El hijo del desierto (30 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El hijo del desierto
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Antes de que su hermano partiera hacia Canaán, la princesa había volcado todos sus sentimientos en un papiro que le había entregado personalmente.

—Descuida, hermanita —le había dicho Amenemhat—, te prometo por el poderoso Amón que yo mismo se lo daré.

—Júrame que no lo olvidarás y que serás fiel a mi secreto.

—Pongo a la triada tebana por testigo de que así lo haré.

Así fue como se habían despedido. Los hombres se marchaban a la guerra y las mujeres debían contentarse con alimentar las esperanzas y luchar contra los malos presagios.

Para la princesa esto no suponía ninguna novedad, ya que desde que tenía uso de razón estaba acostumbrada a ver partir a su padre al frente de los ejércitos en pos de la gloria. Pero ahora todo le parecía diferente. Poco le importaban las conquistas, y sólo rezaba a su venerada Hathor para que bendijera su amor y trajera pronto de regreso a Sejemjet.

En cuanto a lo que se refería al concurso de su hermano, ella no tenía ninguna duda de que éste le sería leal. Ambos se profesaban un gran cariño, y habían sido cómplices de no pocas aventuras con anterioridad. Amenemhat era sumamente discreto y conocía de sobra las reacciones de su augusta madre cuando se enteraba de algo que le desagradaba. Él mismo había sufrido su ira en sus carnes no pocas veces al haberse enterado de su relación con alguna plebeya. La reina estaba obsesionada con el linaje, y ambos lo sabían.

Nefertiry aguardó, pues, con la misma paciencia de la que ya había hecho gala, el regreso de su hermano. «Quizá no vuelva solo —se engañaba—. Quizá mi amado lo acompañe montado sobre su carro de electro como si fuera un dios conquistador.» Más cuando el ejército triunfante entró en Tebas con el príncipe a la cabeza, Nefertiry tuvo que resignarse a no ver ningún dios aclamado sobre su carro. Sejemjet continuaba muy lejos de allí, tal y como presentía. No obstante, las noticias que Amenemhat le trajo fueron un bálsamo para su maltrecho corazón.

—Él es grande entre los soldados del dios —le dijo mientras la miraba a los ojos para transmitirle todo su ánimo—. Su nombre es conocido en todas las naciones extranjeras. Le temen como a la ira de Set. No hay nadie que pueda competir con él en bravura. —Nefertiry observaba a su hermano con los ojos muy abiertos, asimilando cuanto éste le decía—. Sólo el amor que siente por ti es mayor que su cólera en el combate —confesó en voz baja.

Luego le dio algunos pormenores de sus encuentros, y le manifestó el aprecio que sentía por él.

—Escucha —le confió en tono reservado—. Él no regresará a Egipto durante un tiempo, pero creo que es lo mejor para vosotros. Cuando vuelva a Tebas lo hará como un valiente del rey, y el dios lo reconocerá públicamente. Eso favorecerá vuestros propósitos.

—¿Cuándo ocurrirá? —quiso saber la princesa, angustiada.

—Nadie puede decirlo. Un año, dos a lo sumo. Tómalo como un tributo que deberás ofrendar a la diosa del amor. Por el momento vuestro destino no os pertenece.

—¡Dos años! —murmuró para sí la princesa.

Aquello suponía mucho más que una prueba de amor. Era todo un desafío para el que serían necesarias fuerzas que no sabía si poseía. Tener que disimular durante ese tiempo era una misión que podía sobrepasarla. Además, las noticias sobre las gestas de su campeón habían corrido ya por la ciudad, y su madre estaría perfectamente enterada de ellas. Eso era algo que no le beneficiaba, pues sabía que la reina dirigiría su mirada hacia el este para interesarse por el guerrero, y también la vigilaría a ella. Si antes había sido precavida, ahora debería serlo mucho más.

—Es un hombre reservado —le señaló su hermano—. No has de preocuparte por él. Además, me pidió que te dijera que si es preciso te esperará toda la vida, y que regresará a por ti.

A Nefertiry el corazón se le inflamó por la emoción contenida. Tal como le ocurría a ella, Sejemjet debía encontrarse en un sufrimiento permanente. Estaba segura de que su amor hacia ella era tan grande como su fuerza, y de que no habría otra mujer en su vida. Si tal y como parecía Hathor había decidido poner a prueba su amor cubriendo su camino de obstáculos, ellos tendrían que demostrar a la diosa que éstos se convertirían en cenizas, abrasados por su pasión y el cariño que sentían; más grande que cualquiera de los monumentos que cubrían la tierra de Kemet.

* * *

Dada la inestabilidad permanente de Retenu, Menjeperre, señor de las Dos Tierras, había decidido que parte de sus tropas quedaran acantonadas en los territorios conquistados. Para controlar aún mejor a los pueblos que lo habitaban, dividió la región asiática en tres provincias.

Una fue Amorru, la zona costera siria que limitaba al norte con Ugarit y al sur con Biblos, y en cuyo puerto estratégico de Simira estableció su capital. Otra abarcaría toda la franja costera de Canaán hasta Biblos y parte del interior de Palestina. Se la llamó Retenu —nombre que, de ordinario, empleaban los egipcios para referirse a todo el territorio— y su capital, Gaza, fue la ciudad desde la cual el gobernador controló el resto de territorios, siendo además el principal enclave administrativo. Por último se constituyó la provincia de Upi, un vasto territorio que englobaba el interior de Siria y el resto de Palestina en la que se eligió como capital a una ciudad situada en el valle de La Bekaa, llamada Kumidi.

Con este decreto, Tutmosis III dejaba bien claro que sus intenciones en nada se parecían a las de su abuelo. Sus campañas no estaban destinadas a la conquista, como ocurriera con Tutmosis I, sino que demostraban una política de asentamiento, como quedaba evidenciado con la división provincial de los territorios asiáticos. Ahora era necesario consolidar el gobierno de aquella zona y explotar sus grandes recursos, que reportarían a Egipto enormes riquezas. Con todo el territorio pacificado, la expansión hacia el norte resultaría inevitable y antes o después el reino de Mitanni, enemigo irreconciliable del faraón, sucumbiría ante el poder ascendente de Kemet.

Precisamente a la ciudad de Kumidi había sido destinado Sejemjet, lo cual le causaba la misma indiferencia que si se hubiera quedado en cualquiera de las otras dos provincias. Poco antes de partir tuvo la suerte de ver a su amigo Mini, al que quería como a un hermano. Mini también había ascendido a grande de los cincuenta, al destacarse durante la última campaña como un magnífico arquero. Los habitantes del valle del Nilo sentían una gran admiración por los arqueros, y Mini era especialmente considerado pues era de los pocos que no habían nacido en Nubia, de donde procedía la mayoría. A través de los milenios, los nubios se habían mostrado como unos arqueros excepcionales, y en la actualidad seguían siendo una pieza fundamental en el ejército del dios.

—¡Quién nos iba a decir que a estas alturas estaríamos al mando de una sección! —exclamó Mini gozoso al abrazarse a su viejo amigo—. ¡Si mi padre nos viera!


Él nos está viendo. Sin duda ya conoce tus proezas y estará paseando orgulloso por las calles de Madu, recibiendo saludos de los vecinos.

—¡Oh, cuánto me gustaría ver al viejo, y darle un abrazo de soldado a soldado! Mi madre también estará contenta, sobre todo porque sigo con vida. Ya sabes lo miedosa que es.

—Hasta tu hermana se alegrará.

—¿Isis? Ya casi habrá dejado de ser una niña. Qué ganas tengo de verla para darle un beso.

—Me temo que por ahora el dios nos tenga preparados otros planes bien diferentes —dijo Sejemjet apesadumbrado.

—Nos brinda la posibilidad de que sobresalgamos. Cuantas más manos cortemos tanto mejor, así podremos disfrutar de nuestra vejez sin preocupaciones.

—Ocasiones no nos faltarán. Esto no es más que una tregua antes del asalto al reino de Mitanni. Ése es el enemigo al que debemos batir.

—Chusma asiática —masculló Mini, escupiendo las palabras—. No me extraña el afán del dios por conquistarlos. Como puedes comprobar, resultan ingobernables. Francamente, tengo muchas dudas de que podamos llegar a civilizarlos.

Sejemjet se encogió de hombros.

—Supongo que luchan por lo que creen que les pertenece; tal y como haríamos nosotros —apuntó con una media sonrisa.

—No es comparable. ¿No has visto lo sucios y ladrones que son? Son capaces de robarte los caballos delante de tus narices. Hasta el dios se anda con cuidado.

Ambos amigos soltaron una carcajada, ya que era muy conocida la anécdota en la que Tutmosis III pidió a sus palafreneros que guardaran sus caballos en la misma tienda real, y que tuvieran cuidado si se encontraban con algún asiático, no se los fueran a robar en el mismo campamento.

—¡Imagínate! Quitarle los caballos al faraón ante sus propias narices. Hay que tener destreza —señaló Mini sin dejar de reír.

Luego hablaron de sus hazañas y de las ilusiones que tenían depositadas en su futuro. Sejemjet estuvo a punto de comentarle su amor por Nefertiry, pero al final prefirió morderse la lengua y mantener su secreto. A Mini las cosas le marchaban muy bien, ya que su carácter simpático y abierto le hacía granjearse amistades con facilidad.

—Te predigo que cuando regresemos a Kemet lo haremos convertidos en
tay srit.
Figúrate, ¡estaríamos al mando de una unidad de doscientos cincuenta hombres! Seríamos los oficiales más jóvenes del ejército y, créeme, eso es algo que se encuentra a nuestro alcance —aseguró Mini. Sejemjet le sonrió; llegar a ser portaestandarte no era un asunto que le preocupara—. Antes de que se retire, Djehuty nos ascenderá, ya lo verás. El general está fascinado por el modo en que peleas —señaló Mini en tono de confianza—. Lo sé de muy buena tinta. Se deshace en elogios hacia tu persona y a mí me tiene en gran estima. Asegura que no hay ningún arquero mejor que yo en el ejército, y me augura un espléndido futuro.

—En eso puede que tenga razón —apuntó su amigo, sonriéndole.

—Bueno, tampoco conviene exagerar. Nunca se sabe lo que Shai puede tenernos destinado.

Sejemjet permaneció un instante en silencio, y a continuación desenvolvió la caja de ébano que contenía la espada para mostrársela.

—¡Montu bendito! —exclamó Mini al tenerla entre sus manos—. ¡Es una
jepesh
, la más hermosa que he visto en mi vida!

—Me la regaló Djehuty.

—¿Que te la regaló el
mer mes
? —inquirió Mini incrédulo—. No puedo creerlo.

—Me la dio en su tienda, poco antes de partir para Gaza.

—Es un gran honor. Ya te dije que le fascinabas. Aquí tienes la prueba, sin duda. Es una espada magnífica. Con ella serás invencible. —Sejemjet sonrió al ver la cara de asombro que ponía su amigo—. Aquí hay grabados unos símbolos —señaló Mini con un dedo.

—Es una leyenda.

Mini alzó la vista hacia su amigo sin ocultar su perplejidad.

—¿Y qué quiere decir?

—«Pertenezco a Montu.»

Mini se estremeció al oír aquello.

—Vaya —apenas balbuceó—. Esto sí que no me lo esperaba.

Tras unos minutos en los que examinó la
jepesh
con detenimiento, se la devolvió a su amigo casi con reverencia.

—Después de esto me reafirmo en lo que te dije. El faraón permitirá que nuestro nombre quede unido al suyo como sus valientes.

Luego permaneció pensativo unos momentos, mientras se rascaba la cabeza.

—¿Sabes una cosa? —preguntó de improviso a Sejemjet—. No me había dado cuenta hasta ahora, pero al ver la leyenda grabada en la hoja de tu espada he comprendido que tenemos un problema con el que no habíamos contado. —Su amigo lo miró sorprendido—. Sí, no me mires así. Si queremos ascender más alto, debemos aprender a leer y a escribir. En caso contrario nunca podremos pasar de
tay srit...
Por muy valientes que seamos no llegaremos a más —insistió Mini con cara de preocupación—. Menudo problema.

Sejemjet se quedó mirándole, pues jamás se le había ocurrido pensar en esa posibilidad.

—Seguro que tú resolverás eso, amigo mío —replicó riendo de nuevo.

Se sintió íntimamente regocijado al ver la expresión de su amigo, pero al poco consideró mejor sus palabras. A él no le importaban los ascensos en el ejército, pero enseguida le vino a la memoria el papiro que su amor le había enviado. Él jamás podría leerlo, independientemente de la fase en la que se encontrara la luna, y aquello sí significaba un problema. Alguien lo tendría que hacer por él, y podría ser causa de complicaciones. Su amigo tenía razón, había que aprender a leer y a escribir, aunque fuera por motivos diferentes.

VI
EN LOS CONFINES DEL IMPERIO

El valle de La Bekaa se extiende majestuoso a lo largo de dos ríos que rezuman historia como pocos. El Litani, al que los griegos llamaron Leontes, en la zona meridional, y el Orontes, que fluye más al norte, son capaces de relatar las gestas de un pasado que en cierto modo ha quedado impreso en ellos. Grandes hombres los atravesaron, y los más poderosos ejércitos de la antigüedad bebieron de sus aguas y combatieron en sus riberas. Ambos ríos forman la columna vertebral de un valle que limita al oeste con la cordillera del Líbano y al este con el Antilíbano, dos imponentes formaciones montañosas con picos de hasta tres mil metros de altura en donde las nieves se extienden majestuosas acariciando frondosos bosques de cedros, la madera más preciada que un egipcio pudiera poseer. Situado a apenas cincuenta millas del mar, este paraje se encuentra en el extremo septentrional del Gran Valle del Rift, que emprende desde allí su viaje para atravesar el mar Rojo y asentarse en el corazón del continente africano.

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