Samantha volvió a señalarme con el dedo.
—… disculpe, para no asesinar a Jeremy. —No sabía cuánto tiempo podría seguir fingiendo que aceptaba su interpretación de lo ocurrido, pero por el momento me reprimiría y dejaría de señalar que administrar a alguien un frasco entero de Ambien no era, por definición, un asesinato fingido.
—No conozco el nombre de esa mujer.
Una mujer. Me sorprendía, aunque no tendría por qué. Otro elemento para mi plan de reeducación feminista: las mujeres también son capaces de contratar asesinos. O asesinas, en este caso. Asesinas que eran miembros activos de la Asociación Estadounidense de Personas Jubiladas. Me pregunté si el mundo del hampa estaría adelantando al de los negocios legítimos al recurrir a prácticas de contratación progresistas. Tomé asiento en la cama.
—¿Cómo…? —Traté de dar con la pregunta que me llevaría al principio del asunto—. ¿Por qué…? ¿Cómo se conocieron?
Samantha siguió guardando el equipaje.
—Me encontró en la lista de Bernie Madoff
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—dijo con la misma tranquilidad que si estuviéramos charlando en los secadores de un salón de belleza.
—¿Perdone?
—La lista de las víctimas de Bernie Madoff está en todos los ordenadores. Aquella mujer me encontró así.
La aparición de ese nombre inesperado me desconcertó.
—¿Perdió dinero con Madoff, así que accedió a matar a alguien para conseguir más? —pregunté, incrédula. Seguro que mi imaginación estaba, una vez más, volando por ahí sin control.
—¡Fingir que lo asesinaba! ¡Eso es muy importante! ¡Lo fingí! Quien roba a un ladrón… —Se puso colorada—. Y no fue sólo por dinero. Mi marido lo perdió todo por culpa de ese
shmendrik
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, y luego no se le ocurrió mejor idea que sufrir un ataque al corazón, dejándome con
bupkes
.
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Me pellizqué el puente de la nariz. Lamentaba no poder sacar el cuaderno de mi mochila.
—¿Por qué me ha pedido que venga?
—Porque alguien debe detener a esa mujer antes de que contrate a otra persona para volver a intentarlo —dijo con tono reivindicativo.
Me abstuve de señalar que su propia persona podía ser de gran interés para las autoridades.
—Pero ¿por qué yo? ¿Por qué no va a la policía?
—Por favor. Usted es la policía. De este modo no tengo que perder el tiempo esperando junto a prostitutas transexuales, hablando con un
shmegegge
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sentado a una mesa y oliendo su apestoso aliento a café.
—No soy poli —repuse con un resoplido demasiado fuerte.
—No engañas a nadie —respondió mientras desechaba mis palabras con un ademán.
Sentí que los dedos de las manos y los pies empezaban a perder la sensibilidad y una oleada de náuseas me atravesaba. Mi primer trabajo de incógnito y había metido la pata. La había metido del todo. ¿Cuánto hacía que lo sabía? ¿Dónde la había fastidiado? Me pregunté cuánta gente se habría dado cuenta. Me iban a echar sin contemplaciones. Samantha continuó deshaciendo su equipaje, ajena al parecer al hecho de que acababa de clavarle una daga a mi futuro profesional.
Aspiré de manera entrecortada e intenté trazar un nuevo curso. ¿Merecía la pena tratar de restablecer mi fachada? Si acaso, comprendí al cabo de pocos segundos, el hecho de que tuviera una placa era un punto a mi favor en aquel momento.
—Muy bien —reconocí, poniendo punto final a un mes de trabajo de incógnito que al parecer no había servido para nada—. Así que quiere llevarnos hasta la mujer que la contrató. ¿Espera que le concedamos inmunidad?
Me dirigió una mirada despectiva.
—No necesito inmunidad. No he hecho nada malo. Me aseguré de que el tipo seguía vivo.
Caray. Pensé en Alma Mae y en su insistencia en que realmente había entretenido a JFK, RFK y McNamara en el
boudoir
. Casi se podía contemplar el envejecimiento con optimismo si con él se ganaba aquella seguridad. Pero, claro, en el caso de Samantha, la realidad abriría un agujero en aquella aparente solidez del modo más burdo posible.
—Vamos a retroceder en el tiempo… mucho, mucho —dije mientras cogía un cuaderno del escritorio cuya chapa se estaba despegando. Ya que mi tapadera había volado por los aires, podía exponer los hechos como era debido. Bajé la mirada y vi que Samantha se había llevado material de escritorio del hotel como regalo de despedida.
Suspiró con impaciencia, como si fuese culpa mía que estuviéramos allí atrapadas, sin que ella pudiera seguir adelante con su día.
—¿Le dio usted la limonada con Ambien en el bar?
Asintió.
—¿Y él se la tomó allí mismo o se la llevó a otra parte? —Quería ver si las historias de Jeremy y Samantha concordaban.
—Allí mismo. Recuerdo que Geraldine, la camarera, le dijo que tenía suerte de ser el sobrino del propietario, porque de otro modo nunca le habría permitido llevar su propia bebida.
—¿Y entonces?
—Entonces empezó a hablar con una pequeña y preciosa
shiksa
del bar. Los hombres nunca saben reconocer cuándo una mujer juega en otra liga. El ego los traiciona.
—¿Se quedó usted en el bar?
—¡Claro! ¡Estaba vigilándolo! —dijo resaltando las palabras, como para recordarme su virtuosa preocupación por su víctima—. La chica y él siguieron charlando y casi me sentí mal por ese
schmuck
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.
—Casi —murmuré.
—¿Prefieres que no te cuente nada? —me espetó—. Entonces, de repente, dejó de hablar con la chica.
—¿Parecía enfermo?
Observó con mirada entornada una esquina de la habitación.
—No, en realidad no. ¿Conoces a la pareja que se alojaba en la habitación donde lo encontraste?
Aparté la mirada del cuaderno.
—¿Los Whitecomb? —pregunté, sorprendida.
—¿Te crees que me aprendo de memoria los nombres de todas las personas que entran y salen de ahí? Lo único que sé es que eran mucho más discretos que los estúpidos de los australianos.
—Neozelan… Da igual. ¿Qué pasaba con los Whitecomb?
—Se marchaban y estaban despidiéndose y dándole las gracias a Geraldine. No entiendo por qué cae tan bien a todos los huéspedes. Huele a gasoil, pero todo el mundo parece creer que una conversación con ella es toda una experiencia.
—Los Whitecomb.
—Eres demasiado agresiva, ¿sabes? —Se tomó unos instantes para doblar un pañuelo de seda, lo que crispó los nervios a su cautivada audiencia—. Él…, ya sabes, nuestro amigo, comenzó a mostrarse muy interesado por ellos. Puede que ya no estuviera tan animado y pensara que podía correr a ocultarse en la habitación que estaban dejando si se ponía peor. —Se encogió de hombros, nada convencida por su propia teoría.
—¿Y entonces?
—Se excusó y se marchó directamente a la habitación de los Whitecomb.
—¿Les preguntó cuál era el número? ¿Cómo lo sabía?
—No les dijo una sola palabra.
Fruncí el cejo. Ya lo averiguaría luego.
—Dice usted que todavía no parecía enfermo.
Se puso una mano en la mejilla y sacudió la cabeza como si estuviera recordando su decepción.
—La verdad es que no. Cosa sorprendente, puesto que había echado el frasco entero.
Hice un esfuerzo por no hacer caso de su desapegada perplejidad, que resultaba grotesca.
—Lo siguió.
—Hasta que entró a la habitación. Entonces fui a llamar al 911. Y luego fui a buscarte.
—¿Y cómo metió el frasco vacío debajo de la cama?
—Lo arrojé allí cuando abriste la puerta.
Una punzada de horror me atravesó. La ancianita había llevado el arma del crimen delante de mis narices. Consulté mis notas para que no se me descompusiera la expresión, algo que para mí fue una proeza de dimensiones colosales.
—Hábleme de… la persona que la contrató —dije tratando impedir que sonara a broma.
—Nunca nos vimos.
—¿Hablaron por teléfono?
—¿Es que crees que lo organizamos por correo electrónico?
Lo cierto es que hablaba como una novata.
—¿Cuántas veces hablaron por teléfono?
Samantha cerró el cajón de arriba del vestidor. Tenía que darme prisa, estaba poniéndose nerviosa.
—Puede que media docena.
—¿Se instaló en el hotel antes de que la contrataran o porque la contrataron, para estar cerca de Jeremy?
—Porque me contrataron.
Archivé esta información para más tarde. Si hacía una pausa para considerar la aterradora amplitud de la conspiración, perdería el hilo de mi interrogatorio.
—¿Le dijo por qué quería matar a Jeremy? —A veces me costaba creer las palabras que salían de mi boca en mi trabajo. Hasta entonces había pensado que interrogar a las propietarias de un salón de manicura de Queens sobre si habían comprado una docena de frascos de Sex Hair o Vigorous Love (dos tonalidades del rosa) era un momento cumbre.
—No. —Colgó un traje de brillante seda naranja (el que se ponía los viernes) en el armario y luego cerró la cremallera de la maleta. Seguía medio llena de ropa.
—¿Y no se lo preguntó?
—No. —Introdujo a la fuerza la maleta en el armario. Esta vez no me molesté en ayudarla.
—¿Sabía que el dinero procedía de la empresa de la víctima…, es decir, de Jeremy?
Samantha soltó la maleta y se puso derecha. Una expresión parecida a la sorpresa afloró a sus facciones.
—Así que ella es su socia y lo quiere muerto —concluyó con un cabeceo satisfecho—. ¡Mira, te he ayudado! Qué fácil. Ve a arrestarla y duerme un poco. No tienes buena cara.
No hice ni caso de ese último comentario.
—Señora Hodges, yo no diría que me haya ayudado hasta ahora. Voy a necesitar un nombre, un número…
—¿Qué quieres decir con que no te he ayudado? Te lo he contado todo, el plan entero. Vale, no conozco su nombre ni su número: menuda tragedia. Eres una chica lista, averígualos por ti misma.
—Ella la llamó… ¡Es evidente que tiene usted su número! —exploté.
—Me llamaba desde cabinas telefónicas. Ni siquiera sabía que aún existieran —añadió al tiempo que a mí me asaltaba el mismo pensamiento—. Bueno, ¿has decidido tener los hijos de tu amante?
Levanté la mirada hacia ella, sorprendida. ¿De verdad pensaba que el asunto estaba zanjado? Su rostro no transmitía emoción alguna.
—Aún no hemos acabado —dije con voz tensa.
—Será mejor que te decidas, cielo. Si no, te pasarás toda la vida ping pong ping pong,
patschkieing
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de un lado a otro hasta que seas una vieja, sin niños y sin él.
—Quiero decir que no hemos terminado aquí, usted y yo —puntualicé, mientras sentía que cualquier autoridad que creyera haber adquirido ante sus ojos se iba desvaneciendo. ¿A qué edad puedes ganarte el respeto de la gente mayor que tú y mantenerlo? ¿Sucedería en mi trigésimo primer cumpleaños? ¿En el cuadragésimo? ¿En el septuagésimo? Seguro que para cuando hubiera cumplido los setenta…—. Nos vamos a dar dos semanas para reconsiderarlo —añadí en tono orgulloso.
—¿Crees que puedes ponerle a un hombre una fecha límite? —Se echó a reír, algo que yo no la había visto hacer hasta entonces. Alargó el brazo hacia su abrigo—. Lo que sí puedes hacer es acompañarme a la calle.
Me levanté, consciente de que tenía más que suficiente para arrestarla, pero también de que no iba a hacerlo, al menos de momento. Además de no llevar encima las necesarias esposas, estaba convencida de que la asesina que la había contratado tendría la prudencia de vigilar a su empleada. Y no quería hacer nada que pudiera espantar a una mujer sin nombre, sin número y absolutamente imposible de identificar.
—¡Señora Hodges! —Le corté el paso—. No me ha dicho por qué está aquí. ¿Está enferma?
Apretó los labios.
—Él me ha obligado a hacerlo.
—¿Quién?
—La persona de la que hemos estado hablando —dijo con tono de exasperación—. El del pelo de color zanahoria.
—¿Jeremy la ha obligado a venir aquí? ¿Cómo es posible?
Puso cara de incomodidad, lo que resultaba intrigante. Trató de pasar por un lado, pero le corté el paso de nuevo.
—¿Cómo la ha obligado Jeremy a venir?
La supuesta asesina a sueldo me miró con el cejo fruncido y, a pesar de que era casi treinta centímetros más baja que yo, convertirme en el objeto de tanta repulsión me provocó una sensación desagradable.
—Si no lo hacía, me iba a denunciar a la policía.
—¡Ja! ¡Conque no me llamó por civismo! Le da igual que la mujer vuelva a intentarlo. ¡Simplemente, no quería que Jeremy hiciera que la arrestaran!
—Quita de en medio —farfulló, y en ese momento me di cuenta de que había sido una imprudencia decirle a Jeremy que la persona que había tratado de asesinarlo había sido Samantha. No me hacía ninguna falta que los distintos implicados se dedicaran a impartir justicia por su cuenta. Era uno de los muchos detalles que tenía la esperanza de que se pasaran por alto si alguna vez llegaba a cerrarse el caso de manera satisfactoria.
—Pero ¿por qué aquí, en una residencia?
—Por no sé qué monserga sobre «Ya verá cómo se siente alguien cuando está prisionero en contra de su voluntad».
—¿Y una cárcel no habría sido un sitio mejor? —pregunté.
Finalmente logró escaparse y puso una mano en el picaporte.
—Puede que haya hecho algo ilegal y no quiera saber nada de la policía. No lo sé. Me da igual. Tengo el dinero y él sigue vivo. Supongo que la señora que me contrató tendrá problemas suficientes como para gastarse otro medio millón en hacer que me maten a mí.
Y con esta demostración de lógica impecable, la pequeña y anciana aspirante a asesina salió a la calle, libre como un pajarillo.
Una larga llamada a Macy, seguida por una rápida visita de Mercedes, embutida en un traje de crujiente seda negra y de camino al Lincoln Center junto con su viola, habían desembocado en la indumentaria más cuidadosamente meditada que me había puesto en tres años. A un ojo inocente podía darle la impresión de que llevaba unos simples vaqueros y una camiseta, pero mis amigas me habían ayudado a sopesar las complejas e inusuales condiciones de mi inminente cumbre con Gregory y sabían el largo y duro camino por el que tendría que transitar aquella velada.
Bajo su sabia y paciente dirección, me había decantado al fin por los Levi’s casi desgarrados por las rodillas, frente a los nuevos y a los de la mancha de pintura. Los nuevos habrían estado en contradicción con la familiaridad que compartíamos Gregory y yo, pero los de la mancha habrían indicado que estábamos volviendo de un solo salto al mismo estado de intimidad en el que lo habíamos dejado.