—Pues sí. Aunque, como es obvio, poco resultado me ha dado. En estos últimos años te has arrastrado por todos los lechos que te ha parecido. Pero por aquí no paso.
—Como te expliqué, esto es diferente.
La reina se mordió el labio y trató de calmarse. Además de cínica, Nefertiry podía llegar a ser tan tozuda como ella, que por algo era su hija, y llegado tal caso resultaría imposible hacerla entrar en razón.
—Debes recapacitar y ver el problema en toda su dimensión —dijo la reina cambiando su tono irritado por otro más amable.
—Si lo que temes es que mis hermanos vean amenazados sus derechos al trono por mi culpa, ahora mismo te digo que renuncio a ellos. Sólo pienso en mi felicidad.
—Me temo que no sea tan sencillo, hija mía. Para bien o para mal tú eres una princesa. Anubis bien podría llevarse mañana a quienes hoy están entre nosotros. Aquí no hay renuncia que valga, lo que cuenta es la continuidad de nuestra casa, ¿comprendes?
—Bueno, visto desde tal extremo tampoco deberías preocuparte mucho. Como te dije, Sejemjet llegará a general, y no es la primera vez que un general se convierte en faraón de Egipto.
La reina se puso lívida y asió con fuerza las manos de su hija.
—Debes dejar de verte con ese hombre. Sé que estuvisteis en el río copulando. No quiero ni pensar que te puedas quedar en estado.
—Descuida, mamá —replicó Nefertiry tranquilamente—. Sé muy bien lo que hago. En estos días no puedo concebir.
Sitiah la miró boquiabierta ante tal descaro.
—Ese hombre no puede volver a verte —señaló con un tono de firmeza que no admitía discusión—. Nunca he interferido en tus romances, pero éste debe ser tan pasajero como de costumbre.
—¿Te opondrás en tal caso a la felicidad de tu hija? —preguntó la princesa, desafiante.
—Si es ése el precio que has de pagar por conseguirla, sí —aseguró la reina—. No me obligues a tomar medidas que puedan afectarle a él.
Nefertiry recapacitó unos instantes mientras ponía cara de disimulo. Le extrañaba sobremanera la actitud de su madre, y el revuelo que se había originado en palacio por esta causa. En su ya notable lista de amantes no había existido ninguno que le produjera un rechazo semejante, y a fe que los había habido poco recomendables. Debía existir algún motivo que no acertaba a ver por el cual su madre había cogido ojeriza a su amado Sejemjet. Claro que intentar descubrirlo era algo que se le antojaba complicadísimo, ya que las manías de la reina formaban parte de los misterios más insondables del país de las Dos Tierras. Ni utilizando su más que sobrada astucia llegaría a comprenderlos, aunque sí sería posible atemperar los ánimos y hacer que las aguas volvieran a su cauce. Cuando Sitiah tomaba una actitud como aquélla era mejor no chocar frontalmente con ella. A la postre se le pasaría, y cuando el berrinche se enfriara estaría en mejor disposición para razonar. Para Nefertiry el futuro era de su propiedad. Le pertenecía por muchos motivos pero, sobre todo, porque se sentía dueña de sí misma. En poco tiempo su madre se olvidaría de aquella relación y el nombre de Sejemjet no sería más que un vago recuerdo. Sin embargo, ella le aguardaría. Tal y como había dicho a su madre, estaba convencida de que Sejemjet llegaría a lo más alto dentro de los ejércitos del dios. Su padre haría público su favor por el guerrero en más ocasiones, y entonces sería el momento de pedir su bendición. A no mucho tardar lo vería regresar a Egipto colmado de honores, y su madre no podría oponerse a su amor. Entre tanto debía ser prudente, y extremar las precauciones para que todo se enfriara. Sejemjet marcharía muy pronto a Canaán para seguir combatiendo, y eso les favorecería. Mas la reina no debía sospechar cuáles eran sus planes.
Nefertiry suspiró profundamente e hizo un gesto de abatimiento, como si tuviera un gran pesar. Enseguida la reina le cogió las manos con fuerza.
—Sé que el amor es causa de grandes sufrimientos para nosotras. Pero debemos ser fuertes ante él cuando puede traernos la desgracia —dijo en tono comprensivo.
Nefertiry asintió y dejó resbalar una lágrima por su mejilla.
—No te enfades conmigo, madre —replicó ahogando un sollozo.
Sitiah la abrazó y le acarició el cabello.
—Con los años comprenderás lo que quiero decirte. Tienes que dejar de verlo, ¿me lo prometes?
La princesa asintió con los ojos muy abiertos, como si le causara un gran pesar.
—Al menos permíteme despedirme de él. Será la última vez que nos veamos —suplicó Nefertiry.
Sitiah torció el gesto, aunque tras unos momentos en los que consideró la cuestión, dio su beneplácito.
—De acuerdo, hija mía. Pero será vuestro último encuentro.
—Te lo prometo por la divina Hathor —se apresuró a decir la princesa. Luego ambas mujeres se abrazaron y se despidieron en los mejores términos.
Mientras Nefertiry observaba a su madre alejarse por uno de los pasillos de palacio, pensaba en la obstinación de Sitiah en dar por terminada su relación con aquel joven de quien se había enamorado, y también en lo fácil que le había resultado engañarla. La reina había dado por zanjado el tema y se había ido convencida de que Sejemjet nunca más aparecería por el palacio, y mucho menos en la vida de su hija. Sin embargo, la princesa sabía que la realidad era bien diferente. Sus planes seguirían su curso, y confiaba en que al final éstos se concretaran felizmente. Para ello necesitaba la colaboración de una pieza que se le antojaba fundamental, pero que ella podría controlar, esperaba, sin dificultad. Nefertiry debería extremar sus precauciones, pero si había algo en lo que pocos podían ganarle, era en astucia.
La tierra se apelmazaba alrededor de las rudimentarias tiendas que los soldados se habían visto obligados a improvisar. El viento soplaba inmisericorde, ululando lastimero entre hombres y bestias que pugnaban por buscar refugio en el interior de las jaimas de roída tela que los egipcios habían levantado en el interior de Amurru, el territorio costero de Siria comprendido entre Biblos y la ciudad de Ugarit, al norte. Hacía varios días que el vendaval los azotaba sin darles tregua, y sus aullidos y violentas ráfagas les infundían temor y desasosiego, así como una inevitable sensación de abandono. Para ellos el viento no representaba nada nuevo, ya que en Kemet, su amada tierra, acostumbraba a soplar con furia desbocada al comienzo de la primavera para azotar el país con saña, a veces durante muchos días. Pero aquel ventarrón era bien diferente, pues se encallejonaba entre los pequeños valles, donde arrancaba quejumbrosos lamentos a la vez que aceleraba su ira, arrastrando toda suerte de matojos secos y pequeñas piedras que corrían impelidas por la fuerza de unos elementos ante los que el hombre nada podía.
Dentro de las frágiles tiendas, los soldados se acurrucaban para protegerse de la arena que entraba en el interior por todos los resquicios, en tanto se aferraban a la débil estructura de madera que habían erigido para que no saliera volando.
En silencio, unos y otros se miraban resignados a la vez que dejaban traslucir el fantasma de una superstición a la que no eran ajenos. Si Set les gritaba de aquella forma, sus razones tendría aunque ellos no fueran capaces de entenderlas. La cólera del dios del caos no era algo en lo que pudieran intervenir, y mucho menos controlar. No tenían más opción que alzar sus preces a los dioses benefactores e invocar a Horus para que de nuevo derrotara a su sanguinario tío y los librara de una vez de su espantosa ira.
Sin embargo, Sejemjet permanecía ajeno a aquel estado de permanente congoja. El desierto tenía sus propias leyes, y si ellos se aventuraban en su territorio, no tenían más remedio que acatarlas. Como furibundo adepto del Ombita, las aceptaba con gusto e incluso aprovechaba para reconocer su poder, inmenso y destructivo, que les advertía sobre su propia insignificancia.
A Sejemjet le importaba poco aquel viento, y los desiertos valles pedregosos que se había visto obligado a atravesar. Si el vendaval lamía sus yermas laderas, tanto mejor, pues justo era que su reverenciado padre Set recibiese las súplicas de unos hombres que solían olvidar con frecuencia lo vulnerable de su naturaleza.
Aquellos días de refugio obligado le otorgaban la posibilidad de pensar en su amada, y también en lo precaria que resultaba su posición. Nefertiry se había apoderado de su corazón con el primer soplo de su aliento. Éste había resultado más embriagador que el más costoso de los perfumes, empujándole a un estado de euforia contra el que se rebelaba. Sejemjet luchaba contra ella cada día, sin que sus esfuerzos sirvieran para nada salvo para reconocer su propia incapacidad a la hora de dominarla. Cada noche, sin excepción, venían a él los recuerdos de aquellas horas a las orillas del río. El cuerpo desnudo de la princesa, su mirada llena de deseo, sus caricias enloquecedoras, sus jadeos y sobre todo las palabras con que arrullaba sus oídos. Aquél era el mejor bálsamo de todos, y después de haberlo probado le resultaba imposible sustraerse a su influjo. Había conocido el amor por primera vez en su vida, y ahora no estaba dispuesto a prescindir de él nunca más. Mucho más allá de los palacios repletos de oro que acompañaban a Nefertiry, estaban aquellas palabras vertidas en sus oídos. Más allá de las pasiones y los goces, el remanso en el que había acogido a su corazón. Unas aguas calmas en las que poder abandonarse para siempre, sin miedo al devenir de los tiempos, pues era el amor quien gobernaba en aquel puerto idílico al que le habían transportado. El amor, el más grande de los sentimientos; gracias a él podrían vivir felices, ajenos a la locura de los hombres, y envejecer juntos rodeados de los hijos y de todo lo bueno que les regalara la vida.
Sin embargo, semejantes pensamientos acababan por transformarse en quimeras para su corazón. Alrededor de los enamorados crecían nubes que amenazaban con cubrir el cielo. Su cielo, el que siempre se representaba pintado con el más hermoso de los azules, peligraba ante los torvos nubarrones que pugnaban por convertirlo en negro y desafiante. Desde el horizonte se extendían sobre la tierra de Egipto dispuestos a descargar su furia contra sus corazones. Un peligro cierto que era mejor no desdeñar.
Cuando se vieron por última vez antes de partir hacia las tierras de Retenu, Sejemjet tuvo plena conciencia de que aquel peligro era tan real como parecía, aunque la princesa no le diera apenas importancia.
—Te aseguro que no debemos preocuparnos, amor mío. Conozco muy bien a mi madre y sé que con el tiempo cambiará de opinión. —Sejemjet había puesto gesto de no estar tan convencido y la mirada cargada de incertidumbre, que a ella no le pasó inadvertida—. Sé que regresarás otra vez cubierto de honores a Tebas. Y que el dios te volverá a recompensar como mereces. No hay nada que pueda oponerse a la fuerza de tu destino. Ten confianza —le dijo entonces—. Las cosas ocurrirán tal y como hemos planeado. Pero es imprescindible que seamos cautos.
—Muchos
iteru
nos separarán. Además, no sé cuánto tiempo permaneceré en Canaán. Demasiados impedimentos para un amor que acaba de nacer.
—Te equivocas, Sejemjet. Sin saberlo he estado esperándote toda la vida. Mis amantes sólo me dieron más sed, y ahora que Hathor te trajo a mí, la he saciado en una sola noche, A tu lado sé que nunca más la padeceré.
Él la había atraído hacia sí para besarla con ternura.
—Recuerda lo que te advertí. Hay ojos por todos lados que observan cada uno de nuestros movimientos. Debemos ser pacientes y confiar en Hathor. Yo le haré ofrendas sin fin.
El joven había sacudido la cabeza con pesar.
—La reina hará todo lo necesario para que las cosas ocurran según sus designios, ¿comprendes?
—Conozco muy bien cuál es su poder. Pero no la creo capaz de ir más allá de las amenazas.
Sejemjet se había encogido de hombros.
—En la batalla es muy fácil morir, ¿sabes?
Nefertiry lo había mirado impresionada.
—No pensarás que mi madre sería capaz de ordenar tal cosa, ¿verdad? —El joven había puesto cara de circunstancias—. Espero que no —continuó ella lanzando una carcajada—. Eres un monstruo sanguinario, amado Sejemjet. La reina no necesita hacer eso para apartarnos.
—Supongo que tienes razón. Bastaría con enviarme al lejano Kush durante el resto de mis días para solucionar el problema.
—O al país de Punt, mucho más lejos todavía —rió la princesa—. Lo que no comprendo es cómo no puedes gustarle. Eres adorable. —Entonces había sido ella la que le había besado—. Quiero que te marches con el corazón henchido de esperanza; no importa cuánto tiempo tardes en regresar, yo estaré aquí, esperándote.
—Puede que pasen años antes de que vuelva, Nefertiry.
—No importa. Además, conozco a alguien que ayudará a que nuestros corazones permanezcan unidos en la distancia.
—¿Y cómo será eso? —había replicado el joven sin ocultar su sorpresa.
—Mi querido hermano será nuestro enlace.
—¿Te refieres a Amenemhat?
—Claro, quién va a ser si no. Él también partirá con el ejército. Sabremos el uno del otro a través de él.
Sejemjet, boquiabierto, no había podido dar crédito a lo que escuchaba.
—¿Te das cuenta de lo que dices? Es demasiado peligroso. Confiar una relación que debe permanecer oculta a tu hermano se me antoja una locura.
—Una locura maravillosa, sin duda —se había apresurado a decir ella riendo de nuevo—. Amenemhat siente verdadera simpatía por ti. Si le pido algo así, es porque sé que lo hará.