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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (31 page)

BOOK: El hijo del desierto
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Bendecido por un clima mediterráneo, La Bekaa disfruta de inviernos lluviosos y suaves, y de veranos cálidos y secos en la mayor parte de su extensión. Sólo el norte muestra una cara hostil, pues allí las lluvias son escasas, y las áridas estepas vuelcan sobre él su yermo aliento y su inhospitalidad para todo aquel que se atreva a adentrarse en ellas.

Sin embargo, el valle representa el cuarenta por ciento de toda la tierra cultivable de la región. En el sur, los suelos son tan fértiles que crecen los trigales, los frutales, las legumbres y los viñedos, y sus caminos se ven rodeados de generosas huertas que proporcionan todo aquello que el hombre desee plantar. Hasta el infecundo norte es capaz de producir buenos pastos y dar cobijo a los rebaños.

Cuando Sejemjet vio aquel vergel que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, dio gracias a Shai y también al general Djehuty, que era quien le había enviado. No se le ocurría un lugar mejor que aquél para ahogar las penas del corazón, e incluso las de su propia naturaleza. La región era un remanso de paz donde cultivar el espíritu y lavar la sangre que manchaba sus manos desde hacía tanto tiempo.

Kumidi, la capital de la provincia de Upi, se alzaba en la parte más fértil de aquel majestuoso valle. Era una ciudad pequeña, pero habitada por gentes pacíficas que vivían sin penurias de todo lo que aquella pródiga tierra les proporcionaba. Había agua, sol y un clima benigno que los bendecía con cosechas abundantes. Los dioses les habían sonreído al librarlos de la escasez, aunque para compensar la balanza decidieron enviarles a sus conquistadores.

Todos los príncipes locales de aquellas tres provincias habían sido depuestos y sustituidos por comisarios que se encontraban bajo el mando del gobernador de las Tierras Extranjeras del Norte, el general Djehuty. Dichos comisarios eran en realidad gobernadores, aunque los egipcios se refirieran a ellos como
seshena-ta
o comandantes de la región. Ellos rendían cuentas ante el
mer mes,
y eran los responsables del buen funcionamiento de la Administración local y en último término de la correcta gestión de los recursos y el envío de los tributos.

Kumidi constituía un punto estratégico de primer orden, pues era un enclave para las caravanas que llegaban a la ciudad procedentes de los cuatro puntos cardinales. En sus mercados confluían todo tipo de mercaderías que iban camino de las más importantes ciudades del mundo conocido. Allí era posible encontrar productos llegados de los países por donde salía el sol, y también riquezas traídas desde las tierras situadas al sur del legendario reino de Punt: el mejor marfil, la apreciada madera que sólo era posible hallar en tan remotos parajes, el indispensable cobre, la anhelada plata que desde Chipre se distribuía por todas las rutas comerciales conocidas hasta los confines del mundo, el magnífico lapislázuli venido de Oriente y que había terminado por convertirse en seña de identidad de la misma realeza del país de las Dos Tierras, oro, especias, ganado y sobre todo los magníficos caballos que se criaban al norte del mismo valle, y por los que Egipto sentía una rendida devoción.

Unas riquezas inmensas que era preciso controlar y a las que se imponían los aranceles apropiados tal y como dictaba la ley. Todas las caravanas pagaban su peaje, y el país de Kemet se felicitaba ante las oportunidades que habían surgido de las campañas militares llevadas a cabo por su dios, Menjeperre, aquel que iba a engrandecer a toda la tierra de Egipto.

Si existía un paraíso en Siria, sin duda era aquél y así lo entendieron las tropas enviadas para su acuartelamiento. Después de marchas que parecían no tener fin, de recorrer pedregosas estepas en las que sólo podían encontrarse con la cobra o el escorpión, de patear caminos polvorientos, de beber agua putrefacta cada tres días, de comer cereales que ya no eran más que gorgojos, de padecer constantes epidemias de disentería, de acabar consumidos por el infernal calor de un sol que no hacía prisioneros y de tener que, finalmente, combatir contra un enemigo que los aguardaba complacido por tantas penurias como habían soportado, después de tantas privaciones, Kumidi y el valle de La Bekaa significaban la mayor de las recompensas. Ni oro, ni piedras preciosas, ni la mejor de las esclavas... nada podía compararse con semejante oasis de abundancia.

Los Campos del Ialú se habían presentado antes de tiempo, o quizá fuera que todos estaban ya muertos y disfrutaban de una más que merecida paz eterna. Tanto si habían sido juzgados por Osiris como si no, los soldados se miraron incrédulos por su suerte cuando llegaron a Kumidi. Al fin comerían decentemente todos los días, y beberían agua que no les resultara nauseabunda. Era lo más parecido a su añorada Kemet, y estaban contentos.

Los mismos habitantes de Kumidi contagiaban su alegría, algo que suele ocurrir entre los que son felices. Ellos no tenían motivo para otra cosa, aunque tuvieran que verse sometidos al yugo invasor del faraón. Mas la provincia de Upi siempre había sido diferente al resto de pueblos que habitaban Siria. El constante paso de las caravanas y la abundancia que su tierra les regalaba les había hecho ser menos belicosos que sus vecinos, y más dados a entablar relaciones con otros pueblos que venían a comerciar con ellos desde lejanas tierras. De hecho, el valle se encontraba poblado por numerosas comunidades establecidas en toda su extensión, que explotaban los recursos que la tierra les daba, y que jamás pasaban necesidades. Un estómago lleno es un mal aliado para la guerra, y eso era justo lo que les ocurría a las gentes del valle de La Bekaa.

Si el faraón estaba interesado en guerrear con los hurritas del norte o con los amorritas del oeste, a ellos les parecía bien, pues aunque se veían obligados a pagar impuestos al gran Tutmosis, éstos estaban en consonancia con lo que producían y no se cometían abusos. Mejor era pagar y que algo quedara, que no combatir y perder todas las cosechas. Además, la belicosidad que siempre les habían demostrado sus vecinos había sido causa de preocupación durante generaciones. Al menos los egipcios no quemarían sus campos ni violarían a sus mujeres, como hacían los levantiscos amorritas o las tribus shasu.

Como colofón a tan idílico emplazamiento, Djehuty había enviado como
seshena-ta
a un hombre que no desentonaría con cuanto le rodeaba. Alguien que no causaría problemas y que sería capaz de hacer confluir apropiadamente el río de riquezas que generaba la zona. Su nombre era Penhat, y entre otros pomposos títulos obtenidos de su aristocrática procedencia estaba el de supervisor de los Territorios Conquistados. Algo así como inspector general de la hacienda de Upi, pues era bien sabida la gran facilidad que siempre había demostrado Penhat en el manejo de los números, y su capacidad natural para hacer cálculos de toda índole. Era un hombre sumamente pacífico, casado con la dama Mutnofret, una señora particularmente estirada cuya pedantería estaba acorde con el puesto que ocupaba. Pertenecía a una familia de la alta aristocracia tebana, ya que su hermano era nada menos que administrador del Templo de Amón, y su padre había servido como inspector jefe del catastro de los territorios de este dios durante muchos años. Semejante ascendencia le daba sobrados motivos para resultar displicente con los demás, o al menos eso creía la señora, que se comportaba con la altanería de quien se siente por encima de cuanto la rodea. Gran amante del lujo y el boato, Mutnofret era una asidua a las fiestas de la alta sociedad, y no había banquete que estuviera dispuesta a perderse ni reunión social a la que no la invitasen. Porque, eso sí, la dama gustaba de disfrutar de los placeres de la vida allá hasta donde le permitiera su ánimo y sus posibilidades. En Tebas eran memorables sus borracheras y su afición por los jovencitos, y aunque la dama ya se encontraba entrada en años, estaba de muy buen ver y le sacaba el mayor partido posible a sus gracias. Según decía, cuando sus carnes estuvieran flácidas, sus amantes no se rendirían a ella, así que era preciso aprovechar antes de que ese desgraciado día llegara.

Como su marido no tenía ningún inconveniente con sus deslices siempre y cuando éstos fueran perpetrados con discreción, su relación con él era inmejorable, y apenas discutían, siendo su comportamiento para con su esposo ante los demás sumamente respetuoso y amable, pues una cosa no quitaba la otra. Ella sabía de sobra que a Penhat le volvían loco las jóvenes que trabajaban en el servicio de su casa. Al parecer era como una fijación que sentía el hombre por dicho empleo, ya que sólo perseguía a las que desarrollaban este trabajo. Como últimamente estaba de moda el que la mayor parte de las familias adineradas tuvieran esclavos en el servicio doméstico, Penhat había sufrido un cambio de humor que le había llevado a mostrarse un tanto insoportable, puesto que no quería que las jóvenes a quienes acosaba fueran esclavas, sino ciudadanas libres, y eso tenía su intríngulis. Ante semejante problema, Mutnofret no había tenido más remedio que permitir que su marido manumitiera a alguna de sus esclavas para luego contratarlas. En fin, todo fuera por el bien de su matrimonio, ya que si durante todos aquellos años las cosas habían funcionado para satisfacción de ambos, no era cuestión de estropearlo ahora que sus hijos se hallaban bien colocados y ellos podían disfrutar de la vida.

Para Mutnofret, Kumidi significaba una especie de destierro, tan lejos de su querida Tebas, aunque no había tenido más remedio que instalarse junto a su marido. Sabía que políticamente, el destino que ocupaba su esposo era de gran importancia, sobre todo por la riqueza de la provincia que le habían asignado. Allí esperaban hacer fortuna, y si para eso ella se veía obligada a renunciar a sus fiestas tebanas, lo sobrellevaría de la mejor manera posible. En su residencia de Kumidi podría celebrar las suyas, ya que se tenía por una buena anfitriona, y disfrutar de todo lo que el cargo de su marido pudiera depararles.

Kumidi sería, pues, un lugar perfecto en el que distenderse, lejos de las miradas de una corte lenguaraz como pocas.

* * *

—No hay duda de que los dioses me están recompensando por todo lo que he sufrido en mi vida, que ha sido mucho —dijo Senu con los ojos entrecerrados por el placer, mientras mordisqueaba una brizna de hierba a la sombra—. Tú, oh, dios inmortal, has sido el artífice de tal prodigio.

—Déjate de prodigios —replicó Sejemjet, que había terminado por coger cariño al grotesco personaje—. Disfruta de esta sombra mientras puedas, verás qué pronto nos la quitarán y nos enviarán de vuelta a los caminos que conducen al Amenti.

—Grande es tu conocimiento, sin duda —rió Senu—. Mas qué puedo decirte sino que me quedaría aquí para siempre. En este lugar el agua y el vino corren parejos, y los árboles dan frutos que son néctares divinos; aquí no hay hambre, aunque he de reconocer que los viñedos producen un caldo que me parece un poco áspero; pero todo es cuestión de acostumbrarse. Eso sí, las mujeres no tienen las mismas habilidades amatorias que las que he conocido en otros países. No obstante, ninguna como la egipcia, desde luego; han nacido para el amor.

Sejemjet lo miró de soslayo pues se había habituado a las frivolidades del veterano soldado. Era parte de su naturaleza, aunque no comprendía de dónde podía sacar tanta energía para cumplir con su afición a los excesos.

Nada hay más desastroso para un
meshaw
que el tiempo de paz y la inactividad. En tales ocasiones aflora lo peor del mismo, y se vuelve díscolo, pendenciero e indisciplinado; un verdadero problema, en pocas palabras.

Durante los tres meses que llevaban en Kumidi las unidades allí destacadas habían dado buenas muestras de ello, y no había pasado semana en la que no se hubieran tenido que ejecutar castigos por mal comportamiento o reyertas. Aparte de tales cuestiones, que no dejaban de formar parte intrínseca de la existencia del soldado, la vida en Kumidi, tal y como aseguraba Senu, era placentera; más propia de un
menefyt
retirado que de un soldado en activo.

Su rutinario trabajo se limitaba a vigilar las rutas de las caravanas y a acompañar a éstas hasta los límites de la provincia. A veces se desplazaban por las tierras del norte para llevar las manadas de caballos hasta la capital, y otras se aventuraban por las cercanas montañas para admirarse de todo lo que la naturaleza había regalado a aquella región.

Senu había dado no pocos quebraderos de cabeza. Un tipo como él representaba un peligro difícil de imaginar para quien no lo conociera. Como era de naturaleza abierta y muy dicharachero, enseguida había confraternizado con los vecinos del lugar, mostrándose muy magnánimo con ellos, tal y como le gustaba aparentar de ordinario. Al poco tiempo de estar allí ya lo conocían en las tabernas, y sobre todo en un lugar que se puso de moda entre la soldadesca, en el que el dueño ofrecía un servicio similar al que podrían encontrar en una casa de la cerveza de Egipto. Incluso el muy taimado buscó un nombre que resultara sugerente a los soldados egipcios y lo bautizó como El Edén de Hathor. Con tal reclamo no había quien se resistiese, pero es que, además, el cananeo que lo regentaba había dispuesto todo un ramillete de señoritas de compañía, lo más florido que había encontrado en los cruces de caminos, vamos, que no era mucho. Sin embargo, y dadas las circunstancias que le son propias a la soldadesca, ésta se mostró encantada de poder ir a solazarse de vez en cuando al lupanar, porque los precios no eran muy caros y la cerveza les sabía tan bien como la que se hacía en Menfis.

En El Edén de Hathor, Senu se había convertido en persona principal y enseguida dio buenas muestras de su innata capacidad para llevar este tipo de negocio. Él se encargaba de llenar el local cada noche con sus compañeros, a los que había organizado en una especie de turnos para que semejante regalo de los dioses no se echara a perder con el primer tumulto. El dueño estaba encantado de cómo funcionaban las cosas, pues bien sabía él en lo que podía convertirse aquello si se formaba una reyerta; a cambio de esto permitía a Senu beber cuanto quisiera y recrearse con las mujeres del local, siempre y cuando no fueran nuevas. Además, se comprometió a no adulterar el vino ni echarle raíces de mandrágora para que se durmiera la clientela, bajo serio aviso por parte del pequeño hombre del desierto, que se las sabía todas.

—Si tratas de envenenarnos con el vino, vendremos y te destruiremos el negocio. No quedará ni una piedra —le advirtió.

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