Mientras bajaba corriendo la escalera, la palabra «Summa» apareció parpadeando en las paredes de todos los descansillos. Me abalancé sobre la puerta de incendios del vestíbulo y me senté a mi ordenador, en el mostrador del vestíbulo.
—¡Caray! —dijo Asa mientras se pasaba una mano por la frente—. Y ahora, ¿podemos estarnos todos quietos un rato? —Desenvolvió una barra de chocolate Zoone y apoyó los codos en el mostrador para disfrutarla.
Salí de Ez-Chekin y busqué «Summa» en Google. Obtuve miles de resultados —incluidos «Soporte Unificado para Minorías en Matemáticas Avanzadas», un par de referencias a «summa cum laude» y la muy razonable recomendación «Quizá quiso decir luchador de sumo»—, pero nada que me resultase útil. Me apreté los párpados con los dedos y traté de recordar los detalles de mi reunión inicial con el patriarca de los McKenzie.
El día que empezaba a trabajar en el hotel, Ballard y yo nos habíamos encontrado en Eisenberg’s Sandwich Shop a las 6.45 de la mañana, un lugar totalmente desconocido para él y que por aquel entonces yo llevaba algún tiempo sin visitar. Era un hombre muy dulce, una especie de Papa Noel humano —incluso llegó a decirme, con mirada de cordero degollado, que siempre había querido tener una hija—, pero tenía la costumbre de hablar muy despacio y en exceso, y es posible que en algún momento de su relación de las hazañas de su esposa con la cerámica y la rememoración de las jornadas de búsqueda de trufas con su hijo, mi atención fluctuara un poco. Había mencionado fugazmente a su sobrino Jeremy, aunque sólo para decir que le tenía mucho cariño a pesar de que no era más que un aceptable jugador de squash y un supuesto científico que dirigía una empresa llamada Summa. Estaba casi segura de que había dicho Summa, pero tenía las notas en mi cubículo.
—Asa —dije con voz ronca— ¿recuerdas dónde trabaja Jeremy?
—¿Quién es Jeremy?
—¡Asa! —siseé—. Jeremy Jeremy. Jeremy Wedge. Jeremy, el primo de los McKenzie que salió de aquí en camilla la noche del viernes. —Lo miré con incredulidad y me pregunté si habría llegado la hora de que empezase a salir un poco menos.
—Ah, ése. Porque la semana pasada salí con un Jeremy, pero no está fuera del armario en el trabajo y yo no me lo hago con gente que sigue en el armario, así que le dije…
—¡Asa! —Apoyé los puños en los costados para no darle un cachete a mi amigo—. ¿Recuerdas cómo se llama el sitio en el que trabaja Jeremy o no?
—Dirige el programa de recuento de árboles del departamento de Parques…
—Asa, lo voy a intentar por última vez. Jeremy Wedge. ¿Recuerdas dónde trabaja o no?
—¿Mmm? —Levantó la mirada hacia el techo—. En una especie de instituto de genética o no sé qué. Supongo que estarán tratando de hacer desaparecer a los gays.
—¡Instituto, sí! —Refiné la búsqueda y, en efecto, apareció un enlace, lo que me llevó a una única página en la que se veía una serie de espirales rosas y moradas que, en mi opinión, parecían bastante estúpidas. Bajo el logotipo ponía «Inteligencia al servicio de la investigación». Había un número de teléfono de Manhattan, pero nada más.
Lo más inteligente habría sido volver al CIE para comprobar los registros de llamadas de Summa, revisar los archivos de la Junta de Buenas Prácticas Empresariales… Demonios, llevar a cabo un estudio a fondo sobre el perfil de Jeremy Wedge. En lugar de eso, al mismo tiempo que una rubia demacrada cruzaba las puertas con unos veinte bolsos Takashimaya en las manos, llamé al número de la pantalla.
El teléfono sonó mientras la futura mujer casada se colocaba delante del mostrador y fingía ser paciente.
—¿Asa? —dije con voz dulce mientras le mostraba que estaba al teléfono—. Ahora mismo le atiende —le comenté a la mujer, que iba tan de pena que seguro que vivía en una antigua planta de empaquetado de carne de 250 metros cuadrados en la calle Stanton. Cuando el tiempo enfriara, llevaría un abrigo de nailon guateado por debajo de las rodillas, unos pantalones deshilachados cuyas perneras arrastraría sobre la nieve sucia y un sombrero peruano de lana, con los cordones sueltos a ambos lados de la cara. Cuando finalmente diese a luz (en un parto natural, claro), empujaría un carrito Bugaboo con un contenedor para el
cafe latte
a un lado. Estaba tan lejos de las Chicas Sterling como era humanamente posible.
—Summa —habló una voz femenina al otro lado de la línea.
—Oh. —Sentí que se me hacía un nudo en el estómago. ¿De verdad acababa de llamar sin tener un plan? ¿Estaba tan cansada y tan confusa por lo que acababa de descubrir arriba que había llamado sin pensarlo dos veces?
—Mmmm, me preguntaba… mmm… qué…, dónde… —balbucí.
—¡Señorita Herman! ¿Ha tenido un buen vuelo?
Mi cerebro dio un salto mortal. ¿De qué me sonaba ese nombre?
—Mmmm, sí, sí, gracias. ¿Cómo sabía que era yo? —Cerré los ojos para no seguir viendo la espiral del salvapantallas, que estaba empezando a marearme.
—Bueno, aquí pone que nos está llamando desde el hotel. En Nueva York tenemos servicio de identificación de llamadas, ¿sabe?
Herman. Zelda Herman. En algún lugar del camino me había pasado una parada.
—Ja, ja, claro —respondí con una risa débil.
—Tiene usted cita confirmada a las dos, querida. Estamos impacientes por volver a verla.
—Oh. Y yo también. Del todo. Mmm, ¿podría recordarme… la parada de metro más cercana?
—Tiene una beca Rhodes, pero no es capaz de recordar una simple dirección, ¿verdad? ¡Qué clásico, querida!
—Ah.
—La Uno hasta Canal. Vuélvase hacia al oeste, jovencita, cruce Canal y verá Desbrosses. Número veinticinco. Incluso después de un año, seguro que lo reconoce. Escuche, cariño, échese una siesta, relájese y luego cenaremos en Capsupoto Fréres. Ya sabe que no hay nada que temer.
Escribí la dirección sobre un papel del hotel.
—Bueno, eso está bien —dije con voz excesivamente alta, temiendo de pronto que fuese a echarme a reír de manera incontrolable. Estaba arriesgándome tanto que no podía hacer otra cosa que saltar sin red—. Lo espero con auténtica impaciencia.
—¿De verdad? —La voz del otro lado pareció titubear.
—¡Ya lo creo! —respondí con alegría, antes de colgar.
—Así que, por favor, asegúrense de que los aperitivos veganos van a la habitación de los Zurlansky jóvenes y no a la de los mayores. Porque los Zurlansky mayores sienten mucha hostilidad por los veganos —advirtió la novia a Asa mordiéndose el labio inferior. Habría sido una gran candidata para Nada de Divas.
—Es que a veces tienen un aspecto un poco desagradable —reconoció Asa.
La novia puso cara de sorpresa.
—Me refiero a los aperitivos veganos. A los Zurlansky no los conozco.
Aún tenía la mano en el teléfono de la mesa cuando sentí que vibraba mi móvil en el bolsillo al recibir un mensaje de texto. O dos. En teoría no debíamos usar los teléfonos en horas de trabajo, así que mantuve el mío por debajo del mostrador para poder leerlos.
Me voy de tu casa. ¿Nuestra casa? No sé lo que estamos haciendo, pero no quiero dejar de hacerlo. Te quiero.
Y el otro:
Lastima k n pudiers venir anox. Y esta? (Delt)
Delta no podía saber de ningún modo lo mucho que aborrecía yo las abreviaturas de texto, hasta el punto de considerarlas la antesala del fin de la civilización. No podía saber que incluso la falta de un acento bastaba para que me plantease —por injusto que pueda parecer— renunciar a la amistad de una persona, al menos durante algún tiempo. Gregory, por supuesto, sabía exactamente cómo debía escribir un mensaje para que no me invadiera el odio por la especie humana.
Guardé el teléfono en la mochila y me hundí en el banquito redondo de cuero que nos dejaban usar mientras no hubiera huéspedes en el vestíbulo.
—Zephyr —me regañó Asa con suavidad, consternado por mis múltiples atentados al protocolo. Inclinó la cabeza con dramatismo en dirección a la novia.
—Ah, y una cosa más —dijo ella con la voz tensa de tanto aparentar que era una persona relajada—. Quiero que se aseguren completamente de que la bolsa con las cintas negras y blancas les llega a los Voldman. Tienen un hijo de cuatro meses y dicen que a esa edad, las formas en blanco y negro son excelentes para el desarrollo cognitivo del niño.
Asa y yo nos quedamos mirándola.
Veía cómo se movía su boca, pero la sangre que martilleaba contra mis oídos ahogaba su voz. Summa, Jeremy, Samantha… Y puede que Zelda Herman. Estaba enredada en un enorme ovillo y no sabía de qué hebra tirar primero para desenredarlo. ¿Cómo demonios pretendía realizar otra visita a Bellevue, tratar de seguir a Zelda Herman hasta la calle Desbrosses a las dos del mediodía y estar en un tren a Hellsville a las 15.10? Desde luego no quedándome allí sentada, como una foca en el acuario.
Por tercera vez aquella mañana abandoné mi puesto, no sin prometer a un angustiado Asa que se lo compensaría con una docena de llamadas a números 800 en su nombre.
—Conseguiremos de todo, desde Swedish Fish hasta Post-its —exclamé volviendo la cabeza—. ¡Será una tarde que te costará olvidar!
Finalmente dejé de temblar en algún lugar cercano a Tarrytown. A la altura de la calle 125 ya me había acabado una de las sidras de pera que Macy, en un ejercicio de prudencia, había traído como refresco para el camino, y en Yonkers ventilé una segunda, lo que obró el milagro.
Mi primera amenaza de muerte y no podía decirle ni una palabra a la amiga que iba a mi lado, pegando con cuidado sellos de correos a un montón de invitaciones de boda. Resultaba que los amenazadores no siempre expresaban sus intenciones con tanta claridad como al amenazado le gustaría. Había espacio de sobra para la interpretación y las confusiones, lo que generaba no poca paranoia, pero estaba casi segura de que Jeremy Wedge me había amenazado con matarme allí mismo, en los pasillos impregnados de olor a amoníaco del hospital Bellevue.
No estaba en la cama. Su antiguo compañero de habitación, el vengador culinario, había desaparecido, y en su lugar había un hombre bastante agradable. Con un ojo de cristal pero, por lo demás, aparentemente normal.
—¿Sabe dónde está Jeremy? —pregunté con vacilación, consciente de que en aquel lugar, hasta la pregunta más pedestre era una mina terrestre potencial.
—Lo más probable, en la sala de rehabilitación —respondió su compañero de habitación con una sonrisa.
—Gracias. ¿Y en qué dirección…? —Señalé el pasillo.
—Estoy tratando de llegar a Irak. ¿Cree que podría extenderme un cheque? Me llamo Sandy Miller, con dos eles.
—Mmm —dije mientras salía de la habitación—. Estupendo. Gracias.
—Vale —convino Sandy con tono alegre—. Hasta pronto.
Había tres hombres en la sombría sala de rehabilitación, convenientemente separados unos de otros. Uno de ellos estaba leyendo una Biblia vieja, otro estaba sentado en una silla —al menos yo esperaba que estuviera sentado— y luego estaba Jeremy, quien, de nuevo impecablemente vestido, miraba por la ventana con el cejo fruncido y los brazos cruzados. Incluso desde atrás, se podía ver que estaba furioso.
—Eh —exclamé a modo de saludo. Volvió bruscamente la cabeza.
—La madre que nos… Tú otra vez —soltó con un gruñido.
Tres años antes, lo más probable es que aquel recibimiento me hubiera hecho romper a llorar. Pensé que debía de estar mejorando como investigadora —o al menos endureciéndome—, porque sólo consiguió que me encogiera.
Muy a su pesar, Jeremy estaba desesperado por tener alguien con quien hablar, o al menos contra quien despotricar.
—¿Vas a decir algo, Helen Keller?
[2]
—Eso sí que no tenía el menor sentido—. Porque mi puta familia no se cree que no haya sido un intento de suicidio y ha ampliado una semana más mi estancia en este balneario. Me van a trasladar a otro piso, como un puto convicto o un gestor de ventas. Así que, salvo que hayas venido a firmarme el alta, lárgate de aquí cagando leches.
Se volvió de nuevo hacia la ventana.
—Yo te creo. No creo que trataras de suicidarte.
Su espalda se puso rígida y supe que había captado su atención. Me acerqué a él para que no pudieran oírnos.
—Jeremy —susurré—. ¿Por qué le ha regalado Summa medio millón de dólares a Samantha Kimiko Hodges?
Vi que apoyaba las dos manos en la ventana y me preparé para una erupción.
—¿Quién? —preguntó con tono contenido.
—El Instituto Summa, tu empre…
—No —negó con voz helada—. ¿Quién ha recibido el dinero?
—La mujer que te dio el filtro de amor —le dije a su espalda.
Jeremy se revolvió. Bajo las pecas, tenía el rostro ceniciento. Sus cuencas oculares parecieron hundirse mientras los globos se hinchaban.
—¿De qué coño estás hablando? —gruñó. O era un actor excelente o caminábamos por un suelo mucho más inestable de lo que yo esperaba.
Retrocedí un paso. El hombre de la Biblia levantó la mirada hacia nosotros. Hice acopio de valor y respondí imitando lo mejor posible a una persona con autoridad.
—El Instituto le ingresa a la anciana del quinto piso quinientos mil dólares y tres días después, te tomas una poción suya que, en realidad, contiene dosis letales de Ambien. Así que mi pregunta es: ¿qué clase de negocios estaba haciendo con Summa? ¿Y contigo? ¿Y por qué ha tratado de matarte?
«Y ahora respira, Zephyr.»
Jeremy entornó los ojos y apretó la mandíbula. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz calmada.
—¿Quién te ha contado todo eso?
—Nadie —respondí, sorprendida de que aquélla fuese su primera pregunta. Una pequeña parte de mí había esperado unas palabritas de agradecimiento por haber identificado a la mujer que había tratado de asesinarlo.
—¿Ni siquiera tu amigo el gordo de recepción?
—¿Asa? —¿Y a él qué le importaba Asa?—. No.
Jeremy cerró los puños como si estuviera preparándose para pegarme. Los abrió y luego se acercó lo bastante para que pudiera sentir su aliento rancio y desabrido en la cara.
—¿Para quién trabajas?
Esta vez ni siquiera me encogí, lo que creo que fue todo un progreso.
—Trabajo para tu tío.
—No te creo.
—Me la suda lo que creas.
Con toda delicadeza, me cogió por el cuello mandarín del vestido. Era el gesto más violento que jamás se hubiera dirigido hacia mí, o al menos tanto como la vez en que me apuntaron con una pistola durante veinte segundos en el peor momento de la antigua etapa profesional de Roxana Boureau.