Sejemjet fue destinado a la división Amón, al frente de la cual iba el mismísimo faraón. Era la unidad que cualquier soldado ansiaba para así distinguirse ante los ojos del dios. Próximo por tanto al rey, Sejemjet fue testigo directo de cuanto ocurrió, y también de lo lejos que quedaban los años en los que él combatiera en aquellas tierras.
Bajo el punto de vista militar, aquella campaña no tuvo demasiada relevancia, aunque sí sirvió para que Ajeprure diera rienda suelta a su auténtica naturaleza. Impuso una disciplina férrea entre sus hombres, hasta el punto de que él mismo pasaba revistas inesperadas a los soldados, infligiéndoles duros castigos por no llevar el cabello cortado conforme a las ordenanzas, o no ir correctamente uniformados.
En la primera acción contra los rebeldes, el dios se lanzó con su carro de guerra dando alaridos, seguido por los demás escuadrones que galoparon hasta casi reventar sus caballos, por no dejarle solo. El resto del ejército maniobró como correspondía para defender bien los flancos, y la infantería pesada cubrió la retirada de los escuadrones para después aplastar al primero de los siete pueblos que se habían sublevado.
Hubo una gran carnicería, y al terminar el combate Sejemjet regresó al frente de su unidad cubierto de sangre, como de costumbre.
—Hoy hemos cortado veinte manos —le confió Senu—, lo cual no está nada mal después de tantos años de inactividad.
Sejemjet no sintió nada especial ante aquellas palabras, ni siquiera sirvieron como alimento para calmar su ira, como ocurriera antaño. Todo había sucedido cual si se hubiera tratado de un acto puramente mecánico, como sembrar o hacer un surco en la tierra. Sin embargo, al volver al campamento muchas miradas se posaron en él, y algunos oficiales de alto rango lo saludaron sonrientes. Sin saberlo, había vuelto a desatar su furia, y el mismo dios no había perdido detalle de ello.
Aquella noche Ajeprure lo hizo llamar a su tienda.
—Mañana tú y tu unidad acompañaréis a mi escuadrón en el ataque —le dijo Amenhotep con tono excitado.
Sejemjet se quedó perplejo.
—Majestad —se quejó—, nunca hemos servido en una unidad de corredores. Este tipo de combate necesita de soldados bien entrenados y con buenas piernas. Las mías empiezan ya a resentirse.
—Hoy he visto la ira de Set extenderse por el campo de los miserables asiáticos. Tu
jepesh
corta cuellos como quien tala los papiros en los cañaverales. Deseo que el dios del Alto Egipto me acompañe en la batalla. Prepara a tus hombres.
Con estas palabras despidió el faraón a Sejemjet, que regresó cariacontecido al campamento. Cuando Senu se enteró de lo que quería el Horus viviente, lanzó un resoplido de resignación.
—Mañana seré hombre muerto —se lamentó el hombrecillo.
Sin embargo, Senu no murió al día siguiente, y tampoco Sejemjet. Su unidad mantuvo un buen orden durante la carga de los carros del faraón, sin dispersarse en ningún momento. Corrían entre las bigas enemigas para derribar a sus aurigas, a la vez que cubrían las maniobras de los escuadrones del rey. Cuando llegó el momento de la lucha cuerpo a cuerpo, el faraón se quedó en primera línea observando durante unos momentos a Sejemjet. Luego bajó de su carro y ordenó que uncieran a éste a los vencidos que quedaban con vida, después se subió de nuevo a la biga y antes de regresar a la retaguardia le gritó a Sejemjet:
—¡Montu guía nuestro brazo!
Acto seguido abandonó el campo de batalla con cuarenta prisioneros atados a su carro, mientras el grueso de la división se aprestaba a hacer una gran masacre.
* * *
Uno a uno, Ajeprure fue venciendo a los pueblos que se habían levantado en armas contra él. Capturó a sus siete jefes e hizo gran botín entre su gente. El faraón se mostraba eufórico, como poseído por todos los dioses de Egipto, y ante los ojos de todo su ejército demostró cuáles eran los límites de su compasión.
Una noche hizo excavar dos trincheras en torno a un grupo de prisioneros y realizó con ellos un antiguo rito cananeo conocido como
herem.
Una ceremonia terrible, pues se trataba de un ritual en el que se quemaba vivos a los cautivos. A una orden del dios, éstos ardieron como teas ante la mirada atenta de Amenhotep. Su Majestad los vigiló hasta el amanecer, en persona, con el hacha de combate en la mano.
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Sejemjet nunca había asistido a algo semejante. No había honor en aquel acto, y aquella noche, al cerrar los ojos, los rostros de sus innumerables víctimas volvieron a presentársele otra vez con más angustia que nunca, para suplicar a su ira que abandonara aquel corazón para siempre.
Después de sofocar la rebelión en Takhsi, el dios ordenó marchar a su ejército hacia Siria septentrional para combatir a los príncipes que habían osado enfrentarse a Egipto. El propio faraón desbarató una emboscada con su caballería, y dio salida a su brutalidad sembrando los caminos de empalados. Los shasu y los temibles apiru probaron la ira del monarca, que hizo un gran escarmiento. Cuando sus tropas llegaron a Niya, su príncipe corrió a ofrecer la rendición de la ciudad solicitando clemencia. Ajeprure se la concedió, y continuó hasta Aleppo y la frontera del Éufrates. Mas fracasó al intentar dominar la zona. Su ejército no podía controlar un área tan extensa como aquélla, y el rey decidió que era hora de volver a Kemet. En su viaje de regreso capturó la ciudad de Ugarit y acudió a Kadesh, la capital de las interminables revueltas, para sofocar una nueva y aplicar uno de sus habituales correctivos. Hecho esto, se dedicó a cazar, como ya hicieron sus antepasados durante los retornos victoriosos a Egipto después de finalizar sus campañas.
Sejemjet tuvo que soportar de nuevo aquellas cacerías que tanto le desagradaban. Mas su estado de ánimo se hallaba tan quebrantado que en esta ocasión le afectaron particularmente. Él se refugiaba junto a su perro, que parecía hacerse cargo de su aflicción, y se sentía pesaroso al tomar plena conciencia de lo que había sido su vida. Aquellas ánimas angustiadas que insistían en visitarlo cada noche durante el sueño habían terminado por minar su corazón de roca dura. Ahora sentía compasión por cada uno de ellos, como si una oleada de arrepentimiento barriera su conciencia para limpiarla de todo aquello que pesaba sobre ella. Era como si las tormentas permanentes que estallaban en él porfiaran en retirarse para dar paso a un cielo límpido y azul, de pureza sin igual. Entonces comprendió que, por algún motivo, Set había decidido dejar descansar a su alma, y le daba la paz. Sejemjet le había servido bien, y el dios del caos se encontraba satisfecho.
El guerrero tuvo plena conciencia de su situación. Ahora su corazón era capaz de considerar aspectos que antaño no tenían cabida en él. Comprendió por qué Amenhotep lo había perdonado, y también la razón por la que lo había obligado a acompañarlo. El faraón deseaba poseer su ira, y todo aquello que le había hecho ser tan terrible. Su figura había quedado grabada en la memoria del monarca desde su niñez. Desde que le mostrara cómo usar la espada para que ésta fuera mortal, Sejemjet había representado para el príncipe una suerte de paradigma en el que ansiaba convertirse. Ahora Ajeprure deseaba demostrar que él era el mejor guerrero de Kemet, y que Sejemjet formaba ya parte de su propia leyenda. Por eso quiso que combatiera cerca de él, pues era Sejemjet el único que podía ejercer de jurado en semejante juicio. Finalmente había cumplido sus propósitos, y Ajeprure se sentía realmente poseído por la fuerza de Montu, el dios guerrero al que Sejemjet no volvería a seguir nunca más. Amenhotep volvía a Egipto glorificado. A su manera, él había sido quien había aliviado a Sejemjet de su pesada carga, y el viejo soldado no tuvo duda de que los dioses, de los que siempre había abominado, habían decidido liberarle de sus sombras.
Poco antes de llegar a Menfis, el caprichoso Shai le dio una buena prueba de ello al ser requerido en la tienda del dios. El destino había decidido ofrecerle una nueva oportunidad. Ajeprure se hallaba acompañado por su íntimo amigo Kenamón —que además era su hermano de leche pues era hijo de la nodriza real— y un escriba. Ambos amigos bebían alegremente en tanto el funcionario permanecía sentado en el suelo con su rollo de papiro y sus útiles de escribir. El rey parecía eufórico, y hacía chistes sobre algunos castigos que había ordenado ejecutar.
—El hálito de Set entra en la tienda —exclamó al ver a Sejemjet—. Este hombre debe ser un ejemplo para todos mis soldados —le dijo a Kenamón—. Alguien en quien mirarse.
Sejemjet permaneció inclinado sin decir nada.
—Pasa y siéntate, hoy Mi Majestad está particularmente contenta. Mi gran esposa, Tiaa, está embarazada de nuevo. No tengo duda de que Amón, mi padre, me ha bendecido otorgándome su favor. Él me acompaña allá donde me dirija; en la batalla o en el amor.
Aquel comentario hizo que ambos amigos soltaran una carcajada y volvieran a brindar. Al punto Kenamón ofreció vino a Sejemjet, y éste lo aceptó por cortesía.
—En el brazo de este hombre dormita la muerte —le comentó el monarca a su amigo—. Ahora entiendo que le llamen el enviado de Anubis. —Kenamón alzó ambas cejas, divertido—. No te rías, querido amigo, sé de lo que te hablo. Él es una leyenda viva, y el único mortal que puede seguir a Mi Majestad en la batalla. Él me enseñó de niño el verdadero camino para que Montu guiara mi mano, y ahora sé que él está en mí, que es él quien me da su fuerza, que está por encima de la de cualquier mortal.
Sejemjet lo observó en silencio. Al joven dios le brillaban los ojos, y su expresión era como el de aquel que se siente elegido para algo trascendental.
—Tú me has enseñado que mi sendero es el de Montu, gran Sejemjet, por ello quiero recompensarte en este día, para que tu memoria quede en el corazón de nuestros soldados, y éstos sepan que el señor de Kemet será magnánimo con todos los que hayan servido bien a la Tierra Negra. Es tiempo de que tus heridas sanen para siempre. Que ninguna espada o dardo traidor se alce contra ti o amenace tu vida. Que tus huesos reposen por fin bajo la sombra de nuestras palmeras, y que tus ojos se alegren cada día con el fluir de las aguas del Nilo. Yo te libero de tu servicio.
Sejemjet parpadeó durante unos instantes, incrédulo ante lo que había escuchado, pero enseguida vio cómo el dios hacía una seña al escriba, que tomó su cálamo dispuesto para escribir.
—Yo, Ajeprure Hekaón, el del junco y la abeja, señor del Alto y Bajo Egipto, hijo de Ra, ordeno que a aquel llamado Sejemjet,
tay srit
de los ejércitos del faraón, le sean entregadas como recompensa por sus años de servicio la cantidad de doce
aruras
de buena tierra, allá donde él elija, en propiedad como particular libre, para que cada día alabe al señor de Kemet y a todos sus dioses. ¿Conoces este sello?
Sejemjet apenas pudo balbucear unas palabras, pues no estaba preparado para algo semejante.
—Es el sello de Ajeprure —exclamó estampando su cartucho contra el papiro—. ¡Que así se cumpla!
* * *
La entrada triunfal en Tebas fue un digno colofón a aquella barbarie de la que Sejemjet fuera testigo. El dios, henchido de orgullo, proclamó su gran victoria sobre la chusma asiática ascendiendo por el Nilo para que todo Kemet supiera de su gloria. A bordo de su barco halcón, por nombre
Ajeprure hace que se
consoliden las Dos Tierras
,
navegó río arriba seguido por su flota de inmortales guerreros, hijos de un Egipto imperial que recordarían los tiempos. Los súbditos de Kemet cubrían ambas orillas, y se arrodillaban a su paso para postrarse ante el verdadero poder sobre la Tierra. En su majestad, Ajeprure recorría la multitud con la vista, para así impregnarla del perfume de su divinidad, y que todos comprendieran lo que significaba ser el señor de la Tierra Negra. Mas su pueblo lo sabía muy bien, y al verle sobre su nave manifestando su poder, daban loas a sus dioses milenarios. El faraón era su nexo de unión con ellos, y su poder les garantizaba que el equilibrio sobre aquella tierra que amaban continuaría estable. La crecida sería la correcta, las cosechas abundantes, y Sejmet la Poderosa no les enviaría enfermedades.
Sin duda, toda la Tierra Negra estaba de fiesta en aquel día. El Estado y los Templos se frotaban las manos, pues el nuevo dios regresaba con un botín digno de los grandes conquistadores. En Karnak echaban sus cuentas y daban gracias a Amón por concederles un faraón tan poderoso.
Amenhotep volvía a Egipto con seis mil ochocientos
deben
de oro y quinientos mil de cobre, además de traer quinientos cincuenta cautivos, doscientos diez caballos y trescientos carros de guerra. Un buen botín para una campaña que apenas había durado unos meses. Mas la mayor demostración de su victoria viajaba en el barco halcón, junto al faraón. A bordo iban los siete reyes a los que había vencido en Siria, y ya próximo a su llegada al puerto de Tebas, Ajeprure decidió que él sería quien hiciera la mejor de las ofrendas a su padre Amón. Ante su pueblo, el faraón ordenó que subieran a cubierta a seis de los miserables asiáticos que habían osado rebelarse de manera infame, y allí, delante de todos, Amenhotep les partió el cráneo con su maza, y luego ordenó colgarlos de la proa cabeza abajo.
—¡Montu ha llegado a bordo de su barco halcón! —exclamaba alborozada la multitud agolpada en los muelles—. ¡Amón ha guiado al faraón para gloria de Egipto! ¡Él ha masacrado al vil asiático!
Cuando vieron los cuerpos sin vida que colgaban de la proa, todos se felicitaron, pues la chusma de Retenu había pagado cara su infamia.
—¡Nunca Kemet tuvo un dios igual! —se vanagloriaban complacidos—. ¡El faraón vela por su pueblo como un verdadero dios, colmándolo de abundancia!
Después del desembarco de las tropas se hizo una parada militar que se recordaría durante muchos años. Los soldados desfilaron orgullosos entre vítores, trompetas y tambores que marcaban el ritmo de su paso. Como de costumbre, los cautivos fueron víctimas del escarnio general, y de las habituales burlas a las que eran tan aficionadas aquellas gentes. Los zahirieron durante todo el desfile, pues los egipcios los despreciaban, y en aquella hora se mofaron ante su desgracia.
Cuando el cortejo llegó al templo de Karnak, el faraón, que iba a la cabeza, descendió de su carro de electro y desató la cuerda en la que llevaba uncidos a sus prisioneros, luego los arrastró hasta la puerta del templo donde le esperaba el clero de Amón en pleno. Éste se postró ante el dios para darle seguidamente las bendiciones del Oculto. Amón estaba satisfecho con el nuevo faraón, y nunca lo abandonaría.