—He de reconocer que no me esperaba algo así —dijo Hor al fin—. Estoy estupefacto.
Sejemjet asintió, y se pasó ambas manos por su cabeza tonsurada.
—Soy prisionero de unas emociones a las que no puedo dar demasiadas esperanzas —se lamentó.
—Las emociones no son el problema —indicó el
sesh mes—,
aunque sí es cierto que forman parte de él.
—Los sentimientos no son negociables —replicó Sejemjet—. Están en nosotros mismos, en nuestra propia dignidad.
—Es cierto, aunque por lo que he leído, éstos parecen tener un enemigo formidable.
—Nefertiry asegura que nuestro amor todo lo puede. Que no hay nada más puro y bueno a los ojos de los dioses.
—Tienes mucha razón en lo que dices pero, como bien apunta la princesa, a los dioses les encanta ser bromistas. Te lo digo yo, que ando a diario entre ellos.
—Las bromas aquí no cuentan —señaló Sejemjet fríamente.
—Me temo que las cosas no resulten tan sencillas como tú las ves. En realidad somos los humanos los que las complicamos, pero así es como ha ocurrido siempre. Debe de ser a causa de nuestra propia debilidad.
—Si ella me quiere tanto como parece, saldremos adelante.
—¡Ay, el amor, el amor! —suspiró Hor—. Qué me vas tú a decir, que llevo casi veinte años felizmente casado y, tal y como a ti te ocurre, no hay noche en que no me acuerde de mi esposa. Lo malo es que en tu caso confluyen circunstancias ajenas a vosotros, que se me antojan amenazadoras y hasta peligrosas.
—Les haremos frente.
Hor asintió con una leve sonrisa.
—La riqueza y la amistad —murmuró el sacerdote—. El amor y el poder... Agua y aceite. —Sejemjet alzó las cejas, sorprendido—. No se pueden mezclar, ¿verdad? Esto es lo que ocurre en la vida con ciertas cosas. Si nos ofuscamos en que se mezclen, el resultado puede ser nefasto.
—Me resisto a formar parte de tus admoniciones.
—Ella es una princesa de Egipto, no lo olvides, y tú un valiente; agua y aceite.
—No es la primera vez que una princesa se casa con un oficial.
—Lo sé, lo sé. También me dirás que alguno de ellos incluso llegó a gobernar Egipto, ¿no es así? —Sejemjet lo observó en silencio—. No tengo dudas de que si la ocasión lo requiriese, podrías llegar a ser un buen dios para las Dos Tierras. Un poco violento, quizá, pero mejor que otros que han gobernado antes.
El
tay srit
se puso colorado.
—No pretendo ni deseo eso, y mucho menos Nefertiry. Queremos ser felices y vivir alejados de los poderes que rigen nuestra tierra.
—Muy loable, pero poco realista. Nefertiry puede dar la realeza a todo aquel que se case con ella, y eso no admite demasiadas negociaciones.
—Nosotros ya lo hemos decidido así.
—Espera a que tengáis hijos y verás a qué me refiero —indicó Hor—. Serían aspectos que os sobrepasarían, y de los que nunca podríais libraros.
—Ya veremos —señaló muy serio.
—Yo te deseo todo lo mejor, Sejemjet. Pero no olvides que si llevarais adelante vuestra relación sin el consentimiento de la familia real, las consecuencias resultarían impredecibles, y en todo caso catastróficas.
El joven pareció abatido, y Hor sintió lástima.
—Lo mejor sería que lo olvidarais, pero si estáis convencido de vuestro amor y habéis decidido luchar por él, deberéis ser muy cautos y dejar correr las cosas hasta que podáis llevar vuestra unión a feliz puerto. Ten en cuenta que todas las ramas de consanguinidad esperan mejor ocasión, y que la llegada de un hombre como tú significaría un nuevo y formidable obstáculo. Tendríais enemigos insospechados.
—Mis sentimientos no pueden rebajarse a negociar con tales mezquindades.
—En fin —dijo Hor, suspirando—. Mi consejo sólo pretende prevenirte, aunque deberías saber que te deseo toda suerte de venturas.
—Soy consciente de ello, noble Hor. Mi respeto hacia tu persona es tal que has sido el único al que me he atrevido a pedir que me leyera el papiro, y te estoy agradecido por ello. —El
sesh mes
asintió y le sonrió—. Hay otra cosa que quería preguntarte, dada tu sapiencia como hombre versado en los ritos mistéricos —continuó Sejemjet.
—Me halagas, noble guerrero. Dime qué es lo que quieres saber.
—Verás —dijo el joven, bajando un poco la voz—. Se trata de algo que me ha acompañado desde el día en que nací, y que nadie ha sabido explicarme. Un signo extraño del que no sé qué pensar. —Ahora fue Hor el que puso cara de sorpresa—. Es una marca que tengo grabada sobre mi omóplato derecho —afirmó al tiempo que lo descubría para que el sacerdote lo viera.
—Mmm... —murmuró Hor—. Es curioso que no me hubiera fijado antes en él —continuó mientras lo examinaba con detenimiento—; y tal y como tú apuntas, es muy extraño.
—¿Crees que tiene algún significado misterioso?
—Dado lo definido de su dibujo, no tengo la menor duda.
—Desde pequeño me aseguraron que era una señal del dios lunar Iah.
—El señor del cielo, el hacedor de eternidad —replicó Hor, que continuaba examinando el lunar—. Iah tuvo su momento durante el gobierno de los reyes de Avaris, aunque su importancia ya no es la que era. Ahora Jonsu le ha reemplazado. El poder de este dios ha ido en aumento durante los últimos tiempos; no olvides que es hijo del todopoderoso Amón y su esposa Mut, la diosa a la que atiendo. Él es quien representa la luna en Tebas, y es un dios muy antiguo.
—¿Piensas que pueda tener algún tipo de relación conmigo?
—Je, je. Ya sabemos que eres bravo entre los bravos, pero la divinidad es una cosa bien distinta —apuntó Hor con socarronería.
—No me refiero a eso.
—Sé a qué te refieres, y espero que perdones mi pequeña broma. Es difícil asegurar nada que venga de los dioses, mas no debemos olvidar que Jonsu nació como una divinidad sanguinaria que luego fue adquiriendo otros muchos aspectos. Entre ellos hay uno muy misterioso: el de
Heseb-au.
—¿El que decide la duración de la vida?
—Exacto, aunque en tu caso no le encuentre ningún sentido. Claro que todo en este dios es misterioso, empezando por su mismo nombre. Jonsu proviene del verbo
jenes
, que significa «cruzar» o «atravesar», de ahí su apelativo: «Aquel que atraviesa el cielo», aunque también se le conozca como el Deambulador o el Trotamundos. Este último nombre te iría muy bien, la verdad —rió el sacerdote, y Sejemjet hizo un gesto de desagrado—. Incluso Thot podría estar detrás de esta efélide —prosiguió Hor sin hacer caso de la expresión de su amigo—. No debemos olvidar que tanto Iah como Jonsu se identifican con Thot, y que éste es el Gran Mago de Egipto. Él es verdaderamente quien controla el paso del tiempo, y el auténtico dios lunar. Junto a la gran madre Isis, representa la magia por excelencia del país de Kemet, y no existe nadie que pueda igualar su sabiduría.
—Entonces... Pero no comprendo qué relación pueda tener con estos dioses.
—Poco tenemos nosotros que entender. Ellos son siempre los que deciden. En mi opinión no deberías preocuparte más por esto. Quienquiera que esté detrás de ese símbolo te lo hará saber algún día. Estoy convencido. Deberías estar orgulloso de tener un lunar como ése; es magnífico, y te confiere un indudable poder.
Sejemjet asintió pensativo, y a continuación levantó su vista hacia el sacerdote, que lo observaba con expresión beatífica.
—Todavía hay algo más que debes hacer por mí —le dijo el joven con una media sonrisa.
—Mut me ilumine para ello —contestó Hor.
—Quiero que me enseñes a leer.
* * *
Todo en la vida tiene su final, y aquellos meses de tranquilidad se terminaron como por ensalmo. El oasis de paz enclavado en la provincia de Upi desapareció el día en que vinieron a advertir sobre la llegada de los apiru, las hordas del diablo.
Los apiru eran bandas de auténticos bandoleros que asolaban Canaán y todos los territorios adyacentes. Eran desalmados, crueles y muy sanguinarios, y no tenían ningún respeto por las vidas ajenas y menos por sus bienes. Nadie sabía en realidad de dónde procedían, pues mientras algunos aseguraban que formaban parte de una etnia propia que se extendía por todo el Oriente Próximo, otros los tenían por meros vagabundos desarraigados que pertenecían a los estratos más bajos de la sociedad que se asentaba en Retenu, y que recorrían la región sin rumbo fijo, agrupados en bandas descontroladas que se dedicaban al asalto indiscriminado y a aterrorizar a las poblaciones allá por donde pasaban. Nunca se les encontró en el mismo sitio, pues eran errantes y capaces de recorrer grandes distancias cada día. Solían emboscarse al abrigo que les proporcionaban las altas cordilleras de los valles y también se internaban en las áridas estepas circundantes, donde sobrevivían con facilidad. Sus ataques eran tan rápidos que no había posibilidad de respuesta, ya que su táctica guerrillera los hacía desaparecer antes de que los soldados pudieran enfrentarse a ellos.
Los apiru no tenían una especial predilección por asaltar a uno u otro pueblo, mas al ver que las caravanas repletas de mercancías atravesaban la región camino de Kumidi con regularidad, decidieron empezar a atacarlas. Eran tales las riquezas que transportaban que con saquear una sola podían vivir durante semanas. A no mucho tardar iniciaron sus andanzas, y en poco tiempo se hicieron tristemente famosos debido a su brutalidad. Ellos no hacían prisioneros, y su huida quedaba marcada por el rastro de cadáveres que dejaban tras de sí.
El
seshena-ta
se quedó horrorizado al conocer los detalles de aquellos ataques, pues los apiru parecían aficionados a la tortura, y violaban y destruían sin ningún reparo, como si fuera lo más natural.
Senu tuvo la impresión de que aquellos apiru habían sido enviados por los dioses, y que debía estarles muy agradecido, ya que llegó a pensar que no saldría nunca de su reclusión. Bien era cierto que al menos no le habían apaleado, como se temía, y mucho menos mandado empalar, pero no obstante se había acordado con frecuencia de la esposa del gobernador de Upi y de su querido Edén de Hathor.
Para Sejemjet, los apiru no significaron sino otra excusa para que su naturaleza volviera a tomar el camino oscuro que siempre la amenazaba, y como de costumbre cubrió con sangre la tierra por la que pasó. El obsequio que había recibido del general Djehuty pedía abrirse camino desde el fondo de su caja de ébano, y él escuchó su súplica; desde aquel instante ya nunca se separarían, puesto que habían sido creados para estar juntos.
Pronto la espada curva hizo olvidar a Sejemjet la maza que siempre había utilizado. Ahora no precisaba abrir cráneos descuidando su guardia, ya que con la
jepesh
partía a los enemigos por la mitad casi sin esfuerzo alguno. La hoja entraba y salía sin impedimento, y era tan ligera que le ahorraba muchas energías. Se hizo famosa en sus manos la primera vez que entró en combate contra una banda de apiru. Fue en el norte del valle, y todo ocurrió mientras Sejemjet y su unidad protegían el traslado de ganado hacia la capital. Los apiru aparecieron por ambos lados de la vaguada, gritando como demonios, y los atacaron con ferocidad. Era como un enjambre de avispas que surgía de todas partes, y el
tay srit
tuvo que emplearse a fondo aquel día. Su espada resultó toda una bendición, pues le permitió hacer frente al numeroso grupo de apiru. Éstos, como era habitual, salieron huyendo nada más ver que la cosa se les complicaba, para reagruparse y más tarde atacar de nuevo, cuando consideraran que los egipcios se encontraban desprevenidos.
Así estuvieron tres días, hasta que no quedó un apiru vivo y la pequeña caravana pudo continuar su camino. Fue entonces cuando Sejemjet comenzó a ser conocido como el Jepeshy, el que porta la
jepesh,
que era como le habían bautizado aquellas ordas.
Los combates con los apiru se sucedieron casi a diario, y a pesar de las bajas que les infligieron, volvieron una y otra vez a cometer pillaje y atrocidades por toda la provincia.
—Deberíamos hacer un gran escarmiento con ellos —dijo un día Senu, muy serio—. Un empalamiento masivo estaría bien.
Hor se horrorizaba al escuchar tales palabras, como no podía ser de otra forma en alguien tan santo como él. Lo malo era que su nueva función poco tenía que ver con el espíritu.
—Hoy te traigo quince manos y tres miembros; ah, y además el gran hijo de Montu ha hecho cuatro prisioneros. Espero que lo apuntes debidamente y no nos la juegues como Merka —le dijo Senu poniendo sobre la mesa del escriba el atillo lleno de miembros amputados, como si fuera una ristra de ajos.
—Aparta eso de mi vista, blasfemo impúdico, y ponlo en el suelo, que ya lo apuntaré.
—Está bien, pero recuerda que son nuestros ahorros, oh, sapientísimo
sesh mes.
Sejemjet demostró poseer unas buenas dotes de estratega, e hizo frente con notable éxito a aquellas bandas incontroladas que aparecían desde el este como si fueran tormentas del desierto. Todos los días había algún enfrentamiento; sin embargo, el joven aprovechaba siempre que podía para estudiar las lecciones que Hor le mandaba.
—Sólo te faltaba aprender los símbolos sagrados para convertirte en un verdadero dios —le dijo una noche Senu mientras lo observaba de reojo—. Serías casi inmortal.
—Calla, sodomita cananeo, y no me importunes más.
—Es una pena que estos cabrones de apiru nos hayan estropeado la buena vida que llevábamos; bueno, quiero decir hasta el día que me castigasteis. —Sejemjet hizo un gesto de disgusto, ya que lo estaba distrayendo—. Y no digo que no lo mereciera, aunque fuisteis poco comprensivos conmigo, dadas las circunstancias. —Ahora Sejemjet lo miró como solía hacerlo antes de darle un sopapo—. Lo digo porque, a mi entender, así no vamos a terminar nunca con esta chusma asiática, y tú no podrás estudiar debidamente —dijo conciliador—. Hay que usar otros métodos.
Sejemjet dejó lo que estaba haciendo y prestó toda su atención a su amigo.
—Yo también he pensado en ello —dijo—, y creo que la solución sería la de pedir una compañía de arqueros. Así podríamos darles caza.
A Senu se le iluminó el semblante.
—No te lo vas a creer, pero yo he tenido la misma idea. Emboscados, podemos acabar con los apiru si les ponemos un buen cebo. —Sejemjet asintió pensativo—. Sería la solución definitiva —apuntó Senu muy contento, pues no veía la hora de regresar a su anterior rutina. El Edén de Hathor le echaba mucho en falta.