. Alicaída, saqué la placa y le pedí que me dejara subir. No esperaba impresionarle y no lo hice. Pero, aun así, me franqueó el paso.
De camino al cuarto de Samantha —corrección, su antiguo cuarto— peiné con desesperación el pasillo del tercer piso en busca de pistas. Los adornos de cumpleaños, que ya desde el principio habían sido tan desalentadores, estaban ahora en un estado lamentable y los globos deshinchados parecían escrotos. ¿Qué esperaba encontrar? Samantha no tenía nada que perder salvo la libertad.
Junto a la puerta de su propio cuarto, Alma Mae Martin estaba manteniendo una alegre conversación con un hombre al que le doblaba la edad. Vestido con traje y maletín, inclinaba los hombros con gesto deferente delante de ella. Saltaba a la vista que Alma Mae estaba disfrutando mucho de la conversación y sus carcajadas recorrían el pasillo a intervalos regulares y argentinos.
Me saludó meneando los dedos y siguió hablando con su… ¿abogado? ¿Amante? ¿Recién reencontrado sobrino? Fuera quien fuese, estaba segura de que nunca llegaría a saber cuál era la verdadera historia. Sin embargo, tenía muchas ganas de dejar que me regalara con cualquier historia de su elección en mi próxima visita. Porque seguiría yendo allí, me prometí. Las advertencias de mi madre sobre la infancia seguían resonando como electricidad estática en la parte trasera de mi mente, así como también mis ideas sobre mi propia vejez. ¿Cuántas de las personas que residían allí no tenían ningún familiar que las visitara? ¿Cuántas, al llegar la hora de despedirse de la vida, estarían usando una motosierra en el árbol genealógico familiar?
Abrí la puerta de la habitación 308 y examiné su desnudez. No quedaba nada en las paredes, ni en la cama, ni en el baño. No me sorprendía. Me senté sobre la colcha y me permití un instante de pausa, de auténtica pausa, por primera vez en varios días. Me quité los zapatos de sendas patadas y me froté las sienes. Me dolían. Por debajo de mí, los árboles del parque de Avingdon Square parecían esperar con aburrimiento la llegada del momento en que pudieran abrazar las tonalidades anaranjadas, rojizas y amarillentas que estaban viajando hacia el sur.
«Yo también habría huido», pensé mientras resistía el impulso de tumbarme. ¿Quién querría vivir el otoño desde aquella habitación? Si no podías ver cómo se marchitaban las hojas de los árboles junto a alguien a quien amabas —en cuyo caso, el sitio desde el que lo presenciaras tampoco importaba demasiado— querrías un lugar hermoso, incluso extravagante, si te lo podías permitir. Un globo de aire caliente. Una casita en las Catskills. La cubierta de un balandro en mitad del Hudson.
De repente tuve la certeza de que Samantha no había hecho algo tan poco inspirado como quedarse en el área de los tres estados. No volvería a caminar por sendas antiguas, ni forjaría otras nuevas en territorio familiar.
Me levanté y abrí cada uno de los tres cajones. En el último, casi invisible contra el fondo blanco, había una hoja doblada de papel del hotel Greenwich Village. La cogí.
«Mi querida entrometida, descanse tranquila. Esta antigua
kocker
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promete no volver a fingir que usted-ya-sabe-qué con nadie más. Permita que termine mis días en paz. Y no deje que le den gato por liebre.» Lo había firmado «Señorita Kimiko Hodges». Samantha ya estaba en un avión a… vaya usted a saber dónde. Durante un minuto me invadió una envidia tan intensa que me dejó un sabor a bilis en la boca.
Pero con la misma rapidez, me reprendí. ¿Por qué demonios tenía que tenerle envidia? Era joven, estaba sana, tenía trabajo, gente que me quería, me divertía, tenía comida que llevarme a la boca y una cama caliente en la que dormir. Pensé en la propuesta de Gregory, dispuesto a olvidarse de los niños por mí si accedía a mantener una conversación sobre el asunto una vez al año. Cada vez me costaba más recordar qué era lo que me había resultado tan insultante sólo cuatro días antes.
Paternalista. Había usado la palabra «paternalista». Pero es que mi reacción había sido infantil, pensé mientras observaba que unas flores impacientes bajaban flotando desde sus ramas, arrastradas por una suave brisa. Lo cierto era que, al igual que en el caso que estaba llevando, era lo poco nítido de la propuesta lo que me molestaba. El «de momento» que conllevaba. De momento no arrestaríamos a Samantha Kimiko Hodges. De momento, Gregory y yo podríamos estar en paz. Yo quería un sí o un no definitivo al cien por cien para seguir adelante. Ahora que me acercaba oficialmente a los treinta y pocos (que, a diferencia del Gran 3-0, parecía representar algo más que otra vuelta del cuentakilómetros), parecía que debía cerrar esos asuntos para pasar a la siguiente fase.
¿Qué siguiente fase? Era lo que había. Lo estaba viviendo, con sus cabos sueltos y todo.
Volví a subirme a los tacones y traté de levantarme, pero me dolían mucho los pies. Demasiado. Me los quité de nuevo, salí descalza de la habitación 308 y me encaminé al ascensor. De la residencia a mi apartamento había un paseo de un minuto y no tenía la intención de darlo con aquellos dos corsés para pies.
La visita de Alma Mae estaba esperando el ascensor, con la mirada clavada en los números iluminados que había sobre la puerta. Me saludó con un gesto de cabeza y una sonrisa rápida y tímida, y fingió no darse cuenta de que iba descalza. Un auténtico caballero.
El ascensor abrió las puertas con un ding y entramos. Traté de no hacer caso de las diferentes e inquietantes texturas con las que se encontraban las plantas de mis pies.
—¿Es amigo de la señorita Martin? —inquirí con educación. Podía justificarme ante mis ojos diciendo que era un testigo potencial de la huida de Samantha, pero lo cierto era que sólo estaba cotilleando.
Sacudió la cabeza.
—¿Un pariente?
Apretó los labios sin decir nada, pero con un gesto desagradable, como hacía yo cuando un desconocido me abordaba sin que lo deseara.
—Soy grafólogo especializado en firmas —respondió al fin.
Le lancé una mirada rápida para ver si me estaba tomando el pelo. Yo era la reina de los inventores de nombres de empleos chulos (pero falsos) para el ascensor o las fiestas. ¿Me estaría diciendo la verdad? ¿Habría falsificado Alma Mae una firma por algún motivo? ¿Habría participado de algún modo en lo de Samantha? ¿Sería el asunto más grande aún de lo que había pensado? ¿Habría más cabos sueltos todavía? No pude contenerme.
—¿Es que Alma Mae ha falsificado alguna firma?
—No —respondió él con alarma—. ¡En absoluto!
—¿Y alguien que ella conociera? —insistí.
Se subió las gafas por el puente de la nariz.
—Me envía la Biblioteca y Museo Presidencial John F. Kennedy. La señora Martin está en posesión de unas cartas. Muchas cartas.
—Ahhh —reí, aliviada—. Sí, de Jack, Bobby y Robert.
—¿También se las ha enseñado a usted? —preguntó con seriedad, como si fuese un alivio descubrir que alguien más estaba al corriente de un secreto que se moría de ganas de contar.
—Eh… —dije mientras lo miraba con cuidado. Su rostro estaba radiante y abierto y por fin me miraba a mí, en lugar de a la puerta—. No, sólo me ha hablado de ellas.
—¡Oh, son realmente encantadoras! Preciosas, increíbles. Y muy reveladoras. Los biógrafos van a tener un día de fiesta.
Abrí y cerré la boca varias veces antes de que ningún sonido se decidiera a salir por ella.
—¿Ha confirmado que son auténticas?
Asintió, contento.
—¿O sea, que Alma Mae tuvo de verdad una aventura con los hermanos Kennedy y con McNamara?
—Bueno, bueno, eso es asunto de la señorita Martin, ¿no? Aunque supongo que no lo seguirá siendo durante mucho tiempo. —Se rió entre dientes y sacudió la cabeza. Las puertas del ascensor se abrieron en el primero. El hombre se llevó los dedos a la sien en un gesto pasado de moda y luego desapareció.
Me quedé mirándole con un zapato colgando de cada mano y reevalué todo lo que creía saber sobre Alma Mae. Al parecer se podía ser una señora y tener cabos sueltos por todas partes… Posiblemente así le fuese más fácil a tu amante desnudarte con los dientes.