A Sejemjet se le ocurrió que Hapy le daba la bienvenida para anunciarle, de este modo, el próximo nacimiento de su hijo. Le pareció un buen augurio el que la criatura naciera durante la estación de
Ajet.
La vida colmaría los campos con su limo negruzco para fertilizarlos de nuevo, y su hijo se asomaría a ella para verlos por primera vez. Cuando la aguas se retiraran al final de la estación, Kemet le ofrecería la cara que le había dado nombre, el país de la Tierra Negra.
Sin embargo, en la embarcación fluvial que remontaba el río con dificultad, los rostros no expresaban gestos de satisfacción, y mucho menos de felicidad. Había ocurrido una tragedia, y las consecuencias de ésta eran difíciles de determinar. Para Amunedjeh, la cuestión estaba clara. Aquel portaestandarte no había sabido cumplir con su obligación convenientemente, y allí estaban las consecuencias. Poco podía hacer ante el ataque de aquellos desalmados que a punto había estado de costarle la vida. Él había dejado todo dispuesto para que el cadáver de la princesa fuera devuelto a su padre, y organizó el viaje de regreso lo antes posible, dadas las circunstancias. Un hecho como aquél de sobra podía dar al traste con la alianza que se acababa de firmar, y por todo ello Amunedjeh se sentía abrumado.
Durante el trayecto, Sejemjet había estado pensando en todo lo ocurrido. Le resultaba extraño que los apiru les hubieran tendido una emboscada como aquélla, sobre todo porque los conocía bien. Durante su estancia en Kumidi se les había enfrentado en el norte en muchas ocasiones, y siempre atacaban para llevarse cuanto pudieran y después huir. Los apiru que los estaban esperando tenían la intención de acabar con ellos, pues de otra forma podían haberse llevado con facilidad los animales de carga con todos sus ajuares. Ellos porfiaron en combatir hasta el final, y eso le resultaba muy extraño. Alguien les había tendido una trampa, aunque tratándose de Retenu, cualquier vil asiático podría haber tramado algo así.
—Ahora entenderás por qué se les llama chusma asiática —le había repetido Senu en varias ocasiones, aprovechando que esta vez no se mareó tanto—. De ellos nunca te puedes fiar.
Sejemjet se limitaba a mirar hacia las orillas que se deslizaban lentamente a su paso, como si formaran parte de las aguas que surcaban, en tanto su corazón viajaba hasta Tebas más deprisa de lo que pudiera hacerlo un barco en el Nilo. Sus pensamientos se detenían al encontrar a Nefertiry; más allá de esto, nada le interesaba.
Una tarde estuvo a punto de tirar al heraldo por la borda. Su compañía le resultaba insoportable, y dado que sus continuas amenazas tenían todas las posibilidades de cumplirse, Sejemjet lo levantó con una mano y lo sostuvo en el aire un rato, mientras el funcionario pataleaba y continuaba con su diatriba.
—¡Te apalearán y luego te deportarán a las minas del Sinaí! —le advertía a gritos— ¡No creas que puedes intimidarme con esto!
Sejemjet perdió la paciencia con él, y agarrándolo por los pies lo suspendió por la borda.
—¡No, no hagas eso! —le suplicó Amunedjeh—. ¡No lo hagas! No adelantarías nada con ello.
—En eso te equivocas. Nos libraríamos de volver a oírte.
—No me sueltes, no sé nadar. Además, hay cocodrilos y...
—Ellos también tienen derecho al alimento —contestó Sejemjet, lacónico.
Los tripulantes presenciaban la escena atemorizados, pues ninguno se atrevía a intervenir por miedo a Sejemjet; entonces el heraldo entró en una especie de histeria que lo llevó a gimotear como si fuera una plañidera en día de funeral.
—No me extraña que llore el pobrecillo —le comentó Senu al comandante al mando de la embarcación—, con toda seguridad lo tirará al río. Seguro que el gran hijo de Montu está esperando a ver algún cocodrilo para hacerlo. Él mantiene muy buenas relaciones con Sobek, ¿sabes? No me extrañaría que quisiera hacerle alguna ofrenda.
El oficial tragó saliva con dificultad, pues conocía la fama que acompañaba a Sejemjet. Afortunadamente la cosa no pasó a mayores. Entre chillidos y juramentos el
tay srit
volvió a dejar al funcionario en la cubierta, con solemnes promesas por su parte de que no volvería a enjuiciarle más; incluso aseguró que gracias a él estaban vivos.
Todos dieron loas a los dioses cuando, por fin, el puerto de Tebas apareció tras una curva del río. Se le veía bullicioso como de costumbre, y Sejemjet sintió la emoción de quien llega a su casa después de haberse ausentado mucho tiempo de ella. Aquél era su hogar, aunque el lejano Retenu se hubiera empeñado en adoptarlo durante todos aquellos años. Ahora que veía los campos de su tierra y los farallones que se alzaban al oeste para dar abrigo a las necrópolis reales, pensó que regresaba de un sueño y que su despertar no podía haber elegido un lugar mejor que aquél. Allí, los dioses y su creación se daban la mano en un perfecto equilibrio del que todos participaban como parte del mismo cosmos. El aire que los rodeaba hablaba de ello, y Sejemjet era capaz de entenderlo.
Los genios del Amenti se precipitaron sobre Sejemjet como si llevaran toda su vida esperándolo. Abandonaban las puertas que custodiaban en el Mundo Subterráneo para presentarse ante él amenazadores, con sus cuchillos y formas monstruosas. Habían aguardado demasiado tiempo, y en aquella hora venían dispuestos a pedir cuentas a aquel que desafiaba a la muerte.
Dibujaron para Sejemjet el peor escenario que un hombre pudiera desear, y lo pintaron con los colores de la desgracia y la destrucción. El joven sintió que su corazón se consumía, y que un poder invisible se enfrentaba a él dispuesto a hacerle perder su alma para siempre. Mientras vagaba por Tebas sin saber qué hacer, los demonios no paraban de fustigarlo hasta reconcomerle las entrañas, envolviendo su
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en sombras que no le permitían pensar con claridad.
Durante dos días, Sejemjet trató de ver a Nefertiry por todos los medios. Ella debía saber de su llegada, pues las nuevas esposas habían sido recibidas en palacio; mas contrariamente a lo que siempre había ocurrido, esta vez la princesa no mandó a ninguno de sus criados en su busca, ni acudió a los lugares en los que solían verse. Cada noche, Sejemjet los recorrió con la esperanza de encontrarse con su amada, pero fue inútil. Parecía que Geb, la Tierra, la había devorado con alguna de sus carcajadas
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, y Nefertiry se había precipitado en las profundidades de donde ya no podría salir jamás.
Deambuló por las inmediaciones del palacio en busca de quien pudiera darle razón, mas todo resultó inútil; los rostros con los que se topaba lo rehuían como si fuera un apestado, y no se atrevió a reunirse con el príncipe Amenemhat. Algo había ocurrido, y eso lo llenaba de zozobra.
Por fin, una mañana un hombre se le acercó discretamente.
—¿Eres tú Sejemjet? —le inquirió.
—¿Quién lo pregunta?
—Mi señor Hor, al que honras con tu amistad, te pide que vayas a verlo, pues se sentiría dichoso si así lo hicieras.
El joven notó que la esperanza renacía en su corazón, y se maldijo por no habérsele ocurrido ir a visitar antes al sabio sacerdote. Él siempre tenía un consejo acertado para cada caso, y el hecho de que lo hubiera buscado significaba que quizá pudiera ayudarlo. Aquella misma tarde acudió a la cita y, al verlo, Hor lo abrazó como si fuera un hijo.
—Mut ha querido que su amado hijo Jonsu siga otorgándote su protección. Cuánta alegría —le dijo conteniendo las lágrimas que se le escapaban—. Perdóname, gran Sejemjet, pero es que soy un sentimental incorregible.
—Yo también me alegro de volver a verte, noble Hor. Debería haberlo hecho antes, pero mi corazón se encuentra al borde de la desesperación.
Hor asintió circunspecto, mientras ambos tomaban asiento.
—Créeme que me ha sido difícil dar contigo, Sejemjet, llevo buscándote desde que llegaste.
—No he hecho otra cosa que intentar ver a Nefertiry, aunque me temo que no me haya acompañado la suerte.
Hor hizo un gesto de pesar.
—A menudo me gustaría equivocarme en mis juicios —dijo bajando la vista.
—¿Por qué dices eso? —se extrañó el joven.
—¿Recuerdas lo que te advertí un día cuando nos hallábamos en Kumidi?
Sejemjet pareció dudar.
—Fueron tantos tus consejos que...
—Agua y aceite, ¿lo recuerdas? —El joven asintió—. Nunca se pueden mezclar, por mucho que queramos.
—¿Qué quieres decir?
—Supongo que a estas alturas te darás cuenta de la situación en la que te encuentras —señaló el sacerdote.
—Sólo pienso en Nefertiry y en mi hijo.
Hor sacudió la cabeza; parecía abatido.
—Un peligro verdadero se cierne sobre ti, Sejemjet, te acecha desde todas partes, y de nada te servirán tus armas para combatirlo.
—No quiero combatir más; sólo deseo estar con ella.
—Me temo que Shai y tú no tengáis muy buenas relaciones. Él te empuja al conflicto permanente, o quizá sea el iracundo Set el que abogue por ti. He sabido lo que ocurrió con las princesas de Tunip. El dios está tan enojado que ha ordenado una campaña por la zona para limpiarla de bandidos.
—Nos tendieron una emboscada. Tuvimos suerte de salvar la vida de dos de las princesas. Nos estaban esperando.
—Escucha —le dijo Hor bajando la voz—. Hay muchos intereses en juego; Kemet está lleno de ellos. Una nueva aristocracia se está forjando a la sombra de este faraón. Los jerarcas militares anhelan arrebatar el poder que acaparan los altos funcionarios, y los grandes templos ya han trazado las líneas maestras de cómo será su política en los próximos siglos. Es una lucha soterrada y feroz, en la que todos participan con sus mejores armas. Cada paso, cada movimiento, ya ha sido pensado antes de producirse.
—Poco me importa a mí lo que me cuentas. El mundo que deseo se encuentra alejado de tales conflictos.
—Me temo que no pueda ser así. Sin pretenderlo, caminas en medio de todo ello.
—Sabes que los dioses no me dieron entendimiento para las intrigas.
—Por eso temo por ti. Tu amor por Nefertiry atrajo demasiadas miradas. El hecho de que fueras elegido para ir a Tunip debería haberte prevenido.
—Supuse que la reina quería apartarme de su hija y...
Hor lo miró fijamente.
—Sitiah no puede decidir algo así. Mas sin Djehuty como valedor, estás solo.
—Tengo a Nefertiry, con eso me basta. Pero dime si sabes algo de ella —imploró el joven.
El sacerdote desvió la mirada y se pasó una mano por la cabeza tonsurada. Sejemjet tuvo un mal presentimiento.
—No resulta grato a mi corazón lo que tengo que decirte —se lamentó Hor—. Pero no puedes continuar merodeando por las calles en busca de algo que nadie puede darte. No encontrarás quien te informe en todo Tebas, y mucho menos en el palacio.
El joven tragó saliva con dificultad.
—Al poco de que partieras, la princesa salió de Tebas en medio de un gran secreto. En mitad de la noche fue embarcada en una pequeña nave que la esperaba atracada en el puerto situado junto al palacio. Según tengo entendido, iba escoltada por soldados del faraón, al frente de los cuales estaba su propio hermano, el príncipe Amenemhat. La comitiva navegó río abajo hasta Menfis, donde desembarcó para dirigirse al palacio que Tutmosis posee en esta ciudad. Allí se cerraron las puertas que la comunicaban con el mundo, y Nefertiry quedó confinada sin que nadie se hiciera eco del hecho. La princesa se desvanecía entre las brumas de la realidad, como las que se forman en el río en las mañanas de invierno; así debía ser.
—¿Estás seguro? He de ir a Menfis lo antes posible —intervino Sejemjet sin poder contenerse—. Ella me necesita y...
Hor lo miró muy serio e hizo un gesto con sus manos para que le permitiera continuar.
—De una u otra forma este tipo de cosas se acaban sabiendo en Egipto, aunque se disimule lo contrario. Obviamente, el pueblo vive ajeno a esta clase de cuestiones, pero no así los altos dignatarios ni, sobre todo, los templos. En cualquier caso nadie habló públicamente de ello.
El joven se puso lívido, y apenas se movió de su asiento.
—Mut me ordena una prueba terrible al tener que decirte esto. Es lo último que hubiera querido hacer, pero debes saberlo —volvió a lamentarse el sacerdote—. Hace unos dos meses me llegaron noticias de que algo le había ocurrido a Nefertiry. Al parecer, Sejmet, la que manda las enfermedades, le había inoculado sus peores demonios, y una noche le sobrevino una gran hemorragia. Aseguran que los mejores
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de Egipto acudieron a su lado, mas nada pudieron hacer por ella. A la mañana siguiente, Nefertiry estaba muerta. Sejemjet, siento ser yo quien te dé tan trágica noticia.
Al principio, Sejemjet permaneció impertérrito, como si semejante suceso perteneciera al mundo de las fantasías. Una ilusión que el corazón del buen sacerdote se había creado a partir de una de aquellas fábulas a las que sus paisanos eran tan aficionados. A través de su mirada interrogó a aquel bromista que trataba de hacer una chanza a su propia alma. Sí, eso debía ser, ya que Nefertiry no podía morir nunca.
Mas al poco sus mismas entrañas empezaron a fraguar los más oscuros presagios. Éstos se transformaban en su interior en la peor de las bestias, y lo hacían paulatinamente, como quien se sabe condenado sin esperanza a vagar por toda la eternidad sin encontrar descanso. Sintió otra vez más la presencia de su ira, y cómo dentro de sí ésta tomaba alimento para mil vidas que viviera. Entonces echó hacia atrás su cabeza y lanzó un grito desgarrador. Su cuello se cubrió de enormes venas que parecían a punto de estallar, y sus puños se cerraron en un ademán de furiosa impotencia, asemejándose a dos martillos de bronce.
Hor lo observaba resignado. Él sabía bien que la parte espiritual de su persona saltaba hecha añicos por el terrible poder de su cólera, y que nada podía hacer por atemperarla.
Cuando Sejemjet dejó de gritar, sus ojos parecían inyectados en sangre, y su labio inferior temblaba en un rictus grotesco que daba miedo ver. Luego, súbitamente, pareció surgir una débil luz en su corazón, como si éste quisiera aferrarse desesperadamente a la razón antes de que ésta lo abandonara para siempre.
—¿Y mi hijo? —preguntó de repente—. ¿Cómo está mi hijo?
Hor se puso ambas manos sobre la cabeza, como hacían las plañideras cuando se mesaban los cabellos o se tiraban arena como muestra de su dolor.
—No conozco los detalles —dijo con suavidad, a la vez que trataba de tranquilizar al joven—, pero la muerte de la princesa sobrevino debido a un problema en su embarazo. Sobre el niño poco te puedo decir, mas sea lo que fuere lo que ocurrió, ambos murieron. Escucha —continuó Hor—, al parecer el faraón está consternado por tal pérdida. El dios sentía un gran cariño por la princesa, y su muerte y la de su nieto han supuesto para él un golpe tan duro como si hubiera sido vencido en cien batallas. Dicen que al conocer la noticia apretó sus puños para dominar la ira. Me temo que ya no cuentes con su confianza.