Aquel día Set, el dios de las tormentas y del caos absoluto, lo había dispuesto todo para que así ocurriese, y él mismo se había encargado de montar el escenario con arreglo a sus gustos, para que su poder se manifestara en toda su majestad. Ahora estaba satisfecho.
* * *
Cuando Sejemjet miró a su alrededor sólo encontró muerte y destrucción. Algunos apiru huían con varias de las bestias de carga, empujados por el viento y la euforia de continuar con vida. La lluvia seguía cayendo con fuerza y resbalaba por el cuerpo del gigantesco guerrero, creando una especie de pátina en sus miembros que le hacía parecer tan apocalíptico como todo cuanto le rodeaba. Con la espada todavía en la mano miraba a uno y otro lado, quizás en busca de alguien más en quien hundir su hoja. Ésta, teñida de rojo, aguardaba lista para ser usada de nuevo mientras la lluvia que caía sobre su filo curvo parecía incapaz de limpiar la sangre que la cubría. Aquella sangre formaba ya parte de ella, como si se tratase de su propia seña de identidad, que con derecho se había ganado. El bronce del que estaba hecha mezclaba su nobleza con la sangre de aquellos a los que arrebataba la vida, como si juntos formaran una especie de simbiosis macabra que los hombres se encargaban de enaltecer.
Sejemjet escuchó los gemidos lastimeros de los heridos y también el de los moribundos. La pertinaz lluvia no era capaz de apagarlos del todo, quizá porque la vida se aferraba cuanto podía a aquellos cuerpos. Éstos se extendían por lo que antes había constituido una comitiva, aunque ya nada quedara de ella.
El guerrero remató a cuantos apiru vio que se movían. Allí se había producido una gran carnicería, aunque bien era cierto que muchos de los atacantes yacían muertos en el valle. Enseguida pensó en sus hombres. Algunos de los que quedaban en pie, como él, cruzaron sus miradas impotentes, haciéndose cargo del desastre. Trató de localizar a Senu, pero el feroz hombrecillo no se encontraba entre ellos, y al punto sintió un escalofrío.
Como impulsado por una suerte de locura, Sejemjet comenzó a llamarlo a gritos, y a apartar los cuerpos de los caídos a su paso, pero no había ni rastro del pequeño veterano. El joven se temió lo peor y, presa del nerviosismo, corrió arriba y abajo buscándolo desesperadamente. Así se encontró con el heraldo real, que, con los ojos muy abiertos, parecía haber pasado a mejor vida, aunque en cuanto vio al soldado comenzara a pestañear como si saliera de un sueño.
—¡Las princesas! —exclamó—. Encuentra a las princesas.
Sejemjet lo observó con desprecio y masculló algunas blasfemias. Mas a continuación prosiguió con la búsqueda de su amigo a la vez que se interesaba por el resto de sus hombres.
—Me temo que no quedemos en pie más de treinta soldados,
tay srit
—le dijo uno de ellos—. Hemos hecho cuanto pudimos, pero los peores demonios han venido hoy a visitarnos.
Se diría que allí no quedaba nadie más con vida, aunque poco a poco algunos de los que yacían en el suelo empezaron a moverse e incluso se incorporaron.
—Hay más de doscientos apiru muertos —le comunicó otro de los soldados—, y dos de las princesas parecen estar bien.
Sejemjet lo escuchó como en la distancia, pues continuaba buscando el pequeño cuerpecillo. Por fin vio unas piernecitas que asomaban entre una conglomeración de cuerpos. Permanecían tan rígidas como las de los muertos que las rodeaban, y a Sejemjet le dio un vuelco el corazón. Con creciente inquietud, el joven comenzó a apartar los cadáveres que se amontonaban sobre lo que pensaba era el cuerpo de Senu. Casi todos eran apiru, aunque también hubiese algunos asiáticos de los que formaban parte del acompañamiento de las princesas. Cuando por fin logró apartar al último caído, apareció la cara del
menefyt.
—¡Senu! —exclamó Sejemjet angustiado—. ¡Senu! Dime algo, por mi padre Montu al que tanto veneras.
Mas el hombrecillo no movió los labios.
—¡Senu! —volvió a exclamar Sejemjet—. ¡Dime algo!, por los dioses guerreros que nos alumbran —juró desesperado.
El gigante estrechó a su amigo entre sus brazos, como si intentara insuflarle la vida.
—¡No puede ser! —se lamentó el joven—. Anubis no puede venir por ti todavía. Enéada bendita, haced que regrese —imploró desconsolado.
Entonces, aquel hombrecillo pareció estremecerse y de repente abrió los ojos.
—¿Dónde estoy? —preguntó como desorientado; y al ver a Sejemjet le sonrió—. ¿Ya hemos pasado el Tribunal de Osiris? ¿Estamos en los Campos del Ialú?
—¡Senu! —exclamó Sejemjet alborozado, en tanto lo estrechaba aún más contra sí.
—Nunca imaginé que el hijo de Montu pudiera llegar a abrazarme de esta forma. Eso quiere decir que nos encontramos en el Paraíso.
—En el Paraíso no llueve —le replicó Sejemjet al instante, al tiempo que lo miraba emocionado.
—Ya comprendo. Todo ha sido un sueño, aunque te advierto que he tenido una experiencia desasosegadora en extremo. —Al joven casi se le saltaban las lágrimas por la emoción—. Figúrate que me vi en la Sala de las Dos Justicias a punto de que mi alma fuera pesada. No puedes ni sospechar lo tétrico que es ese lugar. Anubis te lleva de la mano como si la cosa no fuera con él, pero no te suelta ni aunque le supliques cien veces. Y luego está aquella gran sala repleta de malévolos jueces que pretenden que te acuerdes de los pecados de toda una vida; como si eso fuera algo sencillo. A Thot lo vi de lejos, y me pareció tan enigmático como se hace representar de ordinario. No hacía más que escribir en un viejo papiro. A Shai, el destino, lo vi un poco mejor. Se había subido a lo alto de la balanza sobre uno de los ladrillos sobre los que me parió mi madre. El muy cabrón me sonreía, como si hubiera sido benévolo conmigo. La que no tenía ninguna intención de serlo era Ammit, la Devoradora de los Muertos. ¡Qué animal tan espantoso! León, cocodrilo e hipopótamo en un solo cuerpo no puede ser sinónimo de tranquilidad, y menos cuando te has muerto. Además, me miraba y se relamía como si ya supiera que me fueran a condenar. Cuando la diosa Maat me invitó a poner mi corazón en la balanza, he de reconocer que me sentí desamparado, y al momento me arrepentí de todos los pecados que cometí en vida, que han sido muchos, aunque nunca anidara la maldad en mi interior. Mas la pluma que la diosa de la justicia puso en el contrapeso me pareció demasiado liviana para una existencia como la mía. En ese momento pensé que Ammit se iba a dar, irremediablemente, un festín conmigo; aunque no haya mucho que aprovechar en un cuerpo como éste. Fue entonces cuando tu voz vino a rescatarme. Los poderosos dioses guerreros acudieron en mi busca para sacarme de tan desagradable trance. Qué alivio. Entonces ¿no estamos muertos?
Sejemjet le acarició la cabecita.
—Mira cómo llueve. Estamos en Retenu y ha habido una gran matanza —le explicó.
Senu pareció cobrar conciencia de dónde se encontraba, y enseguida se puso de pie.
—Ahora recuerdo —dijo como para sí—. Nos atacaron los apiru. —Sejemjet asintió—. No sé cómo no acabaron también conmigo. Habrá sido porque Anubis me tiene cierto cariño. Noté que me golpeaban en la cabeza, y luego me sumí en desagradables sueños. Esta vez faltó poco para que me mataran.
—Tuviste suerte, sin duda. Seguramente los cuerpos que cayeron sobre ti hicieron que pasaras desapercibido. Eres un elegido de los dioses, querido Senu.
En ese momento ambos soldados vieron cómo el heraldo se les aproximaba vociferando.
—¿Qué hacéis ahí como dos pasmarotes? Buscad a la princesa; debéis encontrarla, o de lo contrario pagaréis con vuestra vida.
—¿Quieres que le mande a ver a Osiris? Estoy harto de él —dijo Senu de improviso—. Un muerto más a nadie le va a importar.
Amunedjeh abrió los ojos desmesuradamente, y a continuación salió corriendo despavorido, como si en verdad Ammit lo persiguiera.
—¡Vosotros sois culpables de esto! —volvió para gritarles—. ¡Vosotros y nadie más!
Ambos amigos se dirigieron hacia un pequeño grupo que lloraba sin consuelo. Al llegar a él comprobaron que se trataba de dos de las princesas, que arrodilladas acariciaban el cuerpo de la tercera hermana.
—¡Cuánta desgracia! —gritaban—. ¡Era la preferida de nuestro padre!
Al aproximarse, Sejemjet pudo percatarse de que la princesa yacía sin vida, y los escasos supervivientes de su séquito se mesaban los cabellos y lanzaban gritos desgarradores.
—Señoras, por favor —se atrevió a decir Senu—, tened serenidad. Yo he regresado del Más Allá y me hago cargo.
Cuando la lluvia cesó, los pocos que quedaban ya se habían hecho una idea de la situación.
—Aquí hay más de trescientos muertos —señaló Senu a la vez que daba un silbidito—. Si te parece, gran Montu, podría hacer acopio de manos, que nunca se sabe si algún día nos vendrán bien.
—Veo que tu visita a Ammit no ha sido capaz de arrojar ni un ápice de arrepentimiento a tu corazón —dijo Sejemjet con disgusto—. A nadie se le ocurriría amputar manos en un momento como éste.
—Pues no veo qué hay de malo en ello. Los cadáveres de los apiru se quedarán aquí hasta que los buitres se los coman.
—En esta ocasión no nos valdrán de nada —le advirtió el portaestandarte.
Sejemjet recompuso lo que quedaba de la comitiva lo mejor que pudo; apenas llegaban a cincuenta, aunque al menos se habían salvado dos de las princesas. Sin embargo, el heraldo no hacía sino lamentarse y clamar a los dioses de Egipto.
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? Nunca antes un pueblo se había atrevido a hacer semejante cosa.
Sejemjet y Senu se miraban con cara de circunstancias, ya que sabían bien cómo se las gastaban los apiru. Aquellas bandas no obedecían a más intereses que los que les ofrecía el pillaje, ni a más ley que a la de su bárbara naturaleza.
—Y vosotros, no me miréis así —los amenazaba Amunedjeh—. El dios os despellejará por esto. ¡Qué desgracia!
Por fortuna, al día siguiente la exigua caravana se encontró con un pequeño destacamento egipcio que se encargó de escoltarlos hasta Simira. Como casi cada verano, el Toro Poderoso había decidido emprender una nueva campaña, la novena, contra varias ciudades del territorio de Djahe, próximo a Niya. Se trataba de una operación de castigo de menor enjundia que las anteriores, aunque de importancia suficiente como para mantener encendida la llama de la guerra en la región.
Felizmente, Sejemjet y sus hombres se vieron de nuevo a bordo del barco halcón que los llevaría de vuelta a Kemet. Habían pasado casi cinco meses desde que abandonaran Egipto, y Sejemjet se sentía consumido por la ansiedad de ver de nuevo a Nefertiry.
Aunque la misión encomendada no había resultado como se esperaba, el guerrero se sentía feliz de poder estar junto a la princesa para cuando su hijo naciera. Eso era cuanto le importaba, más allá que cualquiera de las alianzas que pensara establecer el dios. Se hallaba harto de Retenu, de sus gentes y sus guerras, y estaba convencido de que mientras quedara uno de aquellos príncipes asiáticos en pie, nunca habría paz en aquella región. Era como si Set la tuviera en su más alta estima; un lugar donde dar rienda suelta a su indómita naturaleza.
* * *
La furia de Sitiah llegó a ser de tal magnitud que ni sus propios hijos se vieron libres de ella. Beketamón, la más bondadosa y piadosa de todos, trató de calmarla en vano, pues sus razones fueron como el aliento de Amón, que desde el norte sopla para perderse por la primera catarata. Nada ni nadie podía atemperar a la reina, que veía cómo Nefertiry se había burlado de ella de la forma más descarada. Al final la princesa había recurrido a la solución más vieja del mundo. Eran palabras mayores que no cabía sino aceptar pero que, no obstante, la reina no admitiría jamás. Ella tenía sus razones para no hacerlo, y ninguna mocosa malcriada las revocaría.
Cuando escuchó de sus propios labios que estaba embarazada, estuvo a punto de caer fulminada. El descaro de la princesa había ido mucho más allá de lo que imaginaba, y las consecuencias se presentaban en el peor momento posible. Meritre Hatshepsut había dado a luz a un hermoso niño a quien habían puesto por nombre Amenhotep, y el dios estaba tan complacido que poco le interesaba el hecho de que Nefertiry pudiera estar encinta.
Tutmosis no se separaba de Meritre, y Sitiah se sentía despreciada y apartada, aunque todavía el faraón la distinguiese con el título de gran esposa real. En realidad el faraón amaba profundamente a Sitiah, que, sin embargo, no admitía la posibilidad de que una esposa más joven pudiera satisfacer a su augusto marido.
Ahora Nefertiry echaba por tierra sus planes. Su propia hija se comportaba de forma irresponsable al quedarse embarazada de aquel bárbaro a quien odiaba. Se arrepintió de no haber tomado otro tipo de medidas la primera vez que viera al joven en palacio. Aquella tarde ya pudo reconocer en él los fantasmas que creía enterrados hacía mucho tiempo y que, no obstante, se habían presentado de nuevo, tan amenazadores como los recordaba. No quería ni pensar en lo que podía ocurrir si su hija tenía una criatura de aquel hombre. Otra vez las sombras y la desgracia se cernirían sobre su familia.
Haciendo ímprobos esfuerzos por no desesperarse, Sitiah mantuvo una conversación privada con su hija. Nadie debía saber nada de aquello. Aquel secreto tenía que quedar oculto en la tierra de Egipto, ya que la reina se sentía más supersticiosa que nunca. Estaba convencida de que, por algún extraño motivo que desconocía, los dioses porfiaban por maldecirla con las más insidiosas intrigas. A la postre ellos tenían la última palabra, aunque se resistiera a admitirlo.
Sitiah jamás participaría en aquel juego. Ya había visto una vez a la bestia de cerca, y no se enfrentaría a ella de nuevo. Nefertiry debía abandonar Tebas para siempre. Era necesario enviarla lejos de allí, a los confines de Egipto si era necesario, donde aquel hombre no pudiera encontrarla jamás. Sin poder evitarlo se llevó las manos al rostro para ahogar sus sollozos. Entonces pensó en el niño que venía de camino, y lloró desconsoladamente.
* * *
La crecida ya se anunciaba cuando Sejemjet llegó a Egipto. A él le gustaba particularmente aquella estación, pues durante ella Kemet tomaba una nueva dimensión, un aspecto diferente y a la vez insólito que asombraba a todo aquel que lo veía por primera vez. Las aguas procedentes del corazón del continente africano invadían el país de las Dos Tierras con todo el poder que les confería su indómita naturaleza. La inundación en sí misma era un misterio ante el que los propios egipcios se rendían cada año. De él dependía todo Egipto. Las aguas debían alcanzar su justa medida para que fueran beneficiosas, y este gran milagro que venía produciéndose desde el principio de los tiempos significaba, a la postre, la vida misma para aquella civilización milenaria.