Sin embargo, los conflictos y rebeliones llegaron a ser constantes, sobre todo durante la guerra de liberación contra los hicsos, pues éstos y los kushitas estuvieron política y estratégicamente relacionados. Con el advenimiento de la XVIII dinastía, la situación se hizo del todo inestable, y ni Ahmosis I ni Amenhotep I avanzaron más allá de la isla Sai. Fue Tutmosis I quien se hizo con el control de toda la región hasta la tercera catarata, erigiendo una fortaleza en la localidad de Tombos y adentrándose en el país de Kush hasta Kurgus, un lugar situado entre la cuarta y la quinta catarata, donde levantó una estela conmemorativa tal y como había hecho en el Éufrates. Más allá se extendía el desierto de Bayuda y el misterioso reino de Irem. Nunca un faraón había llegado tan lejos, y el viejo Tutmosis se sintió satisfecho por ello.
No obstante, las rebeliones continuaron produciéndose como de costumbre, y su sucesor en el trono de Egipto, Tutmosis II, se esforzó en pacificar la zona, eligiendo jefes locales de entre los altos estratos de la sociedad indígena. Él los puso al frente de los cinco principados en los que se hallaba dividida la Alta Nubia, pero los disturbios no finalizaron.
Fue durante el reinado de Hatshepsut cuando Egipto pudo tomar el control definitivo del territorio. Esta reina acabó con los constantes ataques que se producían contra las guarniciones egipcias en la zona de la tercera catarata, y en el año veinte de su reinado su sobrino, el futuro Tutmosis III, aplastó la rebelión y extendió el poder de Kemet hasta la cuarta catarata. Hatshepsut llegó a recibir tributos del lejano Irem, y alcanzó el mítico país de Opone, en el este, donde entabló relaciones comerciales.
Con la llegada al poder de Tutmosis III, el país de Kush se doblegó ante él, igual que ocurriría con los pueblos de Levante. Por primera vez las dos provincias rindieron sus tributos, y el faraón estableció la ciudad de Napata, cerca de la cuarta catarata, como su centro estratégico más meridional.
A pesar de lo inhóspito del territorio, Kush poseía enormes riquezas, pues en ella abundaba el oro, un mineral que Egipto necesitaba más que nunca y que se había convertido en un elemento fundamental para el desarrollo de la política que el faraón mantenía en Siria. De este modo, Nubia se había transformado en un territorio de gran valor estratégico para Egipto. Desde los tiempos de Ahmosis I, el primer faraón de la XVIII dinastía, se decidió convertir la región en un virreinato. El cargo de virrey llegó a ser de tal importancia que a menudo se referían a él como «hijo del faraón», y con el tiempo su poder se extendió desde la ciudad de Nekhen, en el Alto Egipto, hasta Napata. Una región inmensa en la que se establecieron dos capitales: Faras, para la provincia de Uauat, y Soleb en la de Kush.
En el tercer año de su reinado como único dios de Egipto, Menjeperre había nombrado a Neni para tan alto puesto. Este funcionario se había dedicado a consolidar las posiciones de Kemet en la zona, y a garantizar el flujo de oro y otros minerales hacia el país de las Dos Tierras. El valioso metal entraba a raudales en Egipto, y el clero de Amón y la casa real fueron, como de costumbre, los más favorecidos por ello. Pero además, el virrey controlaba todas las rutas de las caravanas que se dirigían al norte cargadas de valiosas mercaderías como el ébano, el marfil, o el incienso.
Para un mejor rendimiento de sus posesiones, Neni había fomentado una política de egipcianización con las principales familias nubias, tendiendo lazos de amistad con la aristocracia que antaño habitara en la ciudad de Kerma. Quiso que la población asimilara en lo posible las costumbres de Kemet, y posibilitó el que cualquier individuo pudiera servir en la Administración, en el servicio religioso y en el ejército, aunque los soldados nubios ya llevaran muchos siglos formando parte de las tropas del faraón.
En todas las ciudades se levantaron templos a los dioses para implorar su favor, y Kush se convirtió en un territorio próspero que regalaba su abundancia al señor de la Tierra Negra.
Para garantizar el buen orden en la zona, el virrey tenía bajo sus órdenes a un comandante del batallón de Kush, título con el que era conocido el oficial al mando de las tropas allí destinadas. Éstas no eran muy numerosas, y formaban parte de pequeñas guarniciones repartidas por todo el territorio que solían cumplir funciones de vigilancia.
Allí había pocas posibilidades de distinguirse, y cuando el
hary pedet
, el oficial superior al mando de la fortaleza de Buhen, vio llegar a Sejemjet, no supo si reír o compadecerse de él. Un soldado como aquél desentonaba tanto en Kush como él mismo encargándose de los sagrados misterios del templo de Amón. El portaestandarte debía de haber cometido una falta muy grave para que lo hubieran enviado a semejante lugar, pues su fama era bien conocida, incluso allí. El mismo dios lo había condecorado en dos ocasiones y, según decían, el legendario general Djehuty lo quería como a un hijo. Algo tenía que haber ocurrido, sin duda, aunque fuera lo que fuese tampoco era asunto suyo. En Buhen se vivía y se dejaba vivir.
Para el
hary pedet,
lo verdaderamente importante era garantizar la explotación de los recursos auríferos, y que las caravanas transitaran por el territorio sin ser molestadas. Claro que esto último no dejaba de causar pocos quebraderos de cabeza, pues los bandidos abundaban en las rutas comerciales, y solían perpetrar ataques con frecuencia.
Sin embargo, para un oficial de su rango aquel destino no estaba mal del todo. La gloria de las armas se encontraba en Retenu, de eso no había ninguna duda, pero Kush ofrecía otro tipo de posibilidades que no eran desdeñables. Por allí pasaban las más ricas mercancías, y se pagaban los impuestos de aduana pertinentes. Un hombre de su talante, tan dado a hacer favores cuando la ocasión así lo requería, siempre recibía buenos regalos, que él aceptaba como muestra de agradecimiento, aunque se cuidara mucho de cometer irregularidades que pudieran complicarle la vida. Los tributos debían llegar al virrey de la manera adecuada, y él hacía público hincapié para que así fuese. Neni era especialmente puntilloso en aquel aspecto, y el oficial deseaba retirarse para pasar una plácida vejez en Coptos, su ciudad natal.
—Satis, la diosa guardiana de la frontera meridional, nos abandona a nuestra suerte. Aquí no llegan sus influjos. Si acaso su hija Anukis nos sea más propicia, aunque sea tenida como señora de los nubios. Elefantina, el lugar donde moran, queda lejos de aquí, mas espero que ello no te incomode —le había dicho a Sejemjet.
Éste permaneció en silencio, como acostumbraba, y le dirigió a su superior una de aquellas inquietantes miradas que le eran propias. Ante su mutismo, el
hary pedet
se animó a continuar.
—Claro que puede que estas diosas no signifiquen mucho para ti, pero son las que más cerca nos quedan. Los templos que se han erigido en los últimos siglos no dejan de ser santuarios para unos dioses que nacieron ajenos a esta tierra. Aquí en Buhen hay uno dedicado a Min y otro a Horus, lo cual me parece una buena forma de hacer comprender a los nativos que el poder de Kemet permanecerá en Kush incólume.
Comoquiera que Sejemjet continuara callado, el
hary pedet
lo observó con más detenimiento, reparando en las innumerables cicatrices que cubrían su cuerpo.
—Si es a Montu a quien adoras, aquí no hallarás una manera digna de hacerle ofrendas, aunque puede que con Set tengas mayor fortuna. No se me ocurre una región mejor que ésta para rendirle pleitesía. —La sentencia le hizo soltar una carcajada, y al ver la espada
jepesh
que colgaba del cinto del soldado, continuó divertido—. En Kush no tendrás muchas oportunidades para utilizarla.
—Bueno, eso ya lo veremos —contestó Sejemjet, mirándole fijamente.
El oficial sintió un súbito escalofrío, y su sonrisa desapareció como por ensalmo. Con voz grave dio por terminado el encuentro y despachó al
tay srit
con un ademán de la mano. Aquel tipo podía llegar a ser un problema, así que se dijo que lo mejor sería mantenerlo alejado de allí. En Buhen no precisaban de ningún valiente del rey.
A Sejemjet aquel territorio le ayudó a que su pasado se transformara en humo. Como ocurría con el horizonte del inmenso desierto, sus recuerdos se difuminaban día a día entre la pena y la impotencia del que nada puede hacer. Era un estado de abandono paulatino que lo devoraba poco a poco, como si fuera la peor de las alimañas, al cual no tenía ningún deseo de resistirse. Se imaginó a uno de aquellos
ka
errantes que no habían sido capaces de reconocer su cuerpo momificado y que vagarían por toda la eternidad sin alcanzar el Más Allá. Era un símil que se adaptaba a sus circunstancias, aunque en su opinión prefiriera permanecer errabundo hasta el final de los tiempos a aquel tormento que martirizaba su alma.
Antes de abandonar Tebas se había despedido de sus amigos con la sensación de que ellos también quedaban atrás, como todo lo demás. Hor se había hecho cargo de su situación y le había rogado que no desesperara, que los dioses de los que abominaba le harían justicia algún día y podría encontrar la paz que tanto ansiaba.
Senu se había mostrado más emotivo, pues era de lágrima fácil, y al enterarse de la noticia se había agarrado a sus piernas para gemir desconsoladamente.
—Te acompañaré al mismísimo Amenti si es necesario —mascullaba entre sollozos—. No te abandonaré en esta hora.
Sejemjet le acarició la cabecita, y tuvo que hacer esfuerzos para que no se le saltaran las lágrimas. A Senu lo habían licenciado, y el dios se había mostrado generoso con él después de tantos años de buen servicio. Como era habitual en tales casos, le habían ofrecido una tierra en la cercana colonia de Madu, próxima a la que poseían los padres de Mini.
—Ya es hora de que te establezcas. Te convertirás en agricultor. No se me ocurre nada más digno que cuidar la tierra en la que vivimos —le dijo el guerrero.
—No sé nada de labranza, lo único que he aprendido en mi vida es a cortar cuellos y sacar dientes, y a ser proclive a todo tipo de vicios —le contestó el hombrecillo, secándose los ojos con el dorso de la mano.
—Al fin te establecerás y podrás cambiar de vida —le había animado Sejemjet—. Tomarás esposa y tendrás hijos.
Senu lo miró con los ojos muy abiertos, como si se tratara de una aparición divina a punto de desaparecer para siempre.
—¡Déjame ir contigo! —le había suplicado—. En Kush necesitarás al alguien que te ayude a poner orden entre aquella chusma. Tengo entendido que las rutas comerciales que atraviesan sus desiertos están plagadas de ladrones de la peor especie, y yo soy un hombre de los oasis, acostumbrado al desierto y a sus gentes.
—Este camino he de recorrerlo yo solo —le dijo Sejemjet, dándole unas palmaditas cariñosas—. Pórtate bien y sé juicioso, aunque sea por una vez.
De este modo se había despedido de Senu, y al pensar en ello Sejemjet no podía dejar de emocionarse, ya que al volver la cabeza desde la barcaza que lo transportaba río arriba pudo divisar, en la lejanía, la pequeña figura que lo saludaba agitando sus brazos. Senu, un tipo singular, al que a la postre los dioses habían favorecido, y al que siempre llevaría en su corazón.
A veces, cuando se sentaba en los lindes del desierto para ver atardecer, el espectacular juego de luces que se creaba en el horizonte le hacía evocar los tiempos pretéritos que habían compartido, quizá como parte del ensueño, o simplemente como si sólo se hubiera tratado de un espejismo.
Y así pasaron los años.
Sejemjet recorrió Nubia de un extremo al otro, y pronto su nombre fue bien conocido. Semneh, Soleb, Sesebi, Tombos, Kerma, la antigua capital del reino kushita, la emergente Napata... Al frente de patrullas estratégicamente dispuestas, Sejemjet marchaba por las fronteras que Egipto había establecido para asegurar el control de un territorio enorme. Muchas de ellas quedaban delimitadas por la propia orografía, vastos desiertos deshabitados, o la dificultad que presentaba el Nilo para ser navegado en determinadas zonas.
A no mucho tardar, los pueblos nómadas que se dedicaban al pastoreo y que solían producir revueltas y levantamientos en las áreas limítrofes se atemorizaron con sólo escuchar su nombre. El Jepeshy, apodo con el que ya era conocido Sejemjet en aquellas tierras, era sinónimo de terror absoluto y, según aseguraban algunos, las madres de aquellas gentes amenazaban a sus pequeños con aquel nombre si no se portaban bien. Los lugares donde se producían las escaramuzas eran fáciles de encontrar, ya que quedaban poblados de cadáveres. Sejemjet no se molestaba en cortar las manos de los vencidos. Él ya no tenía ningún interés por las recompensas, y menos aún por el reconocimiento. Simplemente, la piedad lo había abandonado y no había el menor atisbo de ella en su alma. Los hombres no significaban nada para él, y su propia vida tampoco. Estaba en un conflicto permanente con cuanto lo rodeaba, y eso a todos llenaba de temor.
Allá adonde fuera enviado, las gentes procuraban evitarlo y sus propios soldados se cuidaban de mirarlo a los ojos, pues sabían de su cólera.
Al virrey, semejante fama le parecía un regalo de los dioses. Bastaba la mera presencia de aquel energúmeno en cualquier yacimiento aurífero en el que se estuviera trabajando para que la explotación aumentara como por obra de algún
heka.
En la región próxima a la tercera catarata, en la que los depósitos de oro del río eran considerables y que había sido fuente de conflictos desde tiempos ancestrales, se sacaron ingentes cantidades de este preciado metal; y en las minas orientales del Wadi-el-Allaqui y el-Gabgaba, en la provincia de Uauat, se llegó a extraer veinte veces más oro que en todo Kush. El dios estaba encantado con los resultados, y él mismo hacía ofrendas de agradecimiento a diario a Amón, del que era devoto, y con cuyo clero mantenía magníficas relaciones. Éste se hallaba exultante por el beneficio que le reportaba aquel oro divino, y en pocos años se edificaron templos dedicados al Oculto por todo el territorio. Kush se egipcianizaba con templos y mitos.
Desde hacía tiempo, en Karnak, los dioses Min y Amón estaban íntimamente ligados. Min siempre había estado asociado al desierto y a las riquezas del suelo, por ello, al existir una fusión entre ambas deidades, Amón se convirtió en el señor de Nubia, y sus sacerdotes se establecieron en las principales ciudades de aquella región. De esta forma, el país de Kush no sólo adoptó los designios políticos de Egipto, sino también los religiosos.