Él no guardó luto por el país de Kemet, como solían hacer muchos de sus paisanos cuando se encontraban lejos de Egipto, dejándose crecer el cabello y no afeitándose. Sejemjet continuó con su costumbre se rasurar su cuerpo cada dos días, siempre que podía, pues consideraba que era una forma de purificación con la que honraba a los dioses guerreros.
Sus pasos lo llevaron hasta más allá del Éufrates, río que él mismo había cruzado una vez a nado y que, sin embargo, no le transmitió ninguna emoción al verlo de nuevo, y su nombre fue conocido entre los reyes cassitas que gobernaban en Babilonia. En todos los lugares en los que fue recibido, la leyenda de su espada lo precedía. El Jepeshy, como muchos lo llamaban, fue objeto de agasajos entre los pueblos que visitó, y en no pocos de aquellos lugares ignotos le ofrecieron establecerse como un príncipe, pues reyes y gobernantes lo invitaron a formar parte de su casa. Mas indefectiblemente la mirada cargada de dureza de aquel hombre les daba la misma respuesta. Ser vagabundo resultaba lo mejor para su espíritu; su alma no echaría raíces en ninguna parte.
A veces recibía noticias de Kemet. En una ocasión, mientras atravesaba el terrible desierto del Neguev, unos beduinos que procedían de Coptos le contaron que el dios había cambiado su afición a la guerra por la de embellecer su país con grandes monumentos. Se había extendido una especie de fiebre al respecto, y al parecer había erigido obeliscos por doquier para inmortalizar su unión con el sol. «Hasta siete ha levantado», aseguraban mientras bebían sus infusiones de hierbas sentados junto al fuego del campamento. También decían que Tutmosis había comenzado una persecución contra la memoria de su predecesora, la reina Hatshepsut. Afirmaban que había mandado borrar el nombre de su tía madrastra inscrito en los monumentos que ella había construido, ordenando que se la eliminara de las listas reales.
A Sejemjet le sorprendió aquella noticia, pues durante los años que había servido al señor de las Dos Tierras, éste nunca demostró una inquina de aquel tipo por su antecesora. El guerrero pensó que quizá la falta de actividad militar había provocado tal saña en el faraón, o a lo mejor era que se estaba volviendo viejo. En cualquier caso él no juzgaría las viejas rencillas entre los dioses, y mucho menos sus inquinas, pues los faraones que gobernaban la Tierra Negra le importaban ya muy poco.
Él había luchado por ellos, o por su país, eso nunca lo sabría, y ahora se encontraba errante después de tantos años, empujado por sus propias circunstancias. En su opinión ningún hombre debía levantar su brazo por un rey, aunque ya resultara tarde para remediarlo. Ahora vendía su protección a quien mejor le parecía, pero nunca iría contra sí mismo; no haría nada que no quisiera hacer.
Su corazón solitario destacó aún más aquella imagen de guerrero místico que siempre había poseído. El discurrir del tiempo le hizo adquirir una mayor pausa en sus acciones, y pasaba largos ratos pensando en el porqué de las cosas. La bóveda celeste con la que se arropaba cada noche era un enigma que lo fascinaba, y en el que se perdía en sueños. Éstos empezaron a hacerse cada vez más desasosegadores hasta que una noche los muertos comenzaron a presentarse de improviso. Siempre ocurría lo mismo, una puerta, al final de un oscuro pasadizo, se abría para dar paso a una habitación iluminada en la que los difuntos lo observaban al entrar. Éstos lo miraban despavoridos, con sus cuerpos cubiertos de sangre, y al punto comenzaban a gritar implorando su perdón. Sejemjet se dio cuenta enseguida de que eran los hombres que él había matado en su vida, que se le presentaban en la peor de las pesadillas. Cada vez sus rostros eran distintos y todos, sin excepción, alzaban sus brazos solicitando su clemencia, mas él no parecía ofrecérsela.
Aquello causó una gran impresión a su corazón, pero no tuvo más remedio que aceptarlo como parte del indescifrable enigma que siempre lo había rodeado. Su famoso lunar, que años atrás había llegado a obsesionarlo, ahora apenas le interesaba. Seguramente no sería más que un capricho de la naturaleza, y nada significase. En cualquier caso ya poco importaba. Sus recuerdos apenas eran imágenes que terminaban por convertirse en fantasmas que lo atormentaban terriblemente.
Nefertiry seguía observándolo con su peculiar sonrisa picara, e Isis quedaba atrás como el último eslabón de una pesada cadena que ambos habían intentado romper juntos. Su imagen se le presentaba con inusual nitidez, siempre para mirarlo con amor. Entonces él se sentía desfallecer, y al punto se convencía de que ella nunca hubiera podido ser feliz a su lado, y que quizá todo lo que había ocurrido era lo mejor para los dos. Isis se libraría de su quebranto y él de su pasado. Pero en su interior sabía que todo aquello no era cierto, y que en realidad su camino no era más que una interminable huida hacia delante. Nunca volvió a tener noticias de ella, y con el transcurrir de aquellos años, su recuerdo pasó a formar parte de un lejano pasado, como de otra vida.
Las mujeres con las que se solazó no encontraron hueco en su corazón. Fueron meros contactos con los que aliviar una naturaleza, por otro lado, poco proclive a la promiscuidad. En ocasiones pasaban muchos meses sin que sintiera deseos de fornicar, y siempre que lo hacía, al finalizar, volvía a notar el desagradable vacío que ya experimentara la primera vez, siendo todavía muy joven.
Un día Sejemjet sintió nostalgia de su tierra. Habían pasado diez años desde que abandonara Tebas en una barca de pescadores, y su recuerdo le vino de repente, como si el destino quisiera zaherirle de nuevo con una de sus bromas. « ¡Diez años! —pensó Sejemjet— Demasiado hasta para un prófugo como yo.» Entonces decidió dirigirse al oasis de Kharga, a unas cien millas al oeste de Tebas. Tenía la confianza de que después de tanto tiempo nadie se acordara de él, y que en cualquier caso su nombre no fuera conocido en un lugar tan apartado como aquél. Allí al menos escucharía su lengua y vería cada día el mismo sol que alumbraba el Valle.
Arregló algunos asuntos con uno de los mercaderes beduinos con el que había hecho una buena amistad a través de los años. Éste tenía intereses en Coptos, un enclave para las caravanas que se dirigían al mar Rojo, y le proporcionó cuanto podía necesitar para su viaje.
El oasis de Kharga se extendía durante casi cien kilómetros, en un alarde de lo que la naturaleza era capaz de crear en donde nada había. Como también ocurriera con el de Bahariya e incluso el de Siwa, el agua del Nilo se abría paso por las entrañas de la Tierra para obrar el milagro de la vida y crear un vergel con palmerales que daban sombra al agua clara y frescor al caminante que se refugiaba bajo ellos. Desde los lejanos tiempos de los primeros faraones, aquellos oasis habían sido objeto de deseo para los habitantes del valle del Nilo, y aunque nunca habían constituido un asentamiento de primer orden, poseían incuestionable valor estratégico, pues era un paso obligado de las caravanas del oeste. Muchas pistas unían Kharga con el valle del Nilo, atravesando el desierto que los separaba, y algunas eran tan antiguas como la propia civilización que se había establecido en la Tierra Negra. Era un terreno en el que las grandes extensiones desérticas se alternaban con
wadis
que serpenteaban entre los farallones de rocas apagadas y desfiladeros en los que sólo habitaba el silencio. Allí el mundo parecía haberse detenido hacía millones de años para ofrecer un paisaje de total abandono, como si Atum, el creador de toda vida, se hubiera olvidado de él. Sin embargo, Kharga se resarcía sobradamente de aquel terreno que porfiaba en estrangularlo, y cuando Sejemjet lo vio por primera vez, pensó que en verdad se trataba de uno de aquellos espejismos que había sufrido en tantas ocasiones.
Sin poder evitarlo, Sejemjet sintió una gran alegría al sentarse junto a uno de los múltiples estanques que jalonaban el gran oasis. Su agua era clara, y de los frondosos palmerales pendían deliciosos dátiles con los que el caminante podía reponer fuerzas. Un campesino le vendió algunos higos
dabou
que comió con fruición, pues le gustaban mucho. Luego se refrescó en la pequeña poza y se tumbó sobre la hierba que crecía en las orillas. Al poco entrecerró los ojos y se abandonó al placer que suponía para él poder disfrutar de un lugar así. Aunque se encontraba casi a cien millas de Tebas, el aire allí le recordaba al que respiraba en el Valle, y al escuchar a varios paisanos que vendían melones a unos mercaderes que también descansaban a la sombra, se emocionó. Tenían un acento cerrado, pero no importaba, hablaban su misma lengua para recordarle que se encontraba en Kemet.
Este particular le hizo recelar al poco. Daba lo mismo que hubiera pasado mucho tiempo; él continuaba siendo un fugitivo de una justicia que sabía era implacable. Debía andarse con cuidado, o tarde o temprano alguien lo descubriría. Pensó en ello mientras observaba el cielo azul recortándose entre las palmas de los árboles, y decidió que permanecería allí sólo lo necesario para reponerse de las ardientes arenas que porfiaban en no querer separarse de él. Evitaría visitar la capital, donde había un importante destacamento militar. El ejército en aquella zona estaba constituido por tropas formadas por individuos egipcianizados. En su mayor parte se trataba de
medjays
que estaban bajo las órdenes de un oficial conocido como el director del ejército del oasis. Éste se hallaba supeditado, a su vez, al gobernador de los oasis occidentales, que solía residir en Thinis, la capital del
nomo
VIII del Alto Egipto, una ciudad situada a apenas diez millas de la sagrada Abydos. El ejército del oasis, por tanto, acostumbraba a cumplir servicios de patrulla por las pistas que recorrían el desierto, así como de control de las caravanas procedentes de lugares situados más al norte, como eran Siwa y Bahariya.
Sejemjet pensó que quizá fuera una buena idea unirse a una de aquellas caravanas que se dirigían hacia Menfis, para allí embarcarse rumbo a alguna de las grandes islas del Gran Verde de las que muchos de los mercaderes que había conocido hablaban maravillas. El antiguo soldado tenía ya casi cuarenta años, y estaba cansado de huir permanentemente. Sentía que había llegado la hora de establecerse, y si no podía ser en su adorado Kemet, buscaría otro lugar en el que su nombre no fuera conocido.
Durante los siguientes días deambuló por aquel vergel tratando de pasar desapercibido. Para ello guardó su espada en un zurrón, aunque poco pudo hacer para ocultar sus cicatrices. Se acordó entonces de que su viejo amigo Senu era natural de Kharga, y sintió deseos de abrazarlo de nuevo. Mas al poco se le ocurrió que habían pasado veinte años desde la última vez que se vieran, y que quizás el curioso hombrecillo ya no habitara allí o, aún peor, hubiera muerto. Este pensamiento lo entristeció irremediablemente, y sin poder evitarlo sintió nostalgia de los años que habían compartido juntos, a lo mejor porque eran jóvenes y la juventud posee la facultad de hacer parecer atractivas hasta las peores tropelías.
El viejo portaestandarte se lamentó de no poder indagar más sobre su antiguo amigo, y de que los años hubieran caído sobre él demasiado deprisa. Su vida casi había pasado, y el recuerdo que parecía que iba a llevarse de ella no era el mejor que hubiera podido desear.
Sin embargo, el que Sejemjet pasara desapercibido resultaba más bien una cosa de magos. Era como si su figura ejerciera un reclamo sobre la curiosidad de las personas, y éstas no pudieran evitar mirarlo. A los pocos días de permanecer en Kharga, ya había quien hablaba de él, aunque sólo se tratara de algo anecdótico. Pero tal tipo de anécdotas solían, irremediablemente, acabar por despertar un mayor interés. Los vendedores de fruta a los que visitaba a diario para comprarles higos, dátiles, uvas y melones enseguida empezaron a hablar sobre aquel egipcio gigantesco que tenía el melodioso acento del Alto Egipto, y cuyo cuerpo, surcado de cicatrices, daba miedo ver.
—Su mirada es dura como el granito de Asuán —decían—, y tiene un aire misterioso que causa temor.
No fue de extrañar, por tanto, que una tarde Sejemjet se topara inesperadamente con una pareja de
medjays
junto a un camino solitario. El antiguo soldado no tuvo ninguna duda de que estaban esperándolo, y suspiró con resignación en tanto se les aproximaba. Eran dos hombres fuertes, e iban acompañados por un perro de aspecto fiero.
—Atum se apiadó de los hombres al crear este vergel —dijo el policía que parecía estar al mando—. Gracias a él cualquier caminante puede reponerse de los rigores del desierto que nos rodea.
Sejemjet no dijo nada y se detuvo al llegar junto a la pareja. Ésta reparó enseguida en las cicatrices, y endureció el gesto.
—¿Has servido en el ejército antes de visitarnos? —quiso saber uno de los policías.
—Sólo soy caminante, como bien habéis dicho antes —contestó Sejemjet lacónico.
Ambos agentes cambiaron una mirada de complicidad. Aquel tipo podía ser cualquier cosa menos un peregrino, y viéndolo cabía la posibilidad de que fuera un desertor. Incluso el perro parecía sentir curiosidad pues contemplaba al extraño, sentado sobre sus patas traseras, con sumo interés.
—Ya comprendo —indicó de nuevo el jefe—. Tus pasos te han traído hasta aquí por casualidad.
—Algo parecido.
—No procedes de ningún lugar, ni te diriges a ninguna parte, ¿me equivoco? —le inquirió el otro policía con una sonrisa malévola.
Sejemjet los observó unos instantes, y también al perro, al que sonrió.
—Si mostráis tanto interés no tengo inconveniente en explicároslo. Veréis, el Nilo me parió un día, y me envió a pasear por el desierto sin ninguna otra intención.
—Ahora lo entiendo. Eres una especie de eremita, ¿no es así? —apuntó uno de los
medjays
, burlón.
—Más o menos.
Ambos agentes soltaron una carcajada, y el perro ladró repetidamente.
—¡Cállate! —le gritó uno de los policías mientras le propinaba un puntapié.
—Veo que sois considerados con vuestro perro —señaló Sejemjet con frialdad, pues le enervaba ver tratar mal a los animales.
—A veces son tan indómitos que no se puede sacar provecho de ellos —le replicó el mismo policía—. A éste terminaremos por sacrificarlo. —Sejemjet volvió a sonreír al perro, que lo miraba con atención—. Bueno, noble eremita, al menos podrás decirnos tu nombre.
—Amenhotep está bien —contestó el guerrero haciendo una extraña mueca.