—Es muy arriesgado, amor mío.
—Es la única posibilidad que tenemos —le había cortado la princesa, a la vez que ponía su dedo índice sobre los labios de su amado—. Tú sólo debes mantenerte vivo, y recuerda que el futuro nos pertenece.
Acto seguido le entregó un hermoso anillo de lapislázuli.
—Pero...
—Es un anillo con mi nombre —dijo ella—. Tómalo, así me recordarás cada noche.
Con aquellas palabras y el más apasionado de los besos se habían despedido los dos enamorados, convencidos de que finalmente salvarían cualquier obstáculo que se interpusiera entre ellos. La distancia sólo serviría para que su amor fuera aún más fuerte, y sus anhelos el más ferviente deseo para unos corazones que no estaban dispuestos a separarse jamás.
Habían pasado ya seis meses desde aquella noche, y durante aquel tiempo Sejemjet no había vuelto a tener noticias de la princesa, tal y como si el vendaval que los azotaba desde hacía días se hubiera llevado muy lejos de allí aquellas promesas de amor junto con las zarzas y matojos sueltos que había encontrado en su camino. Sin embargo el recuerdo de su amada y los juramentos permanecían grabados a fuego en su
ba.
Tanto si recibía noticias como si no, él veía el rostro de la princesa cada noche antes de dormirse con la misma claridad que el día en el que se despidieron; y ésa era su gran ilusión.
Sejemjet y toda su división se aprestaban a luchar de nuevo contra las levantiscas gentes que habitaban las tierras recién conquistadas. Otra campaña más, la séptima, en lo que constituía una guerra que amenazaba con no acabar nunca, ya que los núcleos rebeldes surgían aquí y allá con una regularidad capaz de incitar al desaliento. Los príncipes de las innumerables tribus que formaban aquel conglomerado de pueblos que habitaban las tierras de Canaán parecían ponerse de acuerdo para provocar constantes focos de resistencia contra el invasor egipcio, aunque a menudo también se enfrentaran entre sí. Egipto, por su parte, tenía muy clara la política que se debía seguir, y por lo general prefería no intervenir en las disputas internas que los pueblos de Retenu mantenían entre sí desde hacía generaciones.
Si querían luchar entre ellos, al faraón le parecía bien, y sólo cuando se sentía amenazado el cobro de los tributos intervenía con su ejército. Era por tanto un equilibrio muy delicado el que existía en toda Siria, y bastaba que cualquier príncipe local se alzara en armas para que toda la región se viera envuelta de una u otra forma en el conflicto. Ahora era el príncipe de Ullaza el que había decidido enfrentarse al faraón, apenas un año después de que su plaza hubiera sido conquistada, lo cual demostraba lo inestable de la situación en aquel territorio.
Tutmosis había decidido intervenir una vez más con sus ejércitos sin dar opción a que el resto de los pueblos que le rendían vasallaje pudiera pensar en la posibilidad de imitar el ejemplo de los amorritas. Envió sin dilación a sus mejores hombres hacia Ullaza, con la misión de pacificar convenientemente su área de influencia; y a fe que se aplicaron a ello. Sólo el terrible viento había podido frenar su avance durante unos días; mas Ullaza se hallaba ya muy cerca, y en la ciudad el temor a las represalias había provocado ya algunos desórdenes entre la población. Las escaramuzas contra grupos de soldados enemigos habían sido constantes, e incluso se habían visto obligados a hacer algún que otro escarmiento entre los lugareños que daban cobijo al despreciable asiático. Sejemjet había tenido que emplearse a fondo con su sección, y en más de una ocasión el rastro de su paso había sido fácilmente reconocible, para regocijo de los buitres que pululaban por el lugar.
Ni siquiera la imagen de Nefertiry era capaz de atemperar su brazo. Su ánimo, presto para ofrecer la muerte a quien se la solicitara, no se paraba en sentimentalismos, pues su esencia se transformaba al empuñar la maza, y ya sólo quedaba un vago remedo de aquel que había amado una noche en las aguas del sagrado Nilo. La ciudad de Ullaza le esperaba, y eso era todo cuanto le importaba, aunque la imagen de Nefertiry le diera un beso antes de irse a dormir.
* * *
Sin lugar a dudas, Senu era un hombre muy popular en el ejército. Llevaba toda su vida en él, hasta el punto de que apenas recordaba gran cosa de su ciudad natal sita en el oasis de Kharga, allá en el desierto occidental. Era de cuerpo enjuto, y tan consumido que parecía encontrarse en permanente estado de vigilia, lo cual tampoco era de extrañar después de haber pasado tantos años enrolado en los ejércitos del Horus viviente. Su estatura tampoco representaba ningún regalo de los dioses, ya que era tan bajito que bien hubiera podido pasar por el más alto en una tribu de pigmeos. A sus treinta años, Senu aparentaba tener cien. Su piel, renegrida por los rigores del sol, se asemejaba a un viejo papiro cuarteado por la intemperie, y era calvo y tan feo como un demonio. Su boca se hallaba casi huérfana de dientes desde hacía mucho tiempo, tan sólo media docena se resistían a abandonarle, los cuales eran suficientes para masticar la poca comida que de ordinario tenía ocasión de disfrutar. Eso sí, Senu poseía una vitalidad difícil de imaginar en un cuerpo semejante, y sus ojos, aunque pequeños, eran vivos como los de un ratón, con una mirada que permanecía en constante alerta y a la que no se le escapaba el más mínimo detalle.
Verle luchar en el campo de batalla resultaba todo un espectáculo, ya que se movía con presteza de acá para allá con la rapidez de un conejo, para luego agazaparse y tirar cuchilladas desde abajo antes de retirarse. Como a veces daba saltitos para poder llegar hasta el adversario, su pequeña figura ofrecía una especie de danza ciertamente cómica, parecida a las que acostumbraba a ofrecer el dios Bes en sus orgías libidinosas.
En realidad nadie comprendía cómo después de tantos años de luchas aquel hombrecillo podía seguir con vida y en activo. Un enigma que a todos llenaba de asombro.
Como veterano que era, Senu se daba una gran importancia, y gustaba de dar consejos a los soldados noveles, que escuchaban admirados sus historias, casi todas inventadas. Para ellos suponía todo un misterio cómo alguien con sus hazañas y antigüedad no había sido capaz de ascender ni un solo grado en el escalafón militar, aunque él lo justificara aludiendo a la gran cantidad de enemigos envidiosos que su valor le había granjeado. «Es lo que tiene la fama», solía decir.
En este particular justo era reconocer que al
menefyt
no le faltaba razón, ya que famoso sí que era, aunque fuese por motivos bien distintos de aquellos de los que se vanagloriaba. Y es que Senu era un borrachín consumado, un verdadero campeón del buen beber a quien nadie en todo el ejército de Tutmosis podía igualar en cuanto a aguante. Era capaz de tumbar a cualquiera que osara medirse con él con una jarra de vino en las manos, lo mismo daba el tipo de bebida que ésta contuviera.
En cuanto a su moral, no le iba a la zaga pues desconocía cuál era su significado e incluso si una cosa estaba bien o mal, por lo que no solía tener problemas de conciencia. Con todo, las mujeres eran su perdición, su verdadera obsesión, su anhelo máximo. Ellas representaban para Senu la culminación de la creación de unos dioses en los que poco creía pero a los que, en caso de existir, deberían honrar todos los días por la genial idea que habían tenido al poner a la mujer sobre la faz de la Tierra. Para él todas tenían su mérito, y no existía ninguna en la que no viera algo que le gustara; hasta las más feas le atraían. Claro que para feo ya estaba él, y eso explicaba en cierto modo su natural indulgencia.
En este sentido su desmedida afición era justamente reconocida por sus compañeros de armas, quienes valoraban el mérito que tenía su perseverancia a la hora de conquistar sus favores. Amores lo que se dice verdaderos nadie le había conocido, aunque él insistía en que cuando se licenciara se casaría y amaría a su mujer cada noche, y la trataría como una reina. Tales comentarios solían producir ataques de hilaridad entre los soldados, ya que Senu era el principal cliente de la mayoría de las prostitutas que solían acompañarlos en campaña. Algunas de ellas habían llegado a cogerle cariño, aunque con lo feo que era tampoco era cosa de hacerle descuentos. El negocio era el negocio, y ellas también tenían que velar por su futuro.
El de Senu era un misterio más para aquellos que lo rodeaban. Después de tantos años de botines y saqueos, el hombrecillo poco había podido ahorrar, ya que también era proclive al juego, y entre éste y las rameras su parte en los botines se había volatilizado como por ensalmo. «Cosa de magos», aseguraba él. Mas su fe resultaba inquebrantable, y estaba convencido de que algún día su suerte cambiaría y podría retirarse al lugar donde un día naciera para amar a la esposa con la que siempre había soñado. Mientras ese día llegara, viviría como siempre había vivido: rodeado de sus compañeros y sus fulanas, para los que sin duda era todo un personaje.
Un día Senu fue trasladado a otra unidad de la misma división. Al parecer había tenido un altercado por motivos de juego con el oficial que mandaba su sección. Como ambos se encontraban ebrios y Senu tenía mal beber, se enzarzaron en una disputa que no pasó a mayores gracias a la intervención oportuna de algunos soldados que vieron lo mal que podía acabar la cosa. Esto le libró sin duda de castigos mayores, aunque no de los veinte bastonazos que el
sesh mes
ordenó que le dieran por enfrentarse a un superior.
Visto lo ocurrido, Senu hizo uso de toda su persuasión a fin de convencer al escriba para que le cambiara a otra compañía. Si se quedaba allí, a no mucho tardar volverían a ordenar que le azotaran, y dadas las circunstancias no tenía el cuerpo como para recibir muchos bastonazos. El
sesh mes
lo entendió al instante, e incluso lo miró con simpatía, pues de sobra sabía él que lo castigarían de nuevo. Por ello arregló el asunto y lo envió a otra sección en la que necesitaban hombres urgentemente. Así fue como Senu conocería al que, en adelante, sería su dios.
* * *
La primera vez que vio a Sejemjet, Senu supo que su existencia tomaba una nueva dimensión. Fue tal la impresión que le causó, y tan grande su fascinación, que al momento decidió convertirse en su esclavo. Si los dioses existían, allí había encontrado a uno al que no le importaría dedicar sus ofrendas. Aquél era el verdadero dios de la guerra, y ante su presencia se sentía tan insignificante que llegaba a avergonzarse por mirarle a la cara, y mucho más por dirigirle la palabra.
Senu ya había oído hablar de aquel hombre, aunque nunca había imaginado que cuanto se decía de él fuera cierto. Después de tantos años en el ejército, Shai, el destino, había decidido que sus pasos se cruzaran con los de aquel que iba a dar sentido a cuanto le rodeaba. Aquel dios le mostraría el camino que le llevaría a hacer realidad sus ilusiones.
Desde que su unidad entablara el primer combate, Senu se convirtió en el acólito de su jefe. El veterano seguía a Sejemjet como si fuera su sombra, siempre pendiente a su espalda de todos los movimientos de sus adversarios. En cuanto Sejemjet abatía a uno, él se precipitaba sobre el caído para rematarlo, y luego se encargaba de cortarle la mano derecha para atarla a su cuerda. Al principio, Sejemjet se mostró perplejo y hasta un poco molesto por la compañía permanente del hombrecillo que habían puesto bajo sus órdenes, pero enseguida se dio cuenta de que, a pesar de su corta estatura, Senu poseía un gran coraje y además le resultaba sumamente útil, ya que podía olvidarse de sus víctimas puesto que su inseparable acompañante se encargaba de la siempre desagradable tarea de amputar miembros. Como a Senu no se le pasaba ni uno, le fue dando confianza a la vez que empezaron a estrechar su relación.
El curioso hombrecillo demostró ser muy diligente y gran conocedor de los puntos vitales donde asestar la última cuchillada. Hundía su daga con pasmosa exactitud, pasando de un caído a otro con una celeridad digna de encomio. Por si fuera poco, sabía cómo tratar a los prisioneros. Les ataba los codos con fuertes lazos y era capaz de custodiarlos, pese a su corta estatura, demostrándoles una gran ferocidad pues los amenazaba enseñándoles los pocos dientes que le quedaban, como si fuese un papión mellado. En este particular era todo un maestro ya que los conducía él solo, sin ningún problema, amarrados a una misma cuerda mientras les daba frecuentes cogotazos. Disfrutaba muchísimo con eso, y también negociando alguna pertenencia que pudieran requisar, como anillos y brazaletes, antes de que el escriba militar se hiciera cargo de ellos. Lo más frecuente era que llegase a algún acuerdo con los reos por sus dientes de oro. Senu tenía una gran habilidad para extraerlos, y al hacerlo prometía a los infelices vencidos su protección para que no sufrieran ningún daño.
—No os preocupéis, detestables criaturas. Ya veréis que si llegamos a un acuerdo saldréis con bien de ésta —solía repetirles.
Un tipo tan puntilloso y metódico en su trabajo significaba una ventaja para alguien como Sejemjet, ajeno a todo lo que no fuera combatir. Así, cuando de regreso al campamento presentaban sus trofeos al
sesh mes
para que tomara cumplida nota de ello, Senu se mostraba ufano y se pavoneaba ante los demás mostrando la cuerda repleta de manos o a los prisioneros que hubiera capturado. En tales ocasiones parecía más alto de lo que en realidad era y mostraba sus encías orgulloso en lo que parecía ser una sonrisa, aunque fuera desagradable.
—¡Hoy traemos quince manos y tres miembros! —exclamaba gozoso en tanto miraba en rededor.
—Ya veo —contestaba el escriba, a la vez que garabateaba sus signos en un papiro.
—Como verás, son miembros jóvenes —recalcaba el hombrecillo—. Pertenecientes a grandes guerreros. Supongo que tendrán más valor.
El
sesh mes
lo miraba por encima de su cálamo con cierto disgusto, pues aquel soldado le causaba muchas molestias. Además, últimamente había cogido una gran afición a emascular a sus víctimas, y aunque aquella práctica era observada por muchos guerreros, éstos solían cortar penes incircuncisos, mientras que a Senu le daba exactamente igual.
—Este mes llevamos cincuenta y seis manos y dieciocho miembros, noble escriba —le recordaba Senu—. Y además, ocho prisioneros, todos jóvenes y saludables. —El
sesh mes
asentía, abstraído en su trabajo—. Eso significa que llevamos acumulados ciento cuarenta y tres manos y treinta y siete miembros, lo cual es una cifra desconocida en la historia militar de la Tierra Negra. Todo un hito, sapientísima reencarnación de Thot, que supongo nos reportará una buena recompensa. Eso sin contar con los prisioneros.