—¿Compasión? Valiente sodomita cananeo estás hecho. Llevas a ese soldado cada día al tugurio que frecuentas para que te sirva como criado, y encima resulta que es un sacerdote
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adscrito al templo de Mut.
—Pero eso no es nada malo y...
—¿Acaso tú decides tal cosa, pozo insondable de vicios? —rugió Sejemjet en tanto levantaba a Senu del suelo con una mano hasta tenerlo a la altura de su vista.
Al ver la ira escrita en el rostro de su amo, Senu cerró los ojos a la vez que movía sus piernecillas aterrorizado.
—No lo haré más, no lo haré más —gemía.
Sejemjet lo lanzó al suelo sin contemplaciones.
—Tráeme a ese hombre inmediatamente a mi presencia, y tú te prepararás para salir de patrulla hacia el norte.
—¿Al norte? Está bien, gran Montu. Iré a donde me ordenes, mas no descargues tu cólera sobre mí, gran señor.
Sejemjet lo despidió con cajas destempladas y luego recibió al sacerdote. Tras mantener una breve conversación, el joven quedó impresionado por la sabiduría y buen juicio que demostraba aquel hombre con cada una de sus palabras. Parecía ser un hombre santo, y tal y como él aseguraba, víctima de las circunstancias. Enseguida Sejemjet sintió pena por él, y también un gran respeto, aunque se cuidara de decírselo.
* * *
Cómodamente sentado en el interior de su tienda, el
sesh mes
Merka daba pequeños sorbos a su zumo de granada. Estaba delicioso, suave, fresco y con un sabor que nada tenía que envidiar a los que preparaban en el Alto Egipto. Mientras saboreaba aquel néctar pensaba y pensaba en el negocio que tenía entre manos. Los dioses, siempre caprichosos, le habían conducido hasta aquella región perdida de Canaán después de toda una vida entre el polvo y la miseria de los infecundos caminos. Al fin parecía que se habían apiadado de él, o simplemente habían permitido que se asomara a la ventana desde la que se veía la fortuna. Kumidi, que así se llamaba el vergel en el que se encontraba, en nada se parecía a los infectos lugares en los que había tenido que vivir. Allí reinaba la abundancia, la tranquilidad y un clima benigno que invitaba a pensar en los buenos negocios y a ser sumamente optimista con ellos.
En realidad, Merka llevaba haciendo negocios casi desde el primer día que ingresara en el ejército. Él era una persona ilustrada, instruido en la Casa de la Vida del dios Ptah en Menfis, al que el destino le había dispuesto otros avatares. Nada tenía que ver con aquella caterva de facinerosos y ex convictos a los que debía atender para recopilar sus asquerosos trofeos, y si su rango le otorgaba algún poder sobre ellos, él decidió hacer uso de él desde el principio.
Gracias a su astucia y cautela, Merka fue desarrollando todo un entramado con el que llevar a buen puerto sus planes. No tenía prisa por enriquecerse, ya que sabía que la avaricia era el mayor obstáculo que un hombre podía encontrar para conseguirlo, y mucho más si dichas riquezas se habían obtenido de forma fraudulenta. Por ese motivo ideó una estrategia a largo plazo con la que poder alcanzar sus fines sin levantar sospechas. El puesto que ocupaba le brindaba la oportunidad de hacerlo, pues a la postre nadie controlaba su trabajo.
Así fue como, con paciencia y discreción, comenzó a robar a los soldados que le presentaban los botines de sus acciones diarias. Merka apuntaba cuidadosamente sus trofeos, y los soldados se retiraban tan ufanos después de haber visto al escriba militar dar fe de sus logros.
—Algún día el dios nos recompensará con una tierra en sus colonias, y podremos disfrutar de nuestra vejez —se decían dándose palmadas en la espalda—. Y todo gracias a la ayuda del
sesh mes
, que escribe nuestras hazañas con diligencia.
Si los guerreros traían manos, penes, esclavos o cualquier tipo de bienes, el escriba lo hacía constar en sus papiros, y los soldados respiraban aliviados. Lo que no sabían era que Merka hacía uso de un procedimiento bien diferente. Sin duda tomaba nota de los trofeos que le presentaban, habitualmente en menor cuantía, pero si éstos eran valiosos, se cuidaba de escribir junto a ellos el nombre del soldado que los presentaba. Tarde o temprano muchos de ellos morían y entonces él aprovechaba para poner en su lugar el nombre de su socio, que no era otro que el portaestandarte de la unidad a la que pertenecía.
Era un plan sencillo que no entrañaba ningún riesgo, ya que a los muertos no se les puede engañar. Para enmascarar todo su negocio, ambos socios aparentaban tener muy malas relaciones, y soportarse a duras penas. Ante los soldados, Merka solía mostrarse displicente y sumamente cruel, y como era el encargado de juzgar los delitos que se cometían en su unidad, todos le temían, ya que sus castigos solían ser excesivos. Cada vez que condenaban a alguno de sus hombres, Meketre, el portaestandarte con el que Merka estaba asociado, fingía una gran cólera, mas todo era una representación.
Así, año tras año ambos socios —el
sesh mes
y el
tay srit—
fueron acumulando un importante caudal de bienes, que invirtieron con gran discreción, sobre todo en las últimas campañas en las que se habían producido considerables bajas. Haciendo uso de su buena visión para los negocios, Merka se percató de los enormes beneficios que reportaban los esclavos. Éstos entraban a raudales en Egipto a causa de sus conquistas, e iban a parar fundamentalmente a la casa real y a los grandes templos. Fueron los buenos contactos que mantenía en Menfis los que le ayudaron a conseguir unas suculentas ganancias. Los esclavos que adjudicaba a sus socios eran ofrecidos al templo de Ptah, y a cambio Merka se hizo con tierras de labor en condiciones muy ventajosas.
Sin embargo, lo que empezó como una forma de conseguir algunos beneficios terminó por convertirse en una rutina que podía resultar peligrosa. Merka fue el primero que se percató de ello, y comprendió que no era posible mantener tal cantidad de botines conseguidos por la misma persona sin que hubiera una investigación. Si el
sebedy sesh,
el escriba inspector superior, llegaba a sospechar algo, caería sobre ellos como un chacal de la necrópolis, pues quienes ocupaban este tipo de cargos solían ser muy puntillosos con su trabajo e indefectiblemente trataban de demostrar que no permitirían ningún tipo de corrupción, aunque como siempre hubiera de todo.
En los últimos tiempos, Merka y Meketre se habían atenido escrupulosamente a la ley, y justo cuando ambos pensaban en la posibilidad del retiro para disfrutar de sus posesiones, Djehuty había mandado a su compañía a aquel vergel digno de Hathor. Ni en sus mejores sueños Merka hubiera imaginado algo así. Aquélla era la oportunidad que había estado esperando durante tantos años, y estaba al alcance de su mano.
En realidad, Merka nunca creyó que pudieran darse unas condiciones mejores. A las enormes riquezas que producía la provincia de Upi había que añadir lo exiguo de la guarnición y la complacencia absoluta del gobernador. El escriba no podía haber pedido un escenario mejor que aquél para llevar a cabo sus planes. El propio Penhat, el
seshena-ta,
departía con él para comunicarle la llegada de las caravanas cargadas de valiosas mercancías. Él mismo se ocupaba de registrar los productos que transportaban para luego presentar el informe al escriba director adjunto al gobernador, con el que había hecho una buena amistad, pues no en vano éste también había estudiado en Menfis.
El procedimiento en general resultaba bastante simple. Él era el encargado de imponer las tasas a los productos que llegaban a Kumidi, puesto que las tropas de su unidad eran las responsables de hacer las labores de policía aduanera. El escriba se limitaba a hacer la vista gorda con algunas mercancías, y a cambio recibía parte de esos productos que eran desviados convenientemente. Merka se interesó sobre todo por las partidas de lapislázuli y determinadas joyas con las que podía negociar sin comprometerse, puesto que eran fáciles de vender. A no mucho tardar institucionalizó sus actividades, y llegó a acuerdos con los caravaneros de tal forma que ya le tenían preparada la parte que le correspondía cuando las bestias que transportaban el cargamento llegaban al puesto aduanero.
La codiciada piedra azul, lapislázuli, y la plata empezaron a llenar las arcas de ambos socios, que no tuvieron ya ninguna duda de que se enriquecerían en aquel oasis sin igual al que habían ido a parar por casualidad.
Como es lógico, para que sus irregularidades quedaran impunes era fundamental la participación del portaestandarte. Éste debía estar muy atento a la llegada de las caravanas para negociar apropiadamente el paso de las mercaderías y velar por el buen orden de sus tropas. Incluso llegó a poner escolta a los mercaderes que se dirigían a Egipto, tras el pago correspondiente, claro.
No obstante, tan lucrativo negocio tuvo el mal efecto de despertar la codicia que siempre habían tenido controlada. Un año en el valle de La Bekaa podía significar un retiro rodeado de unos lujos que iban mucho más allá de cualquier sueño que hubieran podido desear. Podrían ser más ricos que muchas familias aristocráticas de su país, para vivir el resto de sus vidas rodeados de lujo y brindando por haber dejado atrás los polvorientos caminos que siempre los habían acompañado. Bastaba con hacerse con una parte mayor de aquellas caravanas para conseguir sus propósitos, y eso era justo lo que estaba pensando Merka mientras bebía su zumo de granada.
Sin embargo, no contaba con un inconveniente.
* * *
A Sejemjet le fue del todo imposible enseñar a Hor a manejar ningún tipo de arma. Senu tenía mucha razón al asegurar que aquel hombre no duraría ni un asalto, y sentía pena por ello, ya que no había nada que hacer.
—No te indispongas conmigo, gran Sejemjet; simplemente, cuando Mesjenet elaboró mi
ka
dentro del seno materno no pensó en guerras ni violencias, y mucho menos en que diera muerte a nadie, ni siquiera aquí, en Upi —se lamentó Hor.
Sejemjet no dijo nada, aunque no por ello dejara de sentir tristeza, ya que se había encariñado con el sacerdote.
—Tú eres muy joven todavía para comprender ciertas cosas de la vida, pues el tiempo suele ser siempre el mejor maestro. Mírame a mí, con casi cuarenta años a mis espaldas y todavía equivocándome día tras día en mis juicios. ¡Ya soy casi un anciano y todavía me queda tanto por aprender!
—Aquí tus conocimientos no te resultarán muy útiles —apuntó Sejemjet sin poder evitarlo.
—¡Cuánta razón tienes, gran guerrero! Aunque el
maat
se halle en todas partes, la justicia, el orden y la verdad deberían ser universales. Son conceptos que trascienden al hombre y que siempre deberíamos cumplir. El que lo hace es sabio para consigo y también para con los demás, y no debe temer enfrentarse a nada.
Senu, que se encontraba junto a ellos, se rascó la cabeza pensativo, admirado de los conocimientos que poseía aquel hombre.
—Todos hemos oído hablar del
maat
mil veces —replicó—, pero estarás de acuerdo conmigo en que en ocasiones no se puede aplicar.
Hor lo miró muy serio.
—Siempre es de obligado cumplimiento —recalcó alzando el dedo índice—. No hay situación que se escape a su regla; sólo nuestro egoísmo hace que la acomodemos a nuestros intereses.
Senu se quedó boquiabierto. La verdad es que era una pena que aquel hombre tuviera que morir tan pronto.
—Y es de esa regla precisamente de la que quería hablarte, gran Sejemjet —continuó Hor—. Me temo que aquí no se cumpla como debiera. Es más, creo que a nuestro alrededor se están cometiendo irregularidades intolerables. —Sejemjet y Senu lo miraron perplejos—. Hace días que pienso en ello, y estoy más preocupado que por el hecho de no saber manejar la espada.
—Debe ser algo grave, entonces —soltó Senu, que parecía interesado.
—Así es, noble Senu. De lo peor que puede hacer un hombre.
El hombrecillo dio un silbido.
—Explícate —señaló Sejemjet, al que los circunloquios del sacerdote terminaban por cansarle.
—Es muy sencillo. Aquí están ocurriendo anomalías —dijo Hor adoptando una expresión de cierta satisfacción.
—¿A qué tipo de anomalías te refieres? —inquirió su superior, enarcando una de sus cejas.
—A las que son más propias del hombre. Aquellas que mejor se adaptan a su naturaleza, más bien vil; aquellas que...
—Déjate de admoniciones y dinos de qué se trata —le cortó el joven muy serio.
—Alguien se está apropiando de bienes que no le corresponden —dijo Hor al fin.
Senu dio un brinco al escuchar aquello.
—¿Quieres decir que están robando al Estado? —preguntó.
—De la manera más vil, pues hasta se están produciendo extorsiones —aseguró Hor. El joven lo observó frunciendo el ceño, pues no le gustaban las habladurías—. Pongo a Mut por testigo de que lo que os digo es cierto. Jamás frivolizaría con algo así —se apresuró a decir el sacerdote al verle la cara.
—Me temo que deberás ser más explícito —apuntó Sejemjet—. Si alguien está robando, tienes que denunciarlo.
—Bueno, eso no va a resultar fácil; puede que nos estemos refiriendo a una persona, dos o a toda la comandancia —indicó Hor tranquilamente.
Senu y Sejemjet se miraron sin dar crédito a lo que escuchaban, y Hor les mostró las palmas de sus manos demandándoles paciencia.
—Todo empezó hace unos días, con la llegada de la caravana procedente de Aleppo. Una verdadera bendición para la vista, pues eran más de cien bestias de carga con los más valiosos productos que podamos imaginar. Un regalo de los dioses para la tierra de Egipto. —Hor hizo una pausa para ver el efecto de sus palabras, y como observó que le miraban impacientes decidió continuar—: Eran tan valiosas las mercaderías que el
sesh mes
en persona se encargaba de hacer el registro de la aduana justo antes de entrar en la ciudad. Como yo me encontraba por allí, junto a otros soldados, camino del lago para traer agua, nos ordenó que le acompañáramos para ayudarle con el papeleo. A mí me colgó un zurrón repleto de papiros y los útiles para escribir, y tras recorrer de arriba abajo la fila sacó uno de los rollos y su cálamo y comenzó a tomar nota de cuanto allí había. Uno a uno preguntaba a cada mercader lo que transportaba y lo inscribía en el documento. Así hasta pasar revista a las ciento cuatro acémilas de que constaba la caravana.
Hor se detuvo un instante, como para coger aire, y enseguida prosiguió con su relato.