Traté de librarme de ella en la entrada de la estación de la calle Christopher, pero comenzó a bajar la escalera conmigo.
—Macy —dije mientras me detenía. Chocó conmigo—. Tienes que irte a casa.
—¿No puedo acompañarte? —preguntó con voz temblorosa—. Me quedaré sentada en tu despacho. Leeré una revista. No molestaré a nadie. Pueden dispararme si lo hago.
Comencé a reírme, pero parecía tan triste que dejé de hacerlo.
—Te dejaría. En serio. Pero es que no voy a la oficina —admití.
—Bueno, ¿y adónde vas?
Me acordé de cómo había perseguido a Lucy cuando nos conocimos, varios años atrás.
—Bueno, voy a pasar por la CIE, pero luego tengo que interrogar a alguien.
—No diré una sola palabra, te lo prometo.
—Vamos, Macy. Sabes que no puedes estar presente.
—No, no lo sé. Di que soy tu ayudante.
—No es eso —repuse mientras pegaba la espalda a la barandilla para dejar que pasara una madre con su carrito.
—Me tienes miedo, ¿no es así? —susurró.
—Oh, por el amor de Dios, no. Lo que pasa… —Levanté la mirada hacia el cielo y traté de pensar en un modo de librarme de ella sin herir sus sentimientos. Ojalá hubiera tenido tiempo de contarle la verdad—. Macy, estoy trabajando de incógnito. Cualquier otro día, te prometo que puedes venir a sentarte en mi cubículo.
Disfruté de la rara satisfacción de encontrarme en el extremo receptor de una mirada de embobada admiración.
—¿En serio? —chilló.
—No es nada del otro mundo —mentí—. Es un caso menor. —Con sólo una asesina, varias amenazas de muerte y centenares de miles de dólares en juego.
La verdad funcionó. Hora y media después, Macy no estaba en ningún lugar próximo a mis pensamientos o a mí. Pippa me dejó en la esquina de las calles Watts y Washington en Tribeca y yo me dirigí con la máxima celeridad hacia la calle Desbrosses. Llevaba una voluminosa cámara pegada a la clavícula, camuflada como un grueso colgante de jade y decorada con diamantes falsos que ocultaban un micrófono. La idea de que cada uno de mis gruñidos y suspiros estaba divirtiendo a Pippa y a Tommy O. me era de gran utilidad a la hora de mantener mi respiración bajo control.
Para su enorme satisfacción, Tommy había entrado en el caso para garantizar mi seguridad, pero yo tenía la sensación de que iba a pagar esa seguridad con mi cordura.
—Conque estás dentro —le dije cuando aparcó el coche cerca de la plaza Hanover.
—Estoy dentro, cariño, dentro. Y no se puede decir que las pericas hayáis reunido mucha…, ya sabes, información, pero estoy dentro. —Me enseñó los dientes en una sonrisa de loco.
—¿Acaba de decir «pericas»? —pregunté a Pippa mientras Tommy se hacía a un lado para dejar que ella se pusiera al volante.
—¿Acaba de ponerse insolente con un superior? —respondió Pippa.
Tommy mostró su arrepentimiento al instante.
—Comisaria, sólo era una broma… No quería decir nada…
—¿Has terminado, O’Hara?
Tommy apretó los dientes y asintió, aunque no había acabado ni de lejos. No cerró la boca ni un momento en el corto recorrido hasta Summa y nos contó una historia verdadera (o eso aseguraba) sobre un productor de porno, un inspector de pesos y medidas y un hurón llamado
Ruibarbo
. No me di cuenta de lo mucho que agradecía la distracción hasta que me llegó el momento de salir, sola, hacia el 25 de la calle Desbrosses. Comencé a sudar nada más doblar la esquina.
«Soy una posible donante de óvulos —me recordé mientras tocaba el collar con nerviosismo—. Que está comparando precios.» Para aquella misión me había olvidado de mi habitual atuendo de estudiante universitaria y lo había reemplazado por unos vaqueros, una camiseta con cuello de pico, un suéter hasta los muslos para ocultar la Glock y unas botas de montar, algo parecido a lo que había llevado Zelda (con la excepción, supongo, de la pistola). Como no tenía nadie a quien consultar para esa cita, ella me había servido como modelo sin siquiera imaginarlo.
Summa estaba en un edificio de ladrillo de cinco plantas, en una manzana industrial cuya metamorfosis en zona residencial había sido interrumpida por la recesión. Un mugriento andamiaje cubría media docena de fachadas, sin indicio alguno de actividad. Aspiré hondo, exhalé y toqué el timbre.
—¿Abigail? —chirrió una voz como respuesta. Una vez más, volví a preguntarme por mi incapacidad para inventarme nombres a partir de cero. Aunque al menos esta vez había usado el de una Chica Sterling de la costa Oeste y no el de un ex novio. No ex. Sí, ex. Sí. Ex, seguro.
—¿Abigail Greenfield? —repitió la voz. Vale, al menos podría haberme inventado un nombre distinto.
—Sí —dije con voz cascada—. Hela aquí.
—¡Me encanta! ¡Eres nuestra chica! —Un zumbido en la puerta me permitió acceder a un minúsculo vestíbulo. Era la primera vez que conseguía entrar a un sitio gracias a mi dominio del lenguaje. Daba igual que Tommy fuese a crucificarme. Cerré la puerta y me encontré de sopetón con una chirriante escalera de caracol.
—¡Por aquí! —cantó la voz, y por un instante tuve el presentimiento de que aquello era una trampa mortal y acabaría torturada en Tribeca. Un verdugo vestido de negro encajaría a la perfección en aquel barrio.
En el rellano había una chispeante mujercita de ojos brillantes y rasgos oscuros. Era un poco más baja que yo, pero transmitía una energía que se le salía por los brazos, las piernas y los hombros. Tenía la nariz afilada, pero el resto de ella era carnoso, cálido, sugerente… Vestía con un estilo precioso pero enrevesado cuyos dictados nunca podría llegar a descodificar. Había cosas envueltas y cubiertas, y un pañuelo y algo que era una mezcla de chaqueta y suéter que le llegaba a la altura de las rodillas. Era exactamente el tipo de mujer que podría convencerte para que donaras uno o dos óvulos.
Tras invitarme a cruzar una puerta abierta, pasamos junto a un esbelto logotipo estarcido, que recordaba haber visto en la página web, y luego entramos en una seria oficina de suelo enmoquetado, estanterías en las paredes y plantas por todas partes. Al pasar a su lado, me cogió por los hombros y me plantó un beso en cada mejilla.
—¡Soy Paulina! —declaró con tono alegre—. ¡Cuánto me alegro de que hayas encontrado el Instituto Summa! Siéntate, siéntate. ¿Te traigo un té? ¿Un Pellegrino? —Capté un atisbo casi imperceptible de un acento del este de Europa.
—Un café sería genial —dije mientras tomaba asiento en el borde de un sofá de ante borgoña y me preguntaba cómo se podía llamar instituto a aquella oficina de una sola habitación, situada detrás de la entrada del túnel Holland.
—Ajá. —Meneó un dedo en mi dirección—. Sólo tenemos descafeinado. ¿Vale así?
—Perfecto —asentí con tono animado. Mientras Paulina se entretenía en una pequeña cocinita situada al otro extremo de la sala, yo giré poco a poco sobre mí misma para tener una panorámica del lugar. Un grabado de Dalí, una imitación (supuse) de un huevo Fabergé y una mesa de cerezo que resplandecía bajo un foco empotrado, sobre la que había sólo una impresora, un fax y un ordenador portátil.
Me incliné a la altura de la cintura para observar la mesita de café que tenía delante, sobre la que descansaba un folleto con el eslogan «Inteligencia al servicio de la investigación». Después de la primera página me encontré con un número, una cifra en dólares que estaba a una galaxia de distancia de la que figuraba en la página web de Ova Easy. Antes de que tuviera tiempo de pensar en la abrumadora diferencia, una hoja suelta escapó del interior del folleto. Estaba impresa en gruesas letras negras y parecía el menú de servicios de un balneario. En una tipografía muy recargada, decía:
Truman ... ... ... ... ... ... ... ... ... . 2 .000 $ extras
Marshall ... ... ... ... ... ... ... ... ... 3 .000 $ extras
Rhodes ... ... ... ... ... ... ... ... ... . 5 .000 $ extras
Se solicitará documentación
—Bueno. —Paulina depositó con cuidado la bandeja delante de mí, con un café, una lechera de cristal y un azucarero de marfil—. ¿Sabes que lo estamos haciendo al revés? Lo habitual es realizar la entrevista después de revisar la solicitud. Pero queremos mucho a Zelda, así que hemos decidido hacer una excepción. —Me miró fijamente y comprendí que debía expresarle mi gratitud.
—Muchas gracias —cumplí.
—De nada. —Se sentó y entrelazó las manos sobre el regazo—. Y ahora, cuéntame: ¿de qué os conocéis, jovencitas?
Había dedicado algún tiempo a pensar en esa pregunta. La universidad y la infancia estaban descartadas, puesto que, por razones obvias, Paulina conocía a Zelda mejor que yo. Me serví un poco de leche y traté de responder con naturalidad.
—Somos meras conocidas. Hablamos por primera vez en el vestuario de Loehmann’s, en la última ocasión en que estuvo en la ciudad. Las dos tratamos de coger los mismos pantalones. —Me oculté detrás de la taza de café y observé su reacción. Esbozó una gran sonrisa.
—¡Fabuloso! ¡Me encanta! Qué ciudad, ¿eh?
Asentí.
—Bueno. —Sacó una carpeta de un cajón de la mesita de café—. Dentro de un momento te pondrás con el papeleo, pero primero háblame de ti. Aquí somos como una familia y me gusta conocer a mis chicas.
—Bueno —comencé con cuidado—. Tengo veinticuatro años. —Esperé. Sólo un alegre cabeceo. ¡Hurra! ¡Oficialmente, aún era joven! ¡O podía pasar por tal! ¡O algo parecido!—. Y estoy sana.
—Claro. El análisis de sangre lo confirmará. ¿Y has ido a la universidad?
—Eh… sí.
Se echó a reír con una carcajada que me resultó cortante, un desagradable contraste con respecto al resto de su semblante.
—Bueno, claro. ¿Dónde?
Y entonces me acordé de los comentarios sobre Rhodes y el eslogan y la lista de instituciones exclusivas del menú de color morado y se me ocurrió una mentira.
—Princeton.
—Qué maravilla. ¿Magna cum laude? ¿Summa?
Ah, como en el Instituto Summa. Decidí no forzar mi suerte.
—Magna.
—Ah, bueno, está bien.
—¿Podría preguntarte…? —comencé.
—Lo que quieras, querida. Pregúntame lo que quieras.
«¿Fuiste tú quien contrató a Kimiko Hodges para asesinar a Jeremy Wedge?»
—Veo que vuestras tarifas son el doble de las de otras clínicas de fertilidad. ¿Cómo es posible?
Arrugó el entrecejo durante un instante.
—Bueno, como ya sabes, querida, no somos exactamente una clínica de fertilidad.
El problema es que no lo sabía. Sentí que se me helaban las entrañas.
—Claro, no pretendía usar ese término. Lo que quería decir es que… —No tenía la menor idea de lo que quería decir. Simplemente, daba gracias a Dios de tener una arma.
El rostro de Paulina se suavizó un poco.
—Lo entiendo. Muchas de las chicas han pasado por las clínicas antes de saber de nosotros. Se olvidan. Tenemos donaciones, querida. Por eso podemos pagar quince mil dólares cuando los demás sólo pagan ocho. Muchas donaciones. El Instituto Nacional de Salud, por ejemplo, está usando nuestros datos en este momento para llevar a cabo un estudio. Y muchas de las chicas hacen cosas maravillosas con el dinero que les pagamos y están tan agradecidas que luego quieren devolvérnoslo. Somos una gran familia feliz. —Señaló con la cabeza el folleto que yo sostenía aún—. Después de que Sarah Palin dijera esas cosas horribles sobre los osos polares, una antigua clienta comenzó un programa de rescate y ahora está recibiendo montones de donaciones.
—¿Osos polares? —pregunté. Tuve que hacer un esfuerzo para no sucumbir a la risa ni al pánico.
—Osos polares. La gente quiere salvarlos.
—Son muy monos. —Tuve la sensación de que podía oír las atronadoras carcajadas de Tommy en el enorme silencio que siguió a esta frase—. Mmmm… ¿Y estos extras por qué son? —pregunté meneando la hoja morada.
—Por el estudio del INS, concretamente. Para establecer un vínculo entre la inteligencia y la genética.
—¿Eso no es eugenesia? —pregunté, alarmada.
—¿Y eso, querida?
—Los nazis…
—Oh. —Paulina desechó la comparación con un ademán y se rió—. Me asombra lo mucho que piensan las chicas de hoy en día. No, no, nada de eso, querida. Es una situación perfecta. Vosotras recibís un montón de dinero para financiar vuestros maravillosos proyectos, además de la tranquilidad de saber que ningún desaprensivo utilizará vuestros óvulos para engendrar bebés. ¿De acuerdo? Nada de descendencia desconocida suelta por ahí. Es nuestra manera de recompensar a las mentes más brillantes del país.
Traté de digerir aquello. Lo cierto es que parecía un trato bastante bueno.
—¿Quién más trabaja aquí? —Sus ojos se ensombrecieron ligeramente, así que añadí—: Es que has dicho «Es nuestra manera de recompensar…».
Señaló una puerta que había detrás de la que habíamos usado para entrar y que no había visto hasta entonces. ¿Dos puertas sí componían un instituto? ¿No hacían falta batas blancas, salas con luces rojas encima de la puerta y, al menos, un pasillo elevado?
—Imogene es nuestra técnica de laboratorio. Todo sucede ahí dentro.
—O sea, que sólo sois ella y tú. Supongo que eso permite mantener los costes bajos.
Los dedos de Paulina tamborilearon sobre la carpeta mientras ella enderezaba la espalda.
—Tengo un socio, pero en este momento está enfermo. —Hizo una breve y exagerada mueca—. Con un poco de suerte, se recuperará pronto. Vamos con el papeleo. Es bastante engorroso. ¿O prefieres empezar por los análisis de sangre?
—¡Me parece una gran idea! —proferí con un leve exceso de entusiasmo—. O sea, las agujas me ponen nerviosa, así que si podemos hacerlo cuanto antes…
Se levantó con brusquedad y tuve la desagradable sensación de que no estaba del todo satisfecha conmigo. No obstante, llamó a la puerta y la abrió.
—Imogene —dijo con su cantarina voz—, tenemos otra maravillosa candidata. Ésta es Abigail Greenfield. Abigail, Imogene. Estaré ahí mismo, Abigail, por si necesitas algo. —Salió caminando con suavidad, seguida por diversas prendas floridas.
Era una sala de exámenes médicos normal y corriente, con luces fluorescentes, una mesa acolchada, una pila y varios cajones con etiquetas. Una mujer de aspecto severo de unos sesenta y tantos, con rostro hinchado y unas cejas no alineadas, dejó su ejemplar de
Martha Stewart Living
a un lado y me miró desde una banqueta giratoria.