Para no influir negativamente en la política de su país, el faraón permitió que todos los cargos nombrados por su tía que iban demostrado su capacidad continuaran en sus puestos, y de forma paulatina fue sustituyéndolos conforme envejecieron tras su fallecimiento. Con ello dio confianza a la Administración, para hacer ver que la finalidad de su juego no era otra que el engrandecimiento de su país.
Más allá del guerrero que llevaba dentro, Tutmosis era un hombre sumamente piadoso. Para él los dioses de Kemet eran parte consustancial de su tierra, de la que no podían ser separados. Todo lo que ocurría en ella, por insignificante que pudiera parecer, se producía con su beneplácito. Era necesario, por tanto, honrarlos como se merecían pues él, como sumo sacerdote de todos los cleros de Egipto, debía ser el primero de sus servidores.
No obstante, el hecho de que los dioses lo hubieran bendecido como representante suyo en la tierra de Kemet hacía que el faraón debiera administrar convenientemente la ambición de los hombres dedicados al servicio de los templos. Él era consciente del poder que había acaparado Amón en los últimos años, pero a su vez se sentía invadido por una fe en aquel dios al que siempre llevaba presente al celebrar una batalla. A él se había encomendado en no pocas ocasiones para demandarle ayuda y consejo, y en todas ellas había salido triunfante. Él honraría al Oculto, pero a su vez trataría de asegurarse la fidelidad de su clero.
Por tal motivo, el rey había nombrado como primer profeta de Amón a un hombre de su confianza llamado Menjeperreseneb. Éste se había criado en la corte, pues era hijo del aya real, Taiunet, y de un oficial de carros de nombre Hepu por el que sentía gran aprecio. Amigos de toda la vida, esperaba que con este nombramiento el templo de Karnak cumpliera con las funciones que de él se esperaba y dejara la política para el dios de la Tierra Negra, el Horus viviente.
Menjeperreseneb había correspondido enseguida a la confianza depositada en él por el faraón, nombrando como segundo y tercer profetas a personas que le eran afines. La monarquía se sentiría satisfecha, y ello redundaría en el engrandecimiento del Templo de Amón.
El tablero en el que se desarrollaba la partida se encontraba por tanto aquella tarde desplegado en el salón del trono. Los mejores jugadores estaban allí junto a sus esposas, dispuestos a no perder detalle de ningún movimiento.
Cuando cada cual ocupó su lugar, el faraón paseó su mirada satisfecho. Gracias a la política emprendida por Su Majestad podría llevar a cabo sus planes de conquista. Extendería sus fronteras hasta los límites de la Tierra, y su pueblo sería poderoso.
Luego miró a su derecha, donde se encontraba su
hmt-nswt- wrt,
la gran esposa real Sitiah, y sus hijos Amenemhat, príncipe heredero, y las princesas Beketamón y Nefertiry. Todos sentados muy dignamente y rodeados de las miradas de los cortesanos, y de aquella fragancia a narcisos que persistía en hacerse presente.
* * *
El dios cubrió de honores a Djehuty ante su corte. Entre murmullos de admiración y miradas de reconocimiento, el general más laureado de Tutmosis pasó a la historia de Egipto por la puerta de los grandes hombres. La conquista de Joppa ocuparía un lugar destacado en los anales, y su recuerdo perduraría durante milenios, incluso cuando Kemet ya no fuera más que una tierra sin alma. Las loas, las alabanzas, los elogios, el encomio... Tebas se rendía en aquella hora al viejo general que, emocionado, alejaba sus fantasmas para poner un broche de oro a su dilatada carrera. La suerte, que siempre le había sonreído, había decidido prestarle el mejor de sus servicios para procurarle el triunfo.
Cuando Menjeperre le dio uno de sus brazaletes de oro y lapislázuli y lo abrazó, Djehuty creyó que los cielos se abrían y el sapientísimo dios Thot le hacía un guiño sonriéndole. ¿Quién si no hubiera sido capaz de lograr que su corazón ideara algo semejante? ¿Cómo hubiera podido tramar aquel ardid? Sólo un dios como Thot era capaz de hacer tal cosa; estaba seguro.
Aquél era su momento, y el general se embriagó con él hasta hartarse. Después todo fueron parabienes y felicitaciones; panegíricos para el vencedor, el gran Djehuty, conquistador de Joppa. El dios le obsequió con nada menos que cuatro
aruras
de tierra en su añorado Delta, para que las disfrutara como mejor le conviniese, libre de cualquier tipo de servidumbre.
Varios oficiales más fueron condecorados durante aquel acto. Tutmosis reconocía de este modo su valor, al tiempo que manifestaba públicamente lo que les esperaba a aquellos que le sirvieran bien. Dio moscas y leones de oro —condecoraciones otorgadas al valor y la persistencia en el ataque—, y también regaló esclavos y tierras. Más de nuevo ante la corte, el rey quiso hacer una mención especial de un oficial por el que sentía un gran afecto, y que le acompañaba en sus campañas con el título de «los ojos del rey». Mehu, valiente entre los valientes, fue también agasajado; algo que a pocos extrañó.
Aquel hombre había subido como la espuma, alcanzando el favor del rey a base de coraje y valentía. No obstante, su figura distaba de resultar atractiva, pues era un hombre de rostro más bien desagradable y gesto feroz, cuya mirada hablaba de la dureza de su corazón y, cómo no, de su determinación. Tenía fama de cruel y poco compasivo, pero era su postura altiva lo que más le caracterizaba. Una arrogancia que dominaba un cuerpo de mediana estatura, compacto como una roca y de una robustez que permitía entrever su gran fortaleza. A aquel tipo daba miedo verlo, y él lo sabía. Sin embargo, ése era todo su patrimonio. A diferencia de lo que ocurriera con Djehuty, Thot aparentaba tener poco interés en él, pues Mehu carecía por completo de la chispa del general, y jamás hubiera sido capaz de urdir una celada como la que éste preparó al príncipe de Joppa. El oficial nunca tendría cabida en la alta política del Estado; él era sólo un soldado aunque, eso sí, de los buenos.
Sejemjet no perdió detalle de aquel acto de ensalzamiento nacional. Sin comprender muy bien por qué, se había visto arrastrado a instancias de su general, que había insistido en ello. «Me acompañarás a Tebas. El dios debe recompensarte como mereces», le había dicho. Sejemjet había sido testigo, por tanto, del reconocimiento público hacia Djehuty y el resto de oficiales.
Discretamente situado entre los asistentes, disimuló la incomodidad que le producía el boato de la propia corte, y las astutas miradas que sus miembros se cruzaban. Aquellas gentes eran maestros consumados en la representación y el disimulo, algo que iba contra su propia naturaleza. Sin embargo, todo intento de pasar desapercibido en aquella sala estaba condenado al fracaso: su gran altura hacía que su cabeza sobresaliera sobre la de los demás, y su cuerpo, atlético y surcado de cicatrices, acaparaba no pocas miradas, aunque fueran huidizas. Muchas de ellas le hablaron de la poca consideración que, en general, los altos funcionarios allí reunidos sentían por él. Ellos despreciaban a los hombres de armas, a los que consideraban individuos brutales al servicio de una política que, a la postre, ellos mismos determinaban.
El joven soldado se percató enseguida de aquella animadversión, aunque mantuviera el habitual gesto ausente que empleaba cuando se abstraía.
Por fin le llegó el turno. Sejemjet se encontraba allí para ser distinguido y, aunque en último lugar, el dios se dirigió a él para manifestarle su favor. El general fue el encargado de presentarlo, algo que causó no pocas suspicacias entre los presentes. Si Djehuty recomendaba a aquel joven desconocido, era porque debía tener algún tipo de interés oculto en ello, se dijeron algunos, maliciosos.
—Él fue el primero en salir de los cestos, y el que cargó de grilletes a los guardias que custodiaban la entrada. La misma princesa fue prendida por él —señaló con cierta teatralidad el general—. Su brazo es el más fuerte de tu ejército, oh, Toro Poderoso.
Tutmosis hizo un leve gesto de asentimiento y ordenó al joven que se aproximara.
—Tú eres grande entre los valientes —proclamó el dios con voz grave—. Mi Majestad te vio en las murallas de Kadesh desafiando a todos cuantos te salían al paso. Vi en ti la fuerza de Montu y la cólera de Set, que hicieron huir a los enemigos de Egipto. Todos fueron aplastados por tu brazo. Por ello hoy te ensalzo ante Kemet, para que quede memoria de ello, así como de mi distinción. —Entonces, cogiendo un anillo de oro que llevaba grabado su sello, se lo entregó—. ¡Que este anillo sirva para hacer pública la merced que te hago! Álzate, Sejemjet, eres amado ante mis ojos.
Hubo revuelo de voces y murmullos de felicitaciones.
—¡Magnífico! —exclamaron algunos.
—¡Kemet tiene un nuevo paladín! —se vanagloriaron otros.
Mas Sejemjet sólo tenía conciencia de aquella regia figura situada a escasos palmos de él. Cuando levantó la cabeza para mirar al dios, apenas pudo disimular su sorpresa. El rostro que lo observaba parecía un enigma en sí mismo, pues su expresión era tal y como la había visto en las estatuas talladas en la piedra. El faraón poseía rasgos felinos y sus ojos, algo rasgados, eran dueños de una indudable fuerza y determinación, e irradiaban una luz metálica como la de las fieras. La pequeña figura del señor de las Dos Tierras se agrandaba hasta hacerse gigantesca, y en verdad que transmitía la talla de un dios.
Por unos instantes el faraón y su soldado cruzaron sus miradas y cada uno sintió la fuerza que emanaba del otro y que parecía ir más allá de la de los hombres; entonces Tutmosis le sonrió.
Djehuty estaba encantado ante aquella demostración de simpatía. Él mismo había sentido esa fuerza que ahora reconocía el dios en la mirada del joven. Era algo difícil de explicar y que, no obstante, tampoco era necesario. Fue en ese momento cuando, aprovechando aquella corriente de simpatía que había surgido entre ellos, el general se postró ante el faraón haciendo oír su voz.
—¡Oh, Toro Poderoso, señor del Alto y Bajo Egipto, el de las Dos Damas! —exclamó para hacerse oír entre los presentes—. Grande es la gracia que manifiestas a este viejo que te servirá hasta su último aliento. Tu favor se extiende, sin duda, a la persona de este soldado que yo he tenido la audacia de presentarte hoy, pues mi corazón se siente rebosante de felicidad ante tu generosidad. Mas he de proclamar en esta hora ante la corte que la justicia del faraón nunca se halló mejor cumplida. Maat, sin duda, está en el corazón de Su Majestad, grande es su rectitud y sabiduría. En Sejemjet, la diosa de la justicia hace acto de presencia para señalarlo con su pluma de la verdad pues creedme, oh, señor de Kemet y dignos hijos de la Tierra Negra aquí presentes, que no hay soldado en Egipto que pueda comparársele.
Hubo un revuelo ante tales palabras, y enseguida Djehuty alzó su mano para hacerse escuchar.
—Os aseguro que lo que digo es cierto. Nunca en mi vida mis ojos han visto nada semejante; no sé de nadie que pueda igualársele. Esta tierra tiene en Sejemjet al mejor de sus paladines; los tiempos no han conocido un guerrero igual.
Se escucharon algunos aplausos, aunque muchos se abstuvieron de hacer ningún comentario, y otros miraron con disimulo a Mehu, cuya expresión parecía más crispada que de costumbre.
En ese momento, la mirada de Menjeperre se tornó más enigmática.
—¿En verdad aseguras lo que dices? —preguntó el faraón a su general favorito.
—Sin ninguna duda, ¡oh, Horus viviente! —respondió éste.
Tutmosis se reclinó y una sonrisa mordaz apareció en su rostro.
—Es grande el honor y la consideración que mi general te demuestra, Sejemjet —dijo el dios con cierta ironía. El joven se hallaba tan turbado que no acertó a encontrar palabras con las que contestar—. Según parece, en todos estos milenios no ha habido nadie como tú.
Hubo risas generalizadas.
—Al menos tenemos la suerte de contar contigo en esta hora en la que Egipto necesita de sus mejores soldados...
Ahora muchos dignatarios prorrumpieron en carcajadas.
—Ruego a Su Majestad que no considere a mal mis palabras —se apresuró a señalar Djehuty—. Sólo me he atrevido a decir lo que mis viejos ojos han visto. Sin duda no existe nadie como el señor del Alto y Bajo Egipto en el campo de batalla, pero mi faraón posee una esencia divina, y yo sólo me refería a los mortales.
A Tutmosis le encantaban las salidas de su general. Su astucia siempre encontraba las palabras adecuadas para llevar el juego hacia donde quería, y el faraón adivinó lo que se proponía.
—Y dime, Sejemjet, ¿con qué tipo de arma eres más efectivo? —inquirió el rey, sonriendo. Sejemjet pensó que el suelo se abría bajo sus pies y lo engullía sin remisión.
—Bueno, yo... —balbuceó—. Ruego que no hagáis caso al noble general, oh, dios de las Dos Tierras.
—Es una de sus virtudes naturales —le interrumpió Djehuty—. Su modestia sólo es comparable a su habilidad. En realidad domina todas las artes; hasta es invencible en la lucha con bastones —apuntó con exagerado énfasis.
—¡Cómo! Es mi espectáculo favorito —señaló Tutmosis, que había decidido seguir el juego a su general para dar muestras, una vez más, de su gusto por la política de mensajes velados—. La lucha con bastones forma parte de la esencia de nuestra tierra —aseguró—. Te advierto, general, que he visto a los mejores combatientes en ese arte.
—Pido al señor de Kemet que sepa disculpar mi audacia. Sin duda me he dejado llevar por la excitación del momento, aunque seguro que algún día podréis juzgar lo que digo.
Menjeperre estaba encantado. Djehuty era capaz por sí solo de crear las más encendidas polémicas, como bien sabía, y en aquella ocasión se le veía decidido a hacer su victoria completa. Se sentía eufórico; un estado de ánimo al que no convenía abandonarse ante la corte. El viejo general quería hundir su daga hasta el final en su gran día, sin importarle el riesgo que corría al dejar dicha arma en manos ajenas.
Al faraón no le extrañó el ardid en absoluto, y se felicitó al comprobar, una vez más, el buen tino que había tenido al elegir a aquel hombre como gobernador de una provincia tan conflictiva como Siria. Mas la rivalidad era algo que le gustaba, y que no dudaba en fomentar en cuanto le era posible. Él mejor que nadie conocía la soledad en la que, en definitiva, se encontraba siempre la corona. Cuando el panorama se tornaba oscuro, sólo le quedaba refugiarse en los dioses.
—Me parece que nuestro laureado general tiene especial interés en que nos complazcamos en admirarte, oh, ilustre guerrero.