Sejemjet cerró los ojos mientras pensaba en ello. Dentro de poco podría abrazar a su amigo, y eso lo llenó de satisfacción.
* * *
La ciudad de Menfis recibió a Sejemjet con la algarabía que le era propia. Era la capital del
nomo
I del Bajo Egipto, y tan antigua como el gobierno de los faraones. Fue el legendario Menes el primero que se interesó por aquel lugar, levantando un dique para proteger la ciudad de las inundaciones del Nilo. De ahí tomó su nombre el distrito: Ineb-Hedj, «la muralla blanca», modo con el que era conocido el
nomo.
Sin embargo, todos solían referirse a ella con el sobrenombre de Ankh-Tawi, «la que une los Dos Países», término acuñado durante el Imperio Medio, que subrayaba la importancia estratégica de la ciudad. Situada en el Delta, su puerto de Per Nefer representaba un enclave económico de primera magnitud. Hasta él arribaban las naves procedentes del Gran Verde, cargadas con las más diversas mercancías que luego eran repartidas por las flotas fluviales por todo Egipto. Era una ciudad abierta al mundo, y eso la convertía en una capital cosmopolita que en nada se parecía a Tebas, mucho más cerrada a los extranjeros.
Sejemjet se sintió extrañamente distendido al desembarcar en «el buen viaje», traducción literal del nombre de aquel puerto. Por primera vez en mucho tiempo tuvo el convencimiento de que nadie se fijaba en su figura y ninguna mirada huidiza reparaba en él. Era uno más de entre los muchos que abarrotaban los muelles aquella mañana en la que reinaba una febril actividad. Había un gran número de barcos amarrados en los diques, y los trabajadores se afanaban en la carga y descarga de mercancías entre órdenes y juramentos, en medio de un bullicio que rebosaba vida. Sejemjet pudo ver naves llegadas desde las lejanas islas de Creta y Chipre, y a marineros vestidos con extrañas indumentarias que hablaban lenguas que desconocía. Todos parecían andar en buenos términos, seguramente porque lo importante era el negocio, aunque de eso él poco supiera.
Unas meretrices lo animaron a entrar a una de las casas de la cerveza que abundaban por el puerto, pero el portaestandarte siguió su camino hacia los barrios altos, asombrado por la muchedumbre que abarrotaba alguna de las vías de la ciudad. Atravesó el Hikuptah, el viejo templo del
ka
de Ptah
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, y se dirigió hacia el Cuartel General del Bajo Egipto. La suave brisa del norte le pareció deliciosa, y se dejó llevar por aquella sensación tan gratificante que era capaz de descargarlo del peso de sus penas pasadas; entonces, por primera vez en mucho tiempo, sintió que su corazón se aliviaba.
Al llegar al cuartel enseguida lo condujeron a la presencia de Mini. Era un recinto enorme, pues en él existían acuartelamientos para las tropas, campos de entrenamiento, talleres, arsenales y los edificios de la Administración militar. Próximo a éstos se encontraba la Escuela de Oficiales, donde se instruía a la futura élite del ejército, y eran educados los príncipes de Egipto. Allí estaban las caballerizas reales, y en sus grandes explanadas se practicaba el tiro con arco y se efectuaban maniobras con los escuadrones de carros.
Sejemjet cruzó los inmensos patios porticados y fue a salir a una de las explanadas donde los arqueros practicaban el tiro. No tardó en divisar un pequeño grupo en el que reconoció a su amigo. Al momento, éste también reparó en su presencia, y con paso presto se dirigió a su encuentro extendiendo los brazos hacia él. Ambos se fundieron en un emocionado abrazo, y al separarse reían como niños.
—¡El hijo de Montu regresa del Amenti! Loado sea Jonsu y su divino padre Amón al permitir tanta felicidad —exclamó Mini exultante.
Sejemjet se sintió algo avergonzado.
—Veo que no has perdido tu verbo fácil —le respondió sonriente—. Es un arma formidable, sin duda. Pero dime, ¿cómo lo has conseguido? La última vez que te vi eras un pobre
tay srit
como yo, y ahora te has convertido en comandante. ¿Qué suerte de conjuro has utilizado para ablandar los duros corazones?
Mini lo agarró suavemente por un brazo y lo invitó a caminar.
—Luego te lo contaré. Lo importante es que estás aquí. Las ardientes arenas de Kush no son lugar apropiado para un hombre como tú.
Sejemjet bajó la cabeza algo apesadumbrado.
—Todavía no acierto a comprender cómo has conseguido traerme a Menfis, amigo mío. Mi suerte está echada desde hace mucho tiempo y...
Mini alzó una de sus manos.
—Cuando te digo que sólo la intervención del divino Amón ha hecho posible obrar tal milagro, es porque sólo así se puede entender que ahora te encuentres aquí.
Sejemjet lo miró sin comprender.
—A pesar de la distancia he sabido de ti, y también de lo duro que ha tenido que resultarte combatir contra tribus y bandoleros. Ver a un soldado como tú enfrentarse contra los parias de un territorio perdido en los confines del desierto supone una afrenta para los dioses de la guerra. Ellos lloraron por tu desgracia, como también lo hice yo. Sin embargo, tu nombre se hizo leyenda y en el país de Kemet el viento lo arrastra por dondequiera que vayas. Durante todos estos años has ayudado a que el oro entre a raudales en las Dos Tierras, y las caravanas que llegaban a Elefantina hablaban de un gran guerrero que limpiaba las rutas de bandidos, y que con sólo mostrar su espada éstos huían despavoridos. Le llamaban el Jepeshy, y yo sentí una gran emoción al enterarme.
Sejemjet esbozó una de aquellas sonrisas que tan raramente regalaba, y dio unas palmaditas cariñosas en el hombro de su amigo.
—Me temo que eso no haya sido motivo suficiente para ablandar el corazón de Mehu.
—Él nada puede contra tu fama, y tampoco contra las cicatrices que cubren tu cuerpo. Mehu es un gran guerrero, no lo olvides, y sabe que tienes tu reputación bien ganada.
—¿Reputación? —Sejemjet hizo un mohín de fastidio.
—Ésa es la que te ha traído a Menfis.
Sejemjet lo miró perplejo.
—Escucha —continuó Mini—. Shai ha dispuesto que hoy me encuentre en la Escuela de Oficiales. Últimamente he pensado que quizás el destino me haya enviado aquí para posibilitar tu regreso. ¿Has oído hablar de Ahmose Humay? —Sejemjet hizo un gesto de absoluto desconocimiento—. Es el oficial que está al cargo de la instrucción del príncipe Amenhotep. Él me eligió para instruir al príncipe en el tiro con arco, y me nombraron comandante instructor.
—En Kush me enteré de que el príncipe heredero había muerto, pero no sé mucho acerca del joven Amenhotep.
—Montu ha querido que el nuevo heredero del país de las Dos Tierras tenga el corazón de un león y la fuerza de un toro. Será tan buen soldado como su padre el dios, vida, salud y prosperidad le sean dadas. Sueña con extender las fronteras de Egipto hasta los confines de la Tierra y está obsesionado con convertirse en un guerrero tan poderoso como tú.
—¿Como yo? —inquirió Sejemjet sorprendido.
—Así es, al parecer te has convertido en su referente. Habla sobre ti a la menor ocasión.
—Pero si no lo conozco.
—Eso da lo mismo. Ya sabes la importancia que tiene un buen nombre para nuestro pueblo. El príncipe conoce todas tus hazañas, y no duda en exagerarlas hasta límites inauditos. Ten en cuenta que sólo tiene ocho años, y a esa edad es fácil creer en héroes.
Sejemjet asintió en silencio.
—Ésta fue la llave que permitió abrir la puerta para que salieras de Nubia. Al enterarse de que éramos amigos, el príncipe me pidió conocerte y, según he oído, insistió más de lo razonable ante su augusto padre para salirse con la suya. Obviamente el dios debió de dar su beneplácito, pues cuando cursé la petición a fin de que te presentaras en Menfis, ésta se tramitó sin objeciones.
Sejemjet miraba a su amigo sin dar crédito a lo que oía.
—Aseguran que Tutmosis es un hombre piadoso —apuntó Mini.
—Conozco la piedad del faraón —respondió Sejemjet, lacónico.
—Deberías realizar ofrendas al divino Amón por lo que ha ocurrido. ¿No te das cuenta?, parece obra de un
heka
el que puedas estar aquí.
—Habrá que esperar poco para saber hasta dónde llegan los designios del Oculto —contestó el portaestandarte sin disimular su resentimiento.
—Te equivocas si piensas que te perseguirá. Olvida tus fantasmas, Sejemjet, éstos ya nada pueden hacer más que momificarte en vida.
—Ya sabes lo que pienso del tránsito al Más Allá. Si mi
ka
no es capaz de reconocer mis restos, tanto mejor.
Mini sacudió su cabeza lamentándose.
—Son muchos los que todavía creen en ti. Mira si no al joven Amenhotep. Te hace un gran honor al profesarte su admiración; deberías considerar eso.
Sejemjet miró a su amigo con socarronería.
—Mi destino en manos de un niño que será dios algún día,
¿no
es así?
—Quiere conocerte. Está ansioso por ver al que llaman Jepeshy. No me cabe duda de que le impresionarás. Luego tu camino se despejará. Confía en mí.
Sejemjet sonrió a su amigo y le puso ambas manos sobre los hombros.
—Seguiremos, pues, los designios de Amón. No conviene defraudarlo, ¿no te parece? —señaló mordaz.
Mini lanzó una carcajada y se abrazó a él; Amenhotep los esperaba.
* * *
El príncipe Amenhotep era un niño que ya apuntaba a ser una fuerza de la naturaleza. A pesar de que sólo tenía ocho años, era alto y fuerte, y a no mucho tardar sobrepasaría a su divino padre en estatura, aunque ello no supusiera ningún milagro pues el faraón, como era bien sabido, apenas alcanzaba los tres codos de altura. Era un joven hermoso, y exhibía la altivez propia de su rango. Siempre bien erguido, caminaba con la barbilla levantada y la mirada dominante de quien conoce su naturaleza divina. Horus se reencarnaría en su persona algún día, y el niño se sentía ya tocado por el poder del dios de la realeza. Hablaba con la determinación de un rey, y se le veía decidido en todo cuanto emprendía. Sin duda sería un buen soldado, y Sejemjet se dio cuenta de ello en cuanto lo vio.
Al parecer vivía la vida castrense con el fervor propio de quien se siente elegido para llevar a cabo las más grandes hazañas en el campo de batalla. Estaba obsesionado con instruirse adecuadamente en el manejo de cualquier arma, aunque su auténtica pasión fueran los caballos, a los que llegó a reverenciar como si formaran parte del panteón de los dioses a los que adoraba. Era tal su amor por estos animales que su augusto padre le regaló dos para que los cuidara como si fueran de su familia. El muchacho no necesitó que se lo dijeran dos veces, pues muchas noches dormía con ellos, y los observaba durante horas para aprender su secreto lenguaje, qué era lo que necesitaban o de qué humor se encontraban ese día. Por ese motivo no era de extrañar que a tan corta edad el príncipe fuera un avezado jinete, y manejara los carros con una habilidad impropia de alguien tan joven. Solía poner a los corceles al galope a la menor oportunidad, y tomaba las curvas más cerradas con una imprudencia que a todos llenaba de temor. Mas era imposible hacerle entrar en razón, por lo que el dios se vio obligado a intervenir en secreto a fin de evitar males mayores.
Aquella mañana el príncipe estaba desnudo, tan sólo calzado con unas sandalias doradas. De su cabeza, tonsurada, caía el mechón en forma de trenza de los adolescentes, y al aproximarse a él, Sejemjet pudo observar aquel rictus de resolución que siempre lo acompañaría, y el vigor que demostraba al tensar el arco. Junto a él, Mini le hacía las recomendaciones oportunas:
—Los hombros firmes, y extiende tus arcos hasta tus orejas.
El príncipe frunció los labios y disparó con precisión contra el blanco.
—¡Es Montu quien guía mi brazo, pues reconoce mi poder! —exclamó el joven alborozado.
Mini aplaudió, a la vez que halagaba los oídos del muchacho con sus felicitaciones. Enseguida el príncipe reparó en la presencia de Sejemjet, y al instante Amenhotep tendió el arco a Mini y se acercó al guerrero. Éste se inclinó ante el príncipe.
—Tú debes de ser Sejemjet —señaló el niño excitado—. Álzate y dime si crees que Montu conduce mi pulso. Según dicen eres como un hijo para él.
—Mi esencia no es divina como la tuya, príncipe, pero no hay duda de que Montu te ha elegido como a uno de sus favoritos —contestó Sejemjet sonriéndole.
Amenhotep se quedó mirando unos instantes a los ojos del guerrero, y luego recorrió su cuerpo lentamente, como si reparara en cada una de sus cicatrices. Sin poder remediarlo abrió la boca, impresionado ante aquel gigante.
—Quiero ser tan alto como tú. Dime, ¿qué he de hacer para tener tu fortaleza? ¿A quién debo invocar? Seguro que puedes ayudarme.
—Yo no invoco a los dioses, príncipe, ni tú necesitarás hacerlo. Ellos ya te acompañan. Algún día serás un dios fuerte y poderoso.
—Pero yo deseo convertirme en un gran guerrero. El mejor que haya habido en Kemet. Quiero cortar más manos que tú y aplastar a los enemigos de Egipto sin compasión, tal y como tú haces. Seguro que hay un dios al que rezas.
Sejemjet observó al joven con curiosidad, e intuyó en él su naturaleza arrojada.
—Debes decirme lo que deseo. Sólo así sabré que un día me convertiré en el más fuerte —insistió el joven.
Sejemjet esbozó una sonrisa.
—Sólo hago tratos con aquel que habita entre el caos —respondió con suavidad.
El príncipe lanzó un juramento.
—¡Eres seguidor de Set! —exclamó muy excitado—. ¡Es el Rojo el que te da su fuerza! —Sejemjet volvió a sonreír—. Dicen que eres capaz de enfrentarte a un ejército tú solo —continuó el niño sin ocultar la admiración que sentía por aquel hombre—. Ahora lo entiendo. La cólera de Set se basta para destruir todo aquello que se le interponga.
—La ira no es suficiente para ganar batallas, príncipe. Mini te enseñará todo lo que debes saber para hacerlo.
—Quiero que me adiestres en el manejo de la
jepesh
—señaló Amenhotep nervioso. Luego alzó una de sus manos para tocar el fornido pecho del guerrero—. Es mi deseo verte disparar con el arco —dijo de repente.
—Mini es un gran arquero; yo apenas lo he utilizado. Poco podrías aprender de mí, príncipe.
Pero Amenhotep se volvió hacia Mini y le hizo claros gestos para que le diera su arco. Éste miró a su amigo con cara de circunstancias y se encogió de hombros.
—Esta distancia será apropiada —señaló el muchacho en tanto tendía el arma a Sejemjet.