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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (24 page)

BOOK: El gran robo del tren
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Por supuesto, ese tipo de delito existía entonces, y hubo ejemplos flagrantes de estafa, falsificación, asientos contables falsos, manipulación de bonos y otras prácticas ilegales, reveladas a mediados del siglo. En 1850 un empleado de cierta compañía de seguros, un hombre llamado Walter Watts, fue descubierto después de haber desfalcado más de 70.000 libras esterlinas, y se cometieron varios delitos mucho más graves: Leopold Redpath falsificó valores de la Gran Compañía Ferroviaria del Norte por 150.000 libras esterlinas, y Beaumont Smith falsificó bonos del Tesoro por 350.000 libras esterlinas, para no citar más que dos ejemplos.

Entonces, como ahora, el delito de cuello blanco representaba las sumas más elevadas, tenía menos probabilidades de ser descubierto, y se castigaba con mayor lenidad cuando se detenía a los malhechores. Pero de todos modos la lista de delincuentes preparada por Mayhew ignora por completo este sector del delito. Pues Mayhew, lo mismo que la mayoría de sus contemporáneos, creía fielmente que el crimen era producto de «las clases peligrosas», y que el comportamiento delictivo se originaba en la pobreza, la injusticia, la opresión y la falta de educación. Era casi cuestión de definición: la persona que no pertenecía a la clase criminal no podía cometer un delito. Las personas de mejor posición social se limitaban a «infringir la ley». Varios factores particulares de la actitud victoriana frente al delito cometido por miembros de la clase alta contribuían a esta creencia.

En primer lugar, en una sociedad que había ingresado recientemente en el capitalismo, con millares de nuevas empresas, aún no se habían afirmado claramente los principios de la contabilidad honesta, y se atribuía a los métodos contables más variabilidad que hoy. Sin ningún cargo de conciencia, un hombre podía traspasar la frontera que separaba el desfalco de la «práctica comercial desaprensiva».

Segundo, el moderno guardián de todos los países capitalistas occidentales, es decir el gobierno, no mostraba entonces ni mucho menos, una actitud tan alerta. Los ingresos personales inferiores a 150 libras anuales no se gravaban con impuestos, y la gran mayoría de los ciudadanos estaba por debajo de ese límite. Los que contribuían al erario salían bastante bien librados, juzgados de acuerdo con las normas modernas, y aunque la gente protestaba a propósito del costo del gobierno, aún no se insinuaba la frenética agitación del ciudadano moderno por organizar sus finanzas de modo que evitase todo lo posible los impuestos. (En 1870, los impuestos representaban el 9 por ciento del producto nacional bruto de Inglaterra; en 1961, representaron el 38 por ciento).

Además, los Victorianos de todas las clases aceptaban en sus mutuas relaciones actitudes de una rudeza tal que hoy nos parecería intolerable. Por ejemplo cuando Sir John Hall, el médico jefe del ejército de Crimea, quiso desembarazarse de Florence Nightingale, decidió matarla de hambre ordenando que se le suprimiera la ración alimenticia. Todos consideraban corrientes estas maniobras perversas; Miss Nightingale había previsto el caso, y llevaba consigo sus propias vituallas, e incluso Lytton Strachey, un hombre por cierto poco benévolo con los Victorianos, desecha el incidente considerándolo simplemente «un ardid».

Si esto era sólo un ardid, es fácil comprender por qué los observadores de la clase media se resistían a considerar «delitos» muchos tipos de fechorías; y cuanto más elevada era la posición acomodada de un individuo, más acentuada esta actitud renuente.

Un ejemplo propio es el caso de Sir John Alderston y su cajón de vino.

El capitán John Alderston fue ordenado caballero después de Waterloo, en 1815, y en los años siguientes se convirtió en Prospero londinense. Era uno de los propietarios del Ferrocarril Sureste, desde la creación de la línea, y tenía considerables intereses financieros en varias minas de carbón de Newcastle. De acuerdo con todas las versiones, era un caballero corpulento de hablar seco, que mantuvo un porte militar toda su vida, y profería órdenes tonantes de un modo que parecía cada vez más ridículo, a medida que su abdomen se dilataba con el correr de los años.

Ei único vicio de Alderston era la pasión por los juegos de cartas, adquirida durante su servicio militar, y su excentricidad más notable era que rehusaba jugar por dinero, y prefería apostar artículos y pertenencias personales en lugar de efectivo. Según parece, era su modo de considerar el juego de cartas como un pasatiempo de caballeros, y no un vicio. La historia de su cajón de vino, que ocupa un lugar tan destacado en el Gran Robo del Tren de 1855, no fue conocida antes de 1914, unos cuarenta años después de la muerte de Alderston. En ese momento, la familia encargó a un autor llamado William Shawn la preparación de una biografía oficial. El pasaje en cuestión dice así:

Sir John mostró siempre un sentido muy agudo del deber, y sólo una vez le creó esa cualidad dificultades de carácter personal. Un miembro de la familia recuerda que cierta noche volvió al hogar después de una partida, y que estaba sumamente agitado. Cuando se le preguntó la causa, contestó: «No puedo tolerarlo».

Nuevas preguntas permitieron aclarar que Sir John había estado jugando a las cartas con varios asociados, personas que también tenían participación en el ferrocarril. En el juego Sir John había perdido un cajón de Madeira, de doce años de viejo, y se resistía profundamente a perder el vino. Pero había prometido depositar el cajón en el tren a Folkestone, para que fuese entregado al ganador, que residía en esa ciudad costera, donde supervisaba la operación del ferrocarril en su terminal más lejana.

Sir John rabió y protestó tres días, condenando al caballero que había ganado, y expresando en voz alta su sospecha de que el hombre le había hecho trampa, y a medida que pasaban los días, más se convencía de la doblez del hombre, aunque no tenía prueba alguna en favor de esa creencia.

Finalmente, ordenó a su criado que despachase el cajón de vino en el tren, depositándolo en el furgón de equipajes con muchas ceremonias y gran número de formularios; en efecto el vino estaba asegurado contra pérdida o rotura durante el viaje.

Cuando el tren llegó a Folkestone, se descubrió que el cajón estaba vacío, y se presumió que habían robado el precioso licor. El hecho suscitó no poca conmoción en los empleados ferroviarios. El guarda del furgón fue despedido, y se modificaron los procedimientos. Sir John pagó al empleado con los fondos del seguro.

Muchos años después, confesó a su familia que había cargado en el tren un cajón vacío, pues según dijo no podía soportar la pérdida de su precioso Madeira. Pero se sentía abrumado por la culpa, sobre todo en relación con el empleado despedido, a quien envió durante muchos años un estipendio anual anónimo, con lo cual en definitiva la suma pagada superó considerablemente el valor del vino.

Pero hasta el último minuto no sintió ningún remordimiento por su acreedor, cierto John Banks. Por lo contrario, en los últimos días de su existencia terrenal, cuando yacía en su lecho acometido por el delirio y la fiebre, se le oyó decir varias veces: «Ese maldito Banks no es un caballero, y que me cuelguen si le doy mi Madeira, ¿me oyen?».

El señor Banks había muerto varios años antes. Afírmase que muchos de los colaboradores más estrechos de Sir John sospecharon que él había tenido algo que ver en la misteriosa desaparición del vino, pero nadie se atrevió a acusarlo. En cambio, se introdujeron ciertos cambios en los procedimientos de seguridad del ferrocarril (en parte a petición de la compañía de1 seguros). Y cuando poco después robaron del ferrocarril un cargamento de oro, todos olvidaron el asunto del cajón de vino de Sir John, excepto el propio interesado, pues su conciencia le atormentó hasta el último minuto. Tal era la fuerza del carácter de este gran hombre.

Capítulo
39
ALGUNAS DIFICULTADES DE ÚLTIMA HORA

En la noche del 21 de mayo, pocas horas antes del robo, Pierce cenó con su amante Miriam en la casa de Mayfair.

Poco antes de las nueve y media de la noche, la cena fue interrumpida por la repentina llegada de Agar, que parecía muy nervioso. Entró bruscamente en el comedor, sin disculparse por la súbita irrupción.

—¿Qué pasa? —preguntó Pierce serenamente.

—Burgess —dijo Agar, sin aliento—. Burgess: Está abajo.

Pierce frunció el ceño.

—¿Le ha traído
aquí
?

—Era necesario —dijo Agar—. Espere a saber lo que ha ocurrido.

Pierce se apartó de la mesa y bajó al salón. Burgess estaba de pie, estrujando incesantemente su gorra azul. Parecía tan nervioso como Agar.

—¿Qué pasa? —preguntó Pierce.

—La compañía —dijo Burgess—. Lo han cambiado todo, y justo hoy… lo han cambiado todo.

—¿Qué han cambiado? —dijo Pierce.

Burgess habló desordenadamente:

—Me enteré esta mañana, fui a trabajar como siempre a las siete en punto, y en el furgón había un cerrajero, martillando y golpeando. Y también un herrero, y algunos caballeros los miraban trabajar. Y entonces descubro que lo estaban cambiando todo, precisamente hoy, absolutamente todo. Quiero decir, el sistema del furgón, la forma de trabajo, todo cambiado, y yo no sabía…

—¿En qué consisten, exactamente, los cambios? —preguntó Pierce.

Burgess tomó aliento.

—El sistema —dijo—. El modo de hacer las cosas, todo es distinto.

Pierce frunció el ceño, impaciente.

—Dígame qué ha cambiado —dijo.

Burgess apretó la gorra, hasta que los nudillos palidecieron.

—Primero, tienen un nuevo guardia, ha empezado hoy… un individuo nuevo, joven.

—¿Viaja con usted en el furgón?

—No, señor —dijo Burgess—. Trabaja solamente en la plataforma de la estación. Vigila la estación, sí.

Pierce dirigió una mirada a Agar. Poco importaba que hubiese más guardias en la plataforma. Para el caso podían destacar un regimiento, si así lo deseaban.

—¿Y qué? —dijo.

—Bueno, está la nueva norma, ¿comprende?

—¿Qué norma?

—Solamente yo puedo viajar en el furgón —explicó Burgess—. Es la nueva regla, y ese tipo nuevo la hace cumplir.

—Comprendo —dijo Pierce—. Ese era un cambio importante.

—Hay más —dijo Agar con aire sombrío.

—¿Sí?

Burgess asintió.

—Han puesto una cerradura nueva en la puerta del furgón. Por fuera. Ahora, cierran en la terminal, y abren en Folkestone.


Maldición
—exclamó Pierce. Comenzó a pasearse por la habitación—. ¿Y en las restantes paradas? El tren se detiene en Redhill, y en…

—Han cambiado eso —informó Burgess—. El furgón no se abre hasta Folkestone.

Pierce continuó caminando.

—¿Por qué han modificado la rutina?

—Por lo que ocurrió en el rápido de la tarde —explicó Burgess—. Hay dos rápidos, uno por la mañana y otro por la tarde. Parece que la semana pasada robaron en el tren de la tarde. Robaron un objeto valioso a un caballero… Un vino raro, oí decir. Bueno, reclamó a la compañía. Despidieron al guarda, y se armó un escándalo. El jefe de estación en persona me llamó esta mañana, y me echó un discurso, advirtiéndome de esto y aquello. Por poco me manda detener. Y el tipo nuevo de la plataforma es el sobrino del jefe de estación. Es quien cierra el candado en la estación central, antes de la salida.

—Vinos raros —dijo Pierce—. Dios santo,
vinos raros
. ¿Podemos poner a Agar en un baúl?

Burgess meneó la cabeza.

—No, si hacen lo mismo que hoy. Este sobrino, se llama McPherson, es escocés, y pone toda el alma en el trabajo. Seguramente necesita el empleo, este McPherson obliga a los pasajeros a abrir los baúles o los bultos que pueden contener a un hombre. Yo diría que ha causado bastante desorden. Un tipo voluntarioso. Sabe, es nuevo en el trabajo, y quiere hacer méritos, de modo que así están las cosas.

—¿Podemos distraerle e introducir a Agar mientras no mira?

—¿Mientras no mira? Nunca deja de mirar. Parece una rata hambrienta frente a un pedazo de queso, mira a todas partes. Y cuando ya han cargado todo el equipaje, sube al furgón, y mete la nariz en todos los rincones, no sea que haya alguien escondido. Después sale, y cierra el candado.

Pierce extrajo su reloj del bolsillo del chaleco. Eran las diez de la noche. Tenían diez horas antes de que el tren a Folkestone partiese, a la mañana siguiente. Pierce podía imaginar una docena de modos astutos de introducir a Agar bajo las narices de un escocés alerta, pero nada que pudiese arreglarse en seguida.

Agar, cuyo rostro era la imagen misma de la desesperanza, seguramente pensaba lo mismo.

—Bueno, ¿lo dejamos para el mes próximo?

—No —dijo Pierce. Pasó inmediatamente al problema siguiente—. Veamos ese candado que han instalado en la puerta del furgón… ¿puede manipularse desde adentro?

Burgess meneó la cabeza.

—El candado asegura un cerrojo que cae sobre una traba, por fuera.

Pierce continuaba paseándose.

—¿Podría abrirse es una de las paradas —por ejemplo, Redhill— y cerrarlo de nuevo en Tonbridge, unas estaciones más lejos?

—Es un riesgo —dijo Burgess—. Es un candado grande, como un puño, y podrían verlo.

Pierce continuó paseándose. Durante largo rato el ruido de sus pasos sobre la alfombra y el tic tac del reloj en la chimenea fueron los únicos sonidos en la habitación. Agar y Burgess lo miraban. Finalmente, Pierce dijo:

—Si la puerta del furgón está clausurada, ¿cómo puede renovarse el aire?

Un poco confuso, Burgess dijo:

—Oh, hay suficiente aire. El furgón está mal construido, y cuando el tren toma velocidad, el viento silba por las grietas y las junturas, hasta que me zumban los oídos.

—Quiero decir —insistió Pierce—, ¿hay algún aparato de ventilación en el furgón?

—Bueno, están los ventanillos del techo…

—¿Qué son? —preguntó Pierce.

—¿Los ventanillos? Pues ventanillos… bueno, a decir verdad, no son ventanillos auténticos, porque no tienen goznes. Muchas veces quisiera que fuesen ventanillos auténticos, quiero decir que tuviesen goznes, y más cuando llueve, se forma un charco frío adentro, le aseguro que…

—¿Qué es un ventanillo? —interrumpió Pierce—. El tiempo apremia.

—¿Un ventanillo? Una cosa parecida a una trampilla. Es una puerta con goznes en el techo, y dentro una barra para abrirla o cerrarla. A veces, los ventanillos —quiero decir, los verdaderos— se ponen por pares en cada vagón, mirando en direcciones contrarias. Así, uno está siempre contra el viento. En otros vagones, los dos ventanillos miran hacia el mismo lado, pero es una molestia en los cobertizos de depósito, sabe, porque significa que debe agregarse el vagón con los ventanillos hacia atrás, y…

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