El hijo del desierto (35 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El hijo del desierto
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—En ese caso nos dejas pocas opciones —le susurró Sejemjet, y acto seguido volvió a tapar la boca del escriba con su manaza a la vez que daba una orden a Senu—: córtale un dedo.

Merka trató de gritar, pero la mano que lo atenazaba parecía un muro fabricado con granito de Asuán.

—Empieza por la mano derecha —continuó Sejemjet—, pues creo que es la que utiliza para escribir.

El escriba se debatió un instante, pero enseguida se vio sujeto por una fuerza contra la que nada podía hacer.

—Y tú —ordenó a Hor—, mantén el candil quieto; si no, Senu podría cortarle varios dedos de una vez.

Hor contemplaba la escena horrorizado, y no podía evitar que le temblara el pulso. Aquello era una atrocidad, y sus compañeros parecían disfrutar con ello.

—Ji, ji, ji. Dame el dedo, verás que no es para tanto —decía Senu en un tono festivo.

Merka hizo gestos de que quería hablar.

—No, no me hagáis algo así. No hay motivo para ello. Yo nunca os hice mal.

—¿En serio? Te creeremos cuando nos muestres lo que te hemos pedido. Y te advierto que no queremos pasarnos toda la noche preguntándotelo —apuntó Sejemjet.

El escriba se debatió como si un gran sufrimiento se hubiera apoderado de su espíritu; igual que si los demonios lo hubieran poseído. Sejemjet volvió a sujetarlo con fuerza a la vez que hacía una seña a su amigo. Entonces Senu le cortó un dedo.

—Ahhh..., ahhh..., ahhh... —Merka trató de gritar pero fue en vano, en tanto sentía cómo el dolor lo mareaba.

—Ya está —dijo Senu, sonriendo—. Le he cortado el meñique; como verás, he sido compasivo.

—Espero que ahora nos enseñes lo que te hemos pedido. Si no, muy pronto no tendrás con qué sujetar tu cálamo —le advirtió Sejemjet.

Merka vio cómo la sangre manaba de su mano, y sintió las lágrimas resbalar por su rostro. Senu le mostró el dedo.

—Ves como no ha sido para tanto. Podrás llevar una vida normal —le dijo.

—Tenéis que creerme —sollozaba el escriba—. Si tuviera lo que me pedís, os lo enseñaría.

—Me temo que no es eso lo que esperamos de ti —replicó Sejemjet en un tono glacial—. Córtale otro dedo.

—No, no. —Merka notó otra vez cómo la mano de aquel bárbaro lo atenazaba sin remisión.

—No te valdrá de nada resistirte —le avisó Sejemjet—. Revolveremos todos tus documentos hasta dar con lo que queremos. Aunque eso nos llevará más tiempo. Mientras, continuaremos cortándote dedos.

Senu le cortó otro dedo, y de nuevo los gritos contenidos, la angustia y el miedo invadieron el interior de la tienda. Hor, con mano temblorosa, daba luz a una escena que sólo podía tener lugar en lo más oscuro del alma humana. Aterrorizado, cerraba los ojos cada vez que el pobre escriba gritaba a causa de sus amputaciones.

—Ahora nos lo enseñarás, ¿verdad? —le susurró Sejemjet al oído con suavidad.

Merka gimoteó presa de la desesperación. Con aquellos tipos estaba listo, y sintió cómo su voluntad se desmoronaba como por ensalmo.

—Está bien, está bien —apenas acertó a decir mientras se agarraba la mano aterrorizado—. Mirad en aquel estante, junto al arcón.

Sejemjet hizo una seña a Senu para que se ocupara del
sesh mes
, y se dirigió hacia donde éste le había dicho.

—Espero por tu bien que no trates de burlarte, noble escriba —dijo en tanto entregaba uno de los papiros a Hor y se hacía cargo de la bujía—. ¿Qué pone? —preguntó.

El sacerdote se aclaró la garganta al tiempo que trataba de sobreponerse al horror que había presenciado. Al levantar sus ojos hacia Sejemjet se encontró con una mirada tan dura que se le heló la sangre de inmediato.

—Es tal y como os lo había dicho —confirmó Hor—. Casi todas las fechas tienen espacios sin rellenar, aunque en algunas estáis vosotros. Mira, el día cinco del mes de
paope
, segundo de
Ajet,
la inundación, asegura que le entregasteis tres manos y un pene, y tres días después otras dos manos y un prisionero.

—¿Seguro? —saltó Senu sin poder remediarlo—. Eso es imposible, ese mes le entregamos más de treinta manos y diez miembros, y media docena de prisioneros. Si lo sabré yo, que fui quien los amputó.

—¿Ves este nombre que se repite con frecuencia? Pertenece a la persona que os comenté —continuó Hor, que ahora desenrollaba otro papiro.

—¿Qué pone en ése? —quiso saber Sejemjet.

—Más de lo mismo. Espacios sin cumplimentar, y tu nombre apenas está mencionado en un par de ocasiones. En este papiro no se habla para nada de Senu.

Aquellas palabras enervaron al hombrecillo, que miró a Merka con una expresión de gran ferocidad, llegándole a mostrar incluso los colmillos, que eran de los pocos dientes que todavía le quedaban.

—Bueno, Merka, convendrás conmigo en que tu situación no es muy favorable —señaló Sejemjet.

El escriba estaba convencido de que semejante escena sólo podía formar parte de un sueño. Era imposible que algo así fuera a sucederle a él, un
sesh mes
del ejército del dios, y con su antigüedad. Entonces miró con más atención al soldado que leía los papiros, y fue entonces cuando lo reconoció. Era el mismo al que había ordenado que llevara el zurrón con la documentación a su tienda. Comprendió al instante la magnitud de lo que se le venía encima, y se sintió morir.

Aquel tipo, Sejemjet, era un bárbaro iracundo al que detestaba, aunque le había proporcionado buenos ingresos. Sin embargo, ahora se lamentaba de no haber acabado con él en su momento. Le había permitido acaparar demasiado poder, y la mala fortuna se había cruzado en su camino en la persona de aquel otro soldado que resultó no ser como los demás. Una y mil veces se maldijo por no haberse dado cuenta antes de ello.

—Conversemos un poco —oyó que le decían—. Sabemos que tienes socios en este negocio, por lo que harías bien en decirnos quiénes son.

Merka movió las piernas en una especie de sacudida nerviosa.

—Has cometido un grave delito —intervino Hor, siempre tan puntilloso con respecto a lo que dictaba la ley—. Es vergonzoso que trates de engañar a tus soldados de semejante forma.

—Dinos quién más está contigo, Merka —volvió a susurrarle Sejemjet—. No me obligues a continuar con el trabajo de carnicero.

Merka gimió de nuevo.

—Si sabéis que tengo un socio, ¿por qué me lo preguntáis? —indicó aterrorizado—. Seguro que conocéis su nombre.

—Queremos oírlo de tus labios. ¿Sólo tienes uno?

—Sólo uno, lo juro por Thot, mi divino patrón. Tal y como habéis adivinado se trata de Meketre. Y ahora dejadme y no me torturéis más —suplicó el escriba.

—El problema es que tus negocios no acaban ahí, como tú bien sabes —intervino Hor—. Los cargos contra ti pueden ser de tal calibre que después de cortarte las orejas el juez podría condenarte cien veces por crímenes contra el Estado.

—Tengo entendido que el castigo es el empalamiento —apuntó Senu, que hacía mucho que estaba callado.

—Nobles guerreros —exclamó Merka intentando sobreponerse—. Todavía estamos a tiempo de solucionar esto. No hay nada que no podamos reconducir. Sé que he hecho mal, pero nunca os maltraté, ni siquiera os arresté.

—Te parece poco perjuicio el haber olvidado sus nombres de esta forma. Han hecho más méritos que ningún otro soldado del dios para que fueran elevados por ti, y recomendados para que pudieran ascender hacia otros destinos. Aunque ahora comprendo por qué no lo hiciste. Te proporcionaban más trofeos que nadie, y preferiste dejarlos donde estaban —señaló Hor.

Al escuchar aquello, Sejemjet notó cómo la ira se apoderaba de él.

—Pensaba hacerlo, os lo juro por Thot, por Seshat, su divina esposa, señora de la casa de los rollos de papiro. Pero al ver que el general Djehuty, grande entre los grandes, se ocupaba de ello, creí que mi concurso no era tan necesario.

—Veamos lo que dice aquí —intervino Hor en tanto examinaba un nuevo documento—. Ah, por fin damos con tus cuentas privadas. Vaya, esto sí que es interesante.

—Todo se repartirá debidamente, os doy mi palabra. Pongo a Ptah, patrono de mi ciudad, por testigo de que seré generoso con vosotros.

—Mmm... Has hecho buenos negocios —continuó Hor ignorando el comentario anterior—. Trescientas pieles de buey, doscientos sacos de lentejas, sesenta jofainas de plata, veinte collares de oro, veinte colmillos de elefante...

El sacerdote siguió enumerando una inacabable lista de productos.

—También traficas con la carne de tus semejantes. —Hor estaba muy contento de poder enumerar los detalles de aquella estafa—. Hombres, mujeres, niños... Supongo que debes tener buenos contactos en tu ciudad para poder colocar tus mercancías —añadió jocoso—. Puedo imaginar a quién se las proporcionas, y también de dónde las consigues. Me temo, amigos míos, que todos los prisioneros que habéis confiado a este bergante hayan ido a parar a las mismas manos.

Senu interrogó al sacerdote con la mirada.

—El muy sagrado clero de Ptah tiene en ti, oh, virtuoso escriba, a su más ferviente devoto. Los sacerdotes de Amón harían bien en vigilarte, o a no mucho tardar lesionarás sus intereses.

—¿Nos has engañado también con los esclavos que te procuramos? —preguntó Sejemjet, indignado.

—Nada de eso. Simplemente conseguí por ellos el mejor precio posible. Deberíais estarme agradecidos al velar por vuestros intereses —contestó Merka con cinismo.

—Yo calculo que sólo en el último año este hombre ha conseguido con sus negocios un beneficio de unos cien
deben
de plata. Imaginaos la magnitud de lo que estamos hablando.

Senu dio otro de los silbidos a los que era tan aficionado.

—Eso es una fortuna —masculló.

—Casi mil personas podrían vivir opíparamente todo un año con esa cantidad —precisó Hor—. Fijaos que sólo en lapislázuli este canalla ha comerciado con más de cincuenta collares y pulseras.

—De eso mismo quería yo hablaros —se apresuró a decir Merka—. Toda esa cantidad es para vosotros. Es lo que os corresponde por vuestros botines.

A Senu se le iluminó el semblante, incluso sonrió. Sin embargo, Sejemjet parecía a punto de estallar.

—Eres peor que las cobras del desierto —señaló—. Al menos ellas poseen ciertos códigos que tú nunca cumplirías. Ahora deberás decirnos si tienes más amigos que participen en tus negocios.

—Ya os dije que sólo Meketre me ayuda en esto. Debéis creerme.

—¿Estás seguro de que el comandante de la región no sabe nada? —preguntó Hor.

—¿Estáis locos? Si el
seshena-ta
estuviera involucrado, los porcentajes habrían subido enormemente. Esas cuentas no bastarían para contemplar semejante caso —replicó Merka, quizás escandalizado por la mezquindad de aquellos tipos.

—¿Tú qué opinas? —le preguntó Sejemjet al sacerdote.

—Mmm... Creo que en eso tiene razón. Si Penhat tuviera participación en esto, las cantidades serían mucho mayores. Además, su escriba adjunto sospecharía algo y la cuestión tendería a magnificarse. Todos querrían su parte.

Merka se sintió muy satisfecho al escuchar aquello, y a pesar de su maltrecha situación se atrevió a sonreír.

—No creo que tengas motivos para la risa —le dijo Sejemjet fríamente—. Después de lo que hemos visto nos dejas pocas opciones.

A Merka lo invadió un sudor frío que lo dejó tan pálido como a un cadáver.

—¿Qué quieres que haga con él? —preguntó Senu.

—Ha incumplido las más sagradas reglas del
maat
—se apresuró a decir Hor—, y la justicia dictará la sentencia adecuada.

Sejemjet miró a sus compañeros durante unos instantes. Para él la justicia era un concepto tan abstracto como las razones de los criminales para perpetrar sus felonías. Sólo los que eran atropellados y no podían defenderse, o los que tengan una buena relación con ella, podían acudir a la justicia. Un organismo creado para que los más poderosos pudieran salir con bien de los abusos a los que sometían a los demás. Ésa era su opinión. Para Sejemjet estaba muy claro que Merka no era el único tipo capaz de realizar semejantes abusos, y también que a la mañana siguiente el escriba urdiría algún intrincado plan para acabar con ellos. No había que olvidar que él mismo terna potestad como juez militar, y que podría condenarlos y aplicarles la pena que considerara oportuna. Ante Merka, los soldados no tendrían ninguna posibilidad de defenderse.

—Aquí no habrá más justicia que la que Set me dicte —dijo Sejemjet tras salir de sus pensamientos.

Hor se quedó sin palabras, y a Merka se le hizo un nudo en la garganta.

—Acabemos de una vez —sentenció el guerrero.

Senu pestañeó ante la inesperada reacción de su particular dios.

—Yo creo que el trato no es tan malo —dijo con naturalidad—. Nos ofrece cien
deben
de plata; imagínate...

—Mátalo —replicó Sejemjet fríamente.

—Pero...

Senu miró al sacerdote, como si necesitara de su permiso para hacer lo que le pedía. Esto enfureció a Sejemjet de una forma terrible.

—¡Pero... qué vais a hacer! ¿Es que estáis locos? No podéis conduciros así —señaló Merka aterrorizado—. Sois soldados y debéis comportaros como...

Aquéllas fueron sus últimas palabras, ya que Sejemjet se inclinó sobre él y tras lanzar un bufido le asestó tal puñetazo que le hundió la nariz.

Al momento, Senu se puso de rodillas implorando su perdón.

—Está bien, oh, hijo de Montu, lo mataré, lo mataré... tal y como tú designes —balbuceó.

Sejemjet clavó su mirada en él con una dureza difícil de imaginar, en medio de un silencio roto por el ulular del viento que continuaba soplando, y por los estertores del escriba que parecía agonizar.

A continuación, Senu y él salieron de la tienda con el cuerpo de Merka envuelto en una manta. En medio de fuertes ráfagas, ambos se alejaron del campamento en tanto la lluvia les lanzaba rociones a la cara, y el viento les traía los cánticos que recitaba el temible dios de las tormentas. Set estaba contento aquella noche, y en semejante hora había decidido acompañar a sus más devotos acólitos, henchido de satisfacción al extender su ira por la faz de la Tierra. La muerte era la ofrenda de las ofrendas, pues no había mayor sacrificio que ése.

«Salve, oh, iracundo Sejemjet; salve, mi bienamado Senu; vosotros sois gratos a mis ojos, y mi corazón de hierro es forja donde moldear vuestras almas. Ellas me pertenecen por derecho propio, y yo estaré en vuestra esencia para que me glorifiquéis con vuestros actos. La muerte me rinde tributo, y hasta Anubis se postrará ante mí. Yo soy el caos y vosotros, mis hijos predilectos.»

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