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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (77 page)

BOOK: El hijo del desierto
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—Los dioses están ya en cada uno de nosotros, de una u otra forma. Mírate a ti mismo. Muchos aseguraban que Set te daba aliento.

—Él fue el único dispuesto a ayudarme cuando lo necesité.

—No me malinterpretes, noble Sejemjet. Set es un dios principal en esta tierra; sin él no sería posible el equilibrio, pues para conseguir el orden es necesario combatir el caos. Sin embargo, hay otros que también te acompañan, y que se mostrarán cuando la paz de tu espíritu te lo permita.

—Es difícil conseguir lo que dices cuando te acosan la espada y la desesperación.

El sumo sacerdote de Amón volvió a detenerse. Había llegado a la puerta del templo, y Menjeperreseneb se quedó pensativo unos instantes.

—Tienes razón —dijo mirando de nuevo a Sejemjet—. Kemet no ha sido todo lo justo que debiera con uno de sus elegidos. Tu mano mostró todo el carácter destructivo que Set posee. Hizo cosas terribles.

Sejemjet mostró intención de responder, pero el anciano levantó una mano para que le permitiera continuar.

—Amón, nuestro padre que todo lo ve, conoce tu sufrimiento y hoy me pide que te dé su bendición —señaló el primer profeta mirándolo fijamente a los ojos—. El templo de Karnak queda en paz contigo en esta hora, Sejemjet. Sé piadoso.

Acto seguido el anciano sacerdote se marchó, y Sejemjet no pudo evitar pensar en la fragilidad a la que se había referido el anciano. Ella había partido su alma en mil pedazos.

Empezaba a caer la tarde cuando alguien lo abordó de improviso. Era un hombre de edad avanzada que vestía con pulcritud, y al detenerse junto a Sejemjet para preguntarle por su identidad su voz estuvo a punto de quebrarse.

—¿Quién pregunta por mí? —le respondió él muy serio.

—Perdona mi atrevimiento, noble Sejemjet —dijo el extraño frotándose las manos con nerviosismo—. Mi nombre es Amenmose y soy mayordomo de la princesa Beketamón. —Aquél hizo un gesto de extrañeza—. Seguramente la recordarás, ya que estuviste en su presencia en varias ocasiones —continuó el mayordomo.

Sejemjet la recordaba perfectamente. Era la hermana mayor de la difunta Nefertiry, una mujer de apariencia mística con la que apenas había cruzado palabra.

—La recuerdo —dijo el antiguo soldado, extrañado.

—Vengo a buscarte en su nombre, pues la princesa quiere verte —señaló Amenmose, que parecía atemorizado.

Sejemjet frunció el entrecejo.

—¿Qué es lo que desea de mí la hija de gran Menjeperre? —quiso saber desconfiado.

—No puedo hablarte aquí de ello, pero es algo de suma importancia.

El veterano soldado pensó que de nuevo el destino le preparaba una de sus habituales sorpresas. Amenmose se percató al instante de su recelo, y le mostró las palmas de las manos en señal de paz.

—Debemos ir a verla de inmediato —lo acució—. La princesa debe contarte algo de vital trascendencia. No hay tiempo que perder.

Sejemjet arqueó una de sus cejas, sorprendido por la premura que parecía tener aquel hombre.

—Noble Sejemjet, créeme. Debes acompañarme al palacio. La princesa Beketamón se está muriendo.

Sejemjet siguió al mayordomo hasta el palacio que un día llegara a conocer tan bien. Al recorrer de nuevo sus jardines sintió la llamada de la nostalgia. Todo se encontraba tal y como lo recordaba; los pequeños senderos que serpenteaban entre los macizos de alheña, los bosques de acianos, los perfumados narcisos, y el lago donde una noche se entregara a Nefertiry. Al pasar junto a él creyó ver la imagen de ella reflejada en sus aguas, y su picara sonrisa que lo invitaba a amarla. Habían pasado veinte años, y ella ya no se encontraba allí. Formaba parte del suspiro en el que se había convertido el paso del tiempo.

La princesa Beketamón lo esperaba postrada en su lecho. Todos sus criados la acompañaban con los ojos acuosos, pues la querían mucho. Junto a la cama, un
sunu
le daba a beber una poción que contenía pétalos de amapola tebana para calmarle el dolor. Sejmet había decidido enviarle un terrible mal contra el cual los médicos no podían luchar. Sólo quedaba prepararse para presentarse ante Osiris con el corazón ligero y la conciencia limpia de toda culpa.

Cuando la princesa vio la poderosa figura de Sejemjet recortarse en la puerta, levantó uno de sus brazos invitándolo a que se aproximara. Al verlo avanzar hacia ella, se emocionó y con un hilo de voz pidió a todos los presentes que los dejaran solos. Luego dio un suave golpe con la mano sobre la cama para que se sentara, y al ver su cara de sufrimiento Sejemjet se apiadó de ella.

—Sejemjet —dijo la princesa, casi en un susurro—. Nuestro soldado más bravo. Qué injustos fuimos contigo.

Beketamón extendió una mano hacia él para que la tomara entre las suyas.

—Fuiste el gran amor de Nefertiry, y a ella no le importó entregar su vida por ello. Mi hermana me pidió en su lecho de muerte que te dijera que no había mejor motivo para presentarse ante Osiris que aquél. Que tú no tenías más culpa que la de haberla amado con todas tus fuerzas, y que tales pecados eran una bendición de los dioses por los que merecía la pena morir mil veces.

Sin poder evitarlo, los ojos de Sejemjet se llenaron de lágrimas.

—Sin embargo, me hizo prometer que te diría que, aunque ella se marchaba, quería que fueras feliz en tu vida. Que encontraras el amor de otra mujer, porque eras digno de ser querido. Me aseguró que ella siempre velaría por ti, allá donde te encontraras, y que sonreiría a tu corazón cada vez que éste gozase. Ella confiaba en tu fortaleza, y estaba segura de que al final saldrías triunfante.

Sejemjet se llevó el dorso de la mano a los ojos para limpiarse las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

—Ya ves que fui una cobarde, y que he tardado más de veinte años en cumplir mi promesa. Yo también te abandoné, como todos.

Beketamón hizo otro rictus de dolor, y Sejemjet se aproximó más a ella.

—Pero hay algo más que debes saber. Un secreto terrible, oculto a nuestros ojos, del que tuve conocimiento antes de que mi madre iniciara su tránsito. Tal y como hago yo ahora, la reina me confió su secreto. Quizá para descargar su alma ante el Gran Juicio que se le aproximaba. Ella te temía, y por eso te persiguió hasta que dejaste de significar una amenaza.

—¿Que me temía? —Sejemjet hizo una mueca de desagrado.

—Escucha primero lo que tengo que contarte. Tu marca la aterrorizaba. Desde el momento en que la vio te convertiste para ella en una pesadilla. Tu amor por Nefertiry la llevó a la desesperación, y cuando mi hermana se quedó encinta su aflicción trastornó su razón, dando paso a una tragedia de la que ya nunca se recuperó. Tú eras el único culpable de ésta, pues estabas maldito.

Sejemjet cogió con fuerza su mano sin disimular la gran ansiedad que sentía.

—¿Qué tiene que ver mi lunar en todo esto? ¿Por qué dices que soy maldito? —preguntó atropellándose—. Dime qué es lo que sabes.

Beketamón se quedó un momento sin habla, como asustada, aunque en lo más profundo de su corazón era la consternación la que la hacía sufrir.

—Todo empezó en tiempos de la reina Hatshepsut —dijo al fin la princesa—. Un día se presentó un guerrero en palacio. Era como tú, fuerte y hermoso, y en el manejo de las armas no tenía rival. Todos en el ejército lo temían, pero nadie conocía su verdadero nombre ni de dónde procedía. Aseguraban que surgió del desierto, y que tenía el carácter brutal y sanguinario de Set, por ese motivo todos se dirigían a él con este nombre. Mi madre, Sitiah, tenía una hermana que se llamaba Nefertiry, igual que la mujer a la que amaste. Era una joven muy hermosa y de carácter tan dulce que todos la querían con locura. Ocurrió que al ver por primera vez a aquel guerrero en palacio, Nefertiry se enamoró perdidamente de él. Mas al parecer era un hombre muy violento y con tan mal carácter, que mi abuelo, el general Pennekhbet, hubo de intervenir para prohibir a su hija que continuara con aquella relación. Entonces sucedió algo terrible, un hecho que a todos llenó de gran pesar. Una noche sin luna la pareja huyó, y no volvió a saberse nada más de ellos durante algún tiempo, hasta que un día Nefertiry apareció en palacio en un estado lamentable. Tenía aspecto de haber sufrido mucho, y además regresaba a su casa embarazada. Según contaban, aquel hombre brutal al que llamaban Set desapareció un día, dejándola abandonada con el recuerdo de su semilla en el vientre. Decían que el desierto de donde había surgido se lo había tragado de nuevo, como si se tratara de un ser infernal, y Nefertiry a duras penas pudo volver con los suyos. Estaba tan débil que cayó postrada en su lecho sin fuerzas para moverse. Mi abuelo hizo llamar a los mejores médicos de la corte, que trataron de recuperarla. Mas Nefertiry sufría terriblemente por su embarazo. Su vientre adquirió un volumen desconocido, y las comadronas se llevaban las manos a la cabeza, atemorizadas ante lo que veían. Nefertiry padecía de tal manera que su madre, la noble Ipu, hizo venir al
heka
más poderoso de Kemet. Éste le aseguró que su hija había sido poseída por el mal y que no había conjuro posible para liberarla de su desgracia, pues era obra del mismísimo Set.

Sejemjet abrió los ojos desmesuradamente sin dar crédito a lo que escuchaba, y Beketamón calló un momento para recuperar sus fuerzas.

—Una noche se adelantó el parto —prosiguió—. La criatura venía con la fuerza que Set le había insuflado, y aunque las más expertas comadronas intentaron ayudar a Nefertiry, fue inútil y la joven murió durante el alumbramiento. Su hijo, un niño enorme, le desgarró el vientre al nacer y entonces aseguraron que tal y como había vaticinado el
heka
, el niño estaba maldito. «Set desgarró el vientre de su madre Nut al nacer», recordaban los
heka.
«Igual que ha ocurrido ahora. No hay duda de que es la reencarnación del Ombita.» Mi abuelo, presa del más terrible dolor, ordenó que mataran a aquella criatura infernal que se había llevado la vida de su querida hija. Hubo llanto y consternación, pero Pennekhbet estaba decidido a hacer desaparecer al niño, y obligó a jurar a todos los presentes que jamás hablarían de aquel suceso, y que el manto del olvido debía caer sobre lo acontecido a la desgraciada Nefertiry. Nunca nadie lo recordaría, amenazando con la eterna condenación a quien lo hiciera.

Sejemjet miraba fijamente a la princesa mientras la indignación se asomaba a su rostro.

—Mi abuela lo calmó al fin, y dijo que se ocuparía de consumar aquella tragedia —continuó Beketamón—. Fue ella la que lo envolvió en un lienzo y lo depositó dentro de una cesta en el Nilo. Ipu se apiadó de la criatura, y a su regreso dijo que la había ahogado en el río.

Sejemjet se llevó ambas manos a la cabeza, impresionado por aquella historia.

—Pero ¿qué la hizo apiadarse?

—Eso nadie lo sabe, aunque ahora estoy segura de que fue el lunar que el niño llevaba marcado cerca de su hombro derecho, el mismo que mi abuela tenía, y que al parecer también llevaba grabado su hija Nefertiry.

—Mi marca —murmuró Sejemjet como para sí.

—Una luna llena sobre un creciente lunar —corroboró Beketamón—. Eso todos lo sabíamos, pues el mismo nombre de mi madre hace referencia a dicha efélide. La marca de mi abuela era famosa, pues decían que representaba al dios lunar Iah; por eso bautizó a la reina con el nombre de Sitiah, que significa «hija de Iah». Ella no lo heredó, pero tu madre sí, y tú también.

—Mi madre —musitó Sejemjet con un nudo en la garganta.

—Sitiah siempre sospechó que Ipu no había sido capaz de matarte, pues era muy bondadosa. Por eso, cuando te vio por primera vez, supo que habías sobrevivido; tu lunar era inconfundible.

El guerrero estaba tan desconcertado que era incapaz de articular palabra.

—La reina me confió que eras la viva imagen de tu padre, y que cuando se enteró de tu amor por Nefertiry tuvo el convencimiento de que la historia se repetía, y que la tragedia se cernía de nuevo sobre su familia. Estabas maldito a sus ojos, aunque en su lecho de muerte llorara por tu desgracia.

Cabizbajo, Sejemjet trataba de ordenar sus pensamientos.

—Un lunar me salvó y ayudó a que una maldición me acompañara durante toda mi vida. —Acto seguido soltó un resoplido—. He abominado siempre de los dioses, y ahora entiendo por qué.

—No debes hablar así —lo interrumpió Beketamón, consternada, ya que era muy religiosa—. Tu lunar en realidad simboliza a Thot, el dios de la sabiduría, y contra el que nada puede hacer el violento. Sus armas son mucho más poderosas que las de los dioses de la guerra. Él a todos los doblega, y eso lo sabía muy bien mi abuela. Ella creyó que más allá de las profecías de los
hekas
Thot siempre te acompañaría y acabaría por llevar la luz a tu corazón para que lo leyeras con la razón.

—Fui abandonado a mi suerte debido a las supersticiones.

—No es cierto. Egipto se apiadó de ti, e hizo que sus dioses más poderosos estuvieran en cierto modo a tu lado. —Beketamón cerró sus ojos unos instantes, y su respiración se volvió más agitada—. Qué cansada estoy. Llama a los demás y quédate junto a mí. Eres el único miembro de mi casa con vida. Nunca lo habría imaginado.

Sejemjet hizo entrar a la servidumbre. Amenmose, su mayordomo, lloraba desconsoladamente.

—Ahora que estáis todos, puedo irme en paz —dijo la princesa en un murmullo, y acto seguido, expiró.

* * *

A Sejemjet aquella mañana le pareció la más hermosa de su vida. La luz que se desparramaba por doquier daba la impresión de contener matices en los que nunca antes había reparado. El verde de los campos parecía más vivo, y el cielo más azul. E incluso las arenas del solitario desierto que se extendía un poco más allá resultaban más luminosas; hasta el río se mostraba exultante aquel día. Su nivel empezaba a aumentar, anunciando así la crecida que ya comenzaba a hacerse notar.

La cosecha había resultado abundante, y todo Egipto se encontraba feliz, pues la Tierra Negra verdaderamente se hallaba bendecida por sus dioses. Ajeprure la gobernaba con mano firme, y el orden del que era garante permanecía inmutable. El pueblo no necesitaba de nada más.

Aquella mañana Sejemjet tenía la sensación de ver las cosas de diferente manera, como si todo fuera nuevo para él. Un nuevo Kemet, y un nuevo camino que se le ofrecía, por el que debería aprender a andar. Recordó las últimas palabras de Beketamón antes de morir. Una luz había llegado a su corazón para despejar las sombras que lo atenazaban. Ahora podía leer en él con claridad, y comprender al fin el sentido de lo que había sido su vida. Todo resultaba tan etéreo que se escapaba por entre los intersticios de su razón. Simple y complejo a la vez, y en todo caso inalcanzable al control del hombre. Comprendió entonces que más allá de la creencia en los dioses, éstos ocupaban un espacio que el hombre no podía abarcar. Resultaba imposible, y necesitaba de su concurso para que aquel universo tomara un sentido pleno: el concepto de orden cósmico que todo egipcio llevaba grabado a fuego desde el día en que venía al mundo.

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