Él abrió un instante la boca, pero sus labios fueron incapaces de pronunciar nada. Acariciado por la luna, un espectro surgido del Paraíso avanzaba con paso firme y ademán resuelto. Si los Campos del Ialú existían, tal y como aseguraban las ancestrales creencias del país de Kemet, debían de estar poblados por ángeles como aquél, se dijo arrobado.
De nuevo trató de articular palabra, pero la princesa se lo impidió llevándose un dedo a los labios. Todo parecía tan perfecto que era mejor no estropearlo con palabras que luego se perderían. Simplemente se le aproximó hasta quedar separada por aquellos difusos haces plateados con los que la luna los acompañaba. Sólo algo tan etéreo podía interponerse entre los dos, y así permanecieron durante un tiempo difícil de calcular. Mas como por ensalmo, el embrujo desapareció para abrir la puerta a las pasiones en toda su magnitud.
Sin mediar palabra los dos amantes cayeron al suelo convertidos en un solo cuerpo. Respiraban sus propios hálitos, absorbían su identidad, exploraban sus almas; como desesperados, trataban de tomar conciencia exacta de quiénes eran en realidad y adonde se dirigían. Todo era un torbellino de incontrolados deseos que, no obstante, los empujaban a desnudar sus corazones para instalarse en ellos, quizá para siempre. Ya no había posibilidad de retroceso. Los caballos corrían desbocados en busca de horizontes donde saciar su ímpetu, donde poder sentir el significado de su auténtica naturaleza, libres de todo aquello con que los hombres los atenazaban.
El aliento de ambos amantes se hizo uno solo, y sus lenguas se aferraron ansiosas al mismo mundo de pasiones que ellas dibujaban y del que no estaban dispuestas a desprenderse. Sejemjet notó cómo el cuerpo de la princesa se abrazaba al suyo, y cómo sus manos lo recorrían entre gimoteos contenidos y la excitación propia de quien ve cercano el momento de alcanzar el anhelado éxtasis.
Cuando sintió cómo el miembro inflamado del joven se apretaba contra su pubis, ella deslizó sus dedos por debajo del faldellín y con habilidad le despojó de la prenda íntima para liberarlo de su opresión. Entonces lo tomó en su mano y al momento notó que le quemaba, como si asiera una barra extraída del fuego.
Aún en su paroxismo, Nefertiry se hizo cargo de la situación. A la vista saltaba que su amante carecía de experiencia, y que necesitaría de su ayuda para que juntos pudieran llegar al paraíso que los aguardaba. Ella guío sus pasos con calma, y le hizo dirigirse a donde debía en cada momento. Se sentía transportada a la locura, pues Sejemjet parecía haber perdido la razón en pos de sus caricias. Ahora lo veía como algo suyo, tal y como si fuera un esclavo suplicante en busca de una buena palabra o un trato amable. Aquel cuerpo poderoso con el que había soñado se encontraba esa noche a su merced. Suplicando un placer que todavía ni imaginaba.
Sejemjet, por su parte, se dejaba llevar por sus propios instintos. Sus manos acariciaban con suavidad aquellos pechos que parecían pequeños melones a punto para ser comidos. Sus oscuros pezones suponían un reclamo imposible de esquivar, y en cuanto sus labios se vieron libres de los besos de la princesa, acudieron prestos a ellos, dispuestos a devorarlos. Ella se quejó un instante, pues aquel ímpetu resultaba excesivo para su sensibilidad, y él enseguida suavizó sus caricias. Al notar cómo la princesa le desabrochaba sus prendas íntimas y tomaba su miembro con la mano, Sejemjet pensó que su desbocada carrera podía terminar en cualquier momento. Hizo un esfuerzo por apartar aquella pasión que lo engullía, para así frenar su galope, y notó cómo la princesa lo conducía sabiamente allá adonde debía dirigirse.
Nefertiry se separó de él con suavidad, y con mano trémula comenzó a recorrer cada una de las cicatrices que cubrían su cuerpo. Sus dedos se dejaron llevar de una a otra en medio de la mayor de las excitaciones. Le producía gran placer tocar aquellas viejas heridas y, fascinada, las exploró bajo la pálida luz que les regalaba la noche. Sin poder remediarlo, sus labios las besaron, y a través de ellos creyó experimentar el mayor de los goces, pues para ella suponía el poder satisfacer una de sus más anheladas fantasías. Había soñado en muchas ocasiones con ello, y ahora estaba dispuesta a darles cumplida complacencia. Así dibujó infinitos arabescos en una piel curtida por los rigores de su propia existencia, deteniéndose aquí y allá para sentir mejor lo que aquellas cicatrices tenían que decirle. Era algo que no podía explicar y que, no obstante, le hizo enloquecer como nunca en su vida. Estaba tan mojada, que no podía dilatar por más tiempo la culminación de tan excelsos goces.
Hizo tumbarse de espaldas a su amado y, acto seguido, cogió su miembro erecto para sentarse sobre él. Lo notó hinchado y tan duro como la piedra que utilizaba su padre para levantar sus obeliscos. Éstos debían durar para toda la eternidad, y aquel símil le causó un gran placer a la vez que la hizo exhibir un rictus de complacencia. Al sentirlo dentro de ella, todos los demonios que de ordinario acompañaban a su pasión se vieron sueltos definitivamente. Aquella noche vagarían por las orillas del río sin control ni medida, y eso la llevó a emitir un gemido que parecía surgir de lo más profundo de su alma. A éste le siguió otro, y luego uno más. Nefertiry ya no podía parar, y con cada movimiento de sus caderas su rostro se embriagaba con su pasión en un permanente rictus de placer que la hacía vibrar más y más con cada contoneo.
Sejemjet pensaba que el cielo se había abierto definitivamente para recibirlo. Aquel momento bien valía por todas las penalidades por las que había pasado, y si era un premio con el que los dioses le favorecían, estaba dispuesto a pasar el resto de sus días repitiendo su destino. Vista allí encima, montada sobre él, Nefertiry le parecía una diosa que dictaba sus propias leyes ante las que no cabía resistirse. Sus pechos se alzaban dominantes con sus oscuros pezones enhiestos y desafiantes, y en su rostro la felicidad dibujaba extraños gestos que a veces lo contraían como en el mayor de los sufrimientos, para luego hacerle parecer distendido y sumido en el más sublime de los goces.
Con cada movimiento de sus caderas sentía que le invadían nuevas oleadas de placer. Sus manos acariciaron aquellos pechos que le retaban orgullosos, y al pellizcar suavemente sus pezones vio cómo Nefertiry gemía con la desesperación propia de un ánima a punto de recibir su condena. Mas conforme los movimientos de ésta se hicieron más rápidos, él se aferró a sus nalgas para acompañarla así en sus descontrolados embates. Éstos se hicieron más y más alocados, y al poco notó que el éxtasis final se encontraba cercano para él. Entonces la princesa bajó de su pedestal para mirarlo muy fijamente, y fruncir de nuevo sus labios en tanto los contoneos se hacían más desacompasados. Sejemjet la vio arquearse y fue testigo de cómo una suerte de convulsiones se apoderaron del cuerpo de la princesa mientras gemía como poseída por los genios del Amenti. En uno de aquellos movimientos notó cómo las oleadas de placer decidían hacerse corpóreas, y entonces creyó volverse loco. Asiéndose a las nalgas con fuerza, exhaló un lamento que nacía de lo más profundo de su ser y que apenas fue capaz de sofocar. Ella lo miró con satisfacción, y cuando advirtió que sus músculos se tensaban en una suerte de estertor para inundarla con su simiente pareció volverse loca, pues se arrojó a su cuello para mordisquearlo como había visto hacer a los felinos. Luego se dejó ir hasta quedar exhausta.
Tendidos el uno junto al otro, todavía entre jadeos, los amantes se miraron a los ojos con las manos entrelazadas. Durante un tiempo imposible de precisar se dijeron sin palabras todo lo que sus corazones sentían, y también que aquella noche no debería acabar nunca. No fue necesario halagarse los oídos con frases en las que se prometían amor eterno, pues sus corazones hablaban a través de su mirada, y sus propios cuerpos eran papiros abiertos, aun para los que no sabían leer. Sejemjet se sentía invadido por una quietud desconocida para él, hasta el punto de no llegar a reconocerse, como si se tratara de otra persona. Él sería feliz así. Junto a una mujer con la que compartir su cariño, cerca del río que tanto quería. Por primera vez en su vida había saboreado la felicidad, y también lo que representaba el amor, y no existía nada que pudiera comparársele.
Para Nefertiry las cosas eran bien diferentes, pues ella había tenido muchos amantes. Las relaciones sexuales no representaban ningún enigma, ya que las había experimentado desde que tuviera doce años. A esa edad, la aparición del vello público marcó, como era costumbre en Kemet, el adiós de la infancia: la pubertad obligaba a cubrir con vestidos los cuerpos que hasta ese momento habían permanecido desnudos, y daba la oportunidad de casarse y mantener relaciones sexuales completas. En el caso de Nefertiry, los primeros juegos eróticos llegaron de la mano de unos primos mayores que ella y ya circuncidados. Con ellos se inició, aunque luego continuara sus experiencias con otros hombres, ya adultos, con los que aprendió las artes amatorias.
En su opinión, la sexualidad no tenía la menor importancia. Era como el comer o el beber; una necesidad que su naturaleza fogosa había de satisfacer. Sin embargo, reconocía que Sejemjet le había colmado más allá de lo que era un mero placer. Aunque no se trataba de un amante experimentado, el guerrero la había transportado por caminos que no recordaba haber transitado. Era algo indefinible y que, no obstante, marcaba la diferencia entre el goce y el pleno éxtasis. Aquella noche había sido tomada por algo más que un cuerpo. Era una fuerza descomunal que se había abierto paso en su interior y de la que ya nunca estaba dispuesta a prescindir.
Las miradas dieron paso a los primeros susurros con los que se dijeron cuánto se amaban, y luego se extasiaron al contemplar cómo la luna, ya en lo alto, cubría la superficie del río con una alfombra tan pálida como la que sólo ella podía tejer.
—Es tal y como me lo describiste —murmuró la princesa, embelesada por la magia que los envolvía.
—No hay ningún otro lugar así.
—Entonces vayamos a bañarnos —sugirió la joven, sonriéndole—. Al fin y al cabo para eso hemos venido.
Ambos amantes rieron, y cogidos de la mano se sumergieron en el agua. Estaba fresca, pero les pareció un elixir delicioso con el que revitalizar sus cuerpos. Durante un rato se zambulleron y jugaron como si fueran dos chiquillos revoltosos, mas luego acabaron por abrazarse en medio del río.
—Mira —dijo Sejemjet, admirado—. Estamos rodeados por un mar de plata.
Nefertiry asintió boquiabierta, pues todo el resplandor de la luna rielaba a su alrededor como si se hallaran envueltos en magia.
—Ahora entiendo por qué afirman los sacerdotes que estas aguas son sagradas —dijo al fin.
—Son mucho más que eso. Es la respuesta a todo cuanto nos rodea. La esencia de Kemet.
La princesa lo miró encendida.
—Hagamos el amor aquí. Esta noche el río nos dará su bendición. —Sejemjet le sonrió y la tomó entre sus brazos—. Si el Nilo es sagrado, ningún lugar mejor que éste para querernos —repitió la princesa.
—Tienes razón, amor mío. Hapy, el señor de estas aguas, se mostrará generoso con nosotros.
Y así fue como los dos jóvenes volvieron a amarse con la misma pasión que la primera vez. Entre las oscuras aguas satinadas con plata se declararon amor eterno, haciendo que sus cuerpos fueran uno solo, y sus alientos el mismo soplo que Hathor, la diosa del amor, les había regalado. El mundo les pertenecía y nada podría interponerse entre ellos; o al menos eso creían.
* * *
La reina vagaba por sus habitaciones de palacio cual Sejmet enfurecida. Igual que si fuera la diosa leona demandando venganza, iba y venía como una fiera en busca de sangre, y cualquiera que la viese en aquella hora bien podría asegurar que era capaz de desatar los mayores desastres contra la humanidad, comparables con las pandemias y enfermedades con que acostumbraba a sembrar la faz de la tierra la colérica diosa.
Aquella misma mañana había hecho azotar a un desdichado, y sus doncellas procuraban no cruzarse con ella, y mucho menos mirarla.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho? —exclamó furibunda, fulminando a la princesa con su ira. Cómodamente sentada, ésta la miraba sin ningún tipo de temor—. Esta vez has ido demasiado lejos, demasiado lejos... ¿comprendes? Esto es un ultraje.
—Creo que exageras, mamá.
—¡Cómo te atreves! —le gritó fuera de sí en tanto se encaraba con su hija—. ¡Genios del Amenti, decidme qué hago con ella!
—No comprendo por qué invocas a los demonios. Sólo se trata de amor.
A Sitiah semejantes palabras le produjeron un temblor descontrolado en los labios, pues no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—Tus caprichos de nada te servirán ahora —estalló sin poder remediarlo—. Jamás permitiré una relación como ésta. ¿Me has entendido?
—No —replicó la joven—. Francamente, no sé qué tiene de malo.
—¡Ammit perdone mi alma! —gritó la reina en tanto iba y venía por la habitación—. Y encima tienes la desfachatez de confesarlo como si nada.
—Es que no tengo nada que ocultar.
—Eso es lo peor. Toda la corte sabe a estas horas que te citaste con ese bruto en un palmeral para fornicar como una perdida —le reprochó Sitiah.
—En primer lugar no es un bruto, pues el dios en persona le dio su favor; y en segundo lugar no fornicamos, hicimos el amor.
Los ojos de la reina brillaban como ascuas, y su furia era tal que su rostro se congestionó.
—Te hemos permitido demasiado, y tarde o temprano sabía que algo así podría ocurrir. Pero ¿no te das cuenta de que eres una princesa de Egipto?
—Eso no tiene nada que ver.
—¿Que no tiene nada que ver? —inquirió su madre, perpleja ante semejante cinismo.
—Pues no. Puedo enamorarme de quien quiera, como cualquier otra mujer. —Sitiah la miró incrédula, incapaz de asimilar aquellas palabras—. Sí, no me mires así. Que yo sepa, la abuela Ipu era una muy noble dama de la corte, y se casó con el abuelo, que llegó a ser general. Sejemjet también será general algún día, de eso no me cabe duda.
—¿Estás loca? ¡Cómo puedes comparar ambas situaciones! Tú eres hija del dios y de su gran esposa real —indicó señalándose el pecho—. Llevas la sangre que da la realeza. ¡Quien se case contigo podría gobernar esta tierra!
—Siempre estamos con lo mismo —replicó la joven adoptando su postura más arrogante—. Llevas vigilándome desde que nací.