Las gentes se saludaban jubilosas y escuchaban complacidas aquellos relatos que venían a hablarles de su propia grandeza. Ellos predominaban sobre las demás naciones, y se sentían orgullosos de haber nacido en aquel valle y de pertenecer al pueblo elegido para señorear sobre los demás. Sus soldados regresaban de una guerra que les traería la prosperidad, y ellos saldrían a las calles, a los caminos, a los márgenes del río, para rendirles su reconocimiento y alabarlos a su paso.
Así, una muchedumbre enfervorizada recibió en Menfis a las tropas victoriosas y las vio desfilar por sus avenidas camino del gran puerto de Per Nefer, donde embarcarían rumbo a Tebas. Un baño de multitudes que no sería más que el preámbulo de lo que los esperaba en el Alto Egipto y que, no obstante, jamás olvidarían.
Mini, particularmente, estaba eufórico y era tal el entusiasmo con el que se sentía insuflado su corazón que decía a todo aquel que quisiera oírle que las fronteras de Egipto quedarían establecidas, a no mucho tardar, allá donde el hombre nunca había llegado.
Tras recibir la bendición de la sagrada triada menfita: Ptah, Sejmet y Nefertem, todos los soldados subieron a bordo de las gabarras que remontarían el río hasta la capital del dios Amón. Allí los esperaba Tutmosis y toda su corte; los poderes fácticos se congregaban para agasajarlos, y eso sí suponía más de lo que nunca hubieran pensado alcanzar. Menjeperre era el verdadero poder sobre la Tierra, y ellos se habían convertido en su brazo ejecutor.
El Nilo los rodeó con su favor. Sus sagradas aguas mecieron suavemente a las gabarras que subían por el río, y hasta el aliento de Amón, el viento del norte, vino a darles su enhorabuena, apareciendo para henchir las velas y permitir a las embarcaciones remontar la corriente.
Mientras los lugareños acudían a las orillas para vitorearlos, las mujeres y los niños los saludaban con sus gritos, y los labradores paraban por un momento en sus labores para alzar las manos y darles su sincera bienvenida.
Sejemjet recordó entonces su anterior viaje por el río, cuando lo llevaron por primera vez lejos de Egipto, y también la pena que lo embargara en tales momentos. Ahora se sentía gozoso, y la triste canción de amor que aún recordaba en nada se parecía a las esperanzas que colmaban su corazón. Pronto los sueños se harían realidad, y los anhelos acumulados durante tantas noches de vigilia se verían colmados, al fin, por el amor de su vida. Ella estaría esperándolo, ansiosa como él de juntar sus labios y embriagarse con el elixir más potente que pudiera existir. En ellos el amor y la pasión formaban un solo nombre, aunque no existiera ninguna palabra para definirlo.
* * *
Los fastos que se celebraron en Tebas con motivo de la gran victoria del dios sobre el país de Retenu nadie recordaba haberlos visto nunca. En aquella hora el Alto Egipto, cuna de los príncipes libertadores que arrojaran de su país a los invasores hicsos, el que viera nacer a los faraones guerreros, se engalanaba para envolver a sus inmortales con el manto de su propia gloria.
Ese día Tebas era rica y aún lo sería mucho más, como nunca nadie imaginó que pudiera ser, y sus dioses y su clero cruzaban la barrera de lo espiritual para convertirse en un poder formidable; algo que ningún otro Templo lograría jamás.
El faraón había preparado un gran desfile por las calles de Tebas en el que quería que todos participasen. El recorrido sería el mismo que tuviera lugar la vez anterior, y como ocurriera en aquella celebración Tutmosis daría un gran banquete en su palacio. Él ya se había convertido en inmortal, y su nombre quedaría grabado en la memoria de los hombres para siempre, como si se tratara de uno de sus monumentos.
Con el dios a la cabeza, en su habitual carro de electro, las tropas pasearon su gloria por Tebas, que los cubrió con pétalos de flores, loas y gratitud eterna. Menjeperre, ataviado con el
khepresh
, el casco de azul y oro que los faraones llevaban a la guerra, irradiaba su poder a la vez que embriagaba con su divina esencia al pueblo que lo veía pasar y que se postraba ante él. Todos querían sentir la presencia del Horus reencarnado para empaparse con su magia, y a la vez presenciar el paso de las grandes riquezas que había conquistado, y que traerían abundancia.
Ver a los soldados desfilar entre el sonido de trompetas y tambores con sus orgullosos estandartes y su porte desafiante era algo que subyugaba a la gente. A ésta le encantaba este tipo de celebraciones, y más cuando regresaban vencedores desde el lejano Canaán. Al paso de los prisioneros, el pueblo prorrumpió en los habituales abucheos, burlas y vejaciones. Se regocijaban al ver a los cautivos, con los codos atados a la espalda, avanzar amarrados por una cuerda que iba de cuello en cuello hasta el final de la fila.
—¡Seréis marcados como ganado! ¡Seréis marcados como ganado! —les gritaban al pasar.
Las risas y el escarnio se apoderaban de los allí presentes, que agradecían el hecho de ver cómo se propinaba algún que otro latigazo.
—Así conocerán cuál es el lugar que corresponde al vil asiático —comentaba la muchedumbre satisfecha.
Toda la comitiva se dirigió hacia Ipetisut, «el más selecto de los lugares», el templo de Karnak. En su interior los esperaban los grandes profetas y altos cargos del clero de Amón que iban a recibir de manos del mismo faraón todos los bienes que les correspondían después de tan gloriosa victoria. En el templo los cánticos alababan al Toro Poderoso, y el aire se saturaba con el incienso quemado en los pebeteros y las eternas bendiciones que el Oculto procuraba a Su Majestad. Ambos habían sojuzgado a la chusma asiática, pues sólo con la ayuda de Amón había sido posible. Él era, a la postre, quien daba fuerzas al brazo del faraón, y quien le hacía elegir aquello que debía. Sin su concurso, las fronteras no se hubieran establecido en el lejano Éufrates, y así fue como lo reconoció Tutmosis aquel día, al donar la mitad del botín conseguido al templo de Karnak. Todos los bienes que les correspondían habían sido descargados de los barcos y llevados hasta los dominios del dios Amón.
Ante los rostros de satisfacción de sus acólitos, las inmensas riquezas les fueron entregadas públicamente para mayor gloria del Oculto, cuyo clero era desde aquel día mucho más rico. También se les dio ganado y la mitad de los prisioneros, que pasarían a formar parte de su patrimonio, como quedaría reflejado en los textos que sobrevivirían milenios: «Marcamos a los esclavos, que pasaron a ser propiedad del Templo, como parte de su ganado.» Tenían razón quienes los habían escarnecido. Serían marcados tal y como si fueran reses. Esclavos del señor de Karnak para siempre.
Los tres primeros profetas aseguraron al faraón, sonrientes, que Amón nunca se separaría de él y que, por difícil que pareciera la empresa a la que el rey estuviera llamado, el Oculto eliminaría a todo aquel que se le opusiera. Amón era ahora el rey de los dioses de Egipto, y acompañaría a su igual entre los hombres en una suerte de simbiosis que le haría invencible. Todo el pueblo se beneficiaría de tal unión, ya que tendría un señor poderoso que velaría por él ante los dioses, y le protegería de las enfermedades y los castigos que su ira solía procurarle. Las cosechas serían buenas y las riquezas seguirían entrando en las Dos Tierras para engrandecerla. Amenemhet, hermano de la dama Mutnofret y administrador del Templo de Amón, era un hombre feliz donde los hubiere; se empezaba a forjar lo que, con los siglos, se convertiría en el mayor poder sobre la tierra de Egipto; el templo de Karnak, Ipetisut.
Finalizada la parada se dio permiso a la tropa. Hor se despidió de sus compañeros, pues quedaba licenciado, y al hacerlo no pudo evitar derramar algunas lágrimas por la emoción.
—Prometedme por ese dios sanguinario al que profesáis vuestra devoción que me visitaréis alguna vez —les dijo.
Todos se lo prometieron, e incluso lo abrazaron enternecidos.
No pudo evitar el sabio sacerdote darles alguno de sus habituales consejos y recomendaciones. Era imposible esperar otra cosa de él, por lo que nadie se lo tuvo en cuenta, y hasta se lo agradecieron.
—A ti, querido Mini, te pronostico un futuro cargado de éxitos. Tu
ka
se abre camino con facilidad y confío en verte aupado, a no mucho tardar, al carro de los triunfadores. Tú, Senu, persevera en la virtud y no te dejes arrastrar por tu corrompida naturaleza, ya que no eres malo del todo.
Senu movió su cabecita apesadumbrado en tanto se aferraba a las piernas del sacerdote como si fuera un niño. Era incapaz de hablar, ya que moqueaba por la pena que lo embargaba.
—Y tú, mi buen Sejemjet, procura que todo lo bueno que hay en tu corazón acabe por señorear en él. Haz caso a la piedad, ya que ella te dará la paz que no encuentras. Sé que algún día la hallarás, y recuerda una cosa: aunque el pesar sea grande, y grande también la desesperanza, aquellos que tienen una sombra de bondad en su alma saldrán triunfantes. Espero veros de nuevo, amigos —les dijo Hor antes de irse.
* * *
La celebración en el palacio resultó una copia de la que Sejemjet ya había conocido. Gran boato, solemnidad y toda una legión de jerarcas y altos cargos que no querían perder detalle de cuanto ocurriera. Como Mini también había sido invitado, ambos amigos asistieron juntos a la recepción, contagiados por la euforia, aunque ésta tuviese diferentes causas. Para Mini, el entusiasmo era producto de su rápida ascensión y buenas perspectivas castrenses, mientras que para Sejemjet sólo se debía a un nombre: Nefertiry.
Ya cuando había desfilado junto a sus compañeros aquella mañana, la había buscado con desesperación. Sin embargo, la muchedumbre lo había desorientado y sólo cuando logró abstraerse de sus gritos y lisonjas pudo comprender que si la princesa había asistido al desfile estaría junto a su madre y demás personalidades que lo presidían. Al pasar frente al lugar destacado donde se encontraban éstas, su corazón le dio un vuelco y volvió a buscarla con nerviosismo. Pudo reconocer a la reina y a su hija Beketamón, pero no había ni rastro de Nefertiry, lo cual le produjo un pesar indescriptible. ¿Estaría enferma?, pensó. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Acaso ya se habría olvidado de él? ¿Cómo era posible que después de tanto tiempo no hubiera acudido para verle pasar? No era capaz de entenderlo.
Al llegar a la sala del trono, Sejemjet apenas hacía caso a quienes lo felicitaban. Su nombre era ya bien conocido por toda la corte, que lo miraba con disimulo, entre fascinada y crítica, como siempre ocurría con aquellos que destacaban. «El divino Montu te ha hecho un gran guerrero», oía que le decían; o «No es Montu sino Amón quien guía su brazo, pues no hay nadie tan fuerte como él salvo el dios, nuestro gran señor Menjeperre».
A Sejemjet le daban igual tales lisonjas. No tenía ojos más que para buscar a su amada, y oídos para descubrir su voz. Por fin, cuando la familia real salió para ocupar su puesto y todos se postraron en su presencia, el joven pudo ver a Nefertiry avanzar junto a sus hermanos, con aquel andar cadencioso tan característico, y al punto creyó que el corazón se le saldría del pecho. Nefertiry se había convertido en toda una mujer, y estaba tan hermosa que a Sejemjet se le antojó una aparición de la misma Hathor. La gran estatura del guerrero le hacía sobresalir entre el resto de los asistentes, y aunque él dirigiera su vista hacia ella con insistencia, sus miradas no se cruzaron.
Fue entonces cuando se inició el acto en el que el dios recompensaba a sus soldados ante toda la corte, y uno a uno fue dando la enhorabuena a sus bravos, a los que les imponía las condecoraciones con arreglo a su valor. Sejemjet trataba de prestar atención a la ceremonia, pero sin querer miraba una y otra vez a Nefertiry, que parecía ausente, tal y como si no estuviera allí. Sólo cuando escuchó el nombre de su amigo, el joven pareció regresar del mundo de las entelequias en el que se había perdido.
—Tú, Mini, bravo entre los que me son fieles, has resultado grato a mi corazón. Tu brazo ha sido fuerte y tus flechas certeras, igual que si mi padre Amón te acompañara. Yo te impongo el león de oro al valor y te doy mi favor ante la corte.
Con estas palabras habló el faraón a Mini, quien, postrado ante el dios, escuchaba aquello que sólo estaba reservado para los elegidos. Cuando se levantó, sus pies casi no eran capaces de dar un paso de la emoción que sentía.
Entre los murmullos de felicitación que los cortesanos prodigaron a Mini, sonó su nombre. Fue necesario que el heraldo real lo pronunciara dos veces para que Sejemjet pudiera entenderlo y al punto el joven se abrió paso hasta él. A una señal de éste, Sejemjet se postró y enseguida vio cómo el faraón se le acercaba. Entonces se hizo un gran silencio.
—Hay quien asegura que eres hijo de Montu, pero yo creo que es otro más fuerte quien guía tu brazo —dijo Tutmosis—. Quizá sea Amón, o puede que hasta el mismo Set te acompañe a la batalla. Sólo así pueden entenderse tus proezas. Mis ojos te vieron en el Éufrates y mi corazón se alegró de lo que presenció. Ahora te doy mi favor por segunda vez ante todos los presentes y te nombro
kenyt riesw,
«valiente del rey», para que sirvas a mi persona. Que así se cumpla.
Cuando Sejemjet se levantó no sabía adónde mirar. Todos lo felicitaban, pues aquel nombramiento suponía un gran honor, ya que pasaba a formar parte de los soldados de élite del faraón. Como sabría más tarde, Hor, en calidad de escriba militar y responsable de solicitar los nombramientos, había elevado la propuesta al
sehedy sesh
, el escriba superior, para su posterior estudio. Era un nombramiento de gran prestigio, y al pensar en ello volvió a dirigir su vista hacia Nefertiry. Ahora sus miradas se cruzaron fugaces, pero Sejemjet pudo captar el brillo que sólo da la alegría en aquellos ojos con los que soñaba a diario. Ese breve lapso de tiempo supuso para él un premio mucho mayor que el que Tutmosis en persona le había otorgado. Los dioses ponían a prueba sus emociones y él creyó desfallecer.
Luego el faraón homenajeó a su favorito Mehu, recordando cómo había cortado la trompa de un gran elefante que se les enfrentó. Él era su soldado más querido, y entonces Sejemjet cayó en la cuenta de que al haber sido nombrado valiente del rey, estaría a las órdenes de Mehu. Todavía se acordaba de la escena en la que éste cortara la cola a la yegua, y al instante se estremeció.
—Ahora sí que eres grande entre los grandes. Nada menos que
kenyt nesw
—oyó que le decía Mini en tanto lo abrazaba—. Ja, ja. Hoy nos divertiremos de lo lindo.