—Bueno, Bill —dijo Harranby—, el asunto es grave.
—Lo sé, señor, lo sé perfectamente —dijo Bill.
—Cinco revólveres indican que se está organizando algo, y me propongo descubrir qué es.
—No gastaba muchas palabras, créame.
—No lo dudo —dijo Harranby con voz lenta. Extrajo del bolsillo una guinea de oro y la depositó sobre el escritorio, frente al hombre—. Trate de recordar —dijo.
—Terminaba el día, señor, con todo respeto, y yo no Prestaba mucha atención —dijo Bill, mirando intencionadamente la moneda de oro.
Harranby prefería morir antes que pagar más al individuo.
—De acuerdo con mi experiencia, una temporada en la noria mejora los recuerdos de mucha gente —dijo.
—Yo no he hecho nada malo —protestó Bill—. Soy honesto como el día, señor, y no le oculto nada. No tiene derecho a detenerme.
—Entonces, trate de recordar —dijo Harranby—, y pronto.
Bill se restregó las manos que descansaban sobre los muslos.
—Vino a la tienda a eso de las seis. Bien vestido, con buenos modales, pero hablaba como un flotador de Liverpool, y sabe romaní.
Harranby miró a Sharp, que estaba en un rincón. De cuando en cuando, incluso Harranby necesitaba que le ayudaran a traducir.
—Tenía el acento de los marineros de Liverpool, y hablaba el lenguaje de los delincuentes —dijo Sharp.
—Sí, señor, eso mismo —dijo Bill, asintiendo—. Seguro que pertenece a la familia. Quiere que le consiga cinco hierros, y yo le digo que cinco es un número notable, y entonces dice que los quiere pronto, y lo veo nervioso, y muy apurado, y muestra mucho dinero, que lo traía para pagar al contado.
—¿Y usted qué le dijo? —preguntó Harranby, los ojos fijos en Bill. Un confidente hábil como Chokee Bill a veces tendía a manipular a un bando en favor del otro, y Bill sabía mentir como un maestro.
—Yo le digo que cinco es un número notable, pero que si me da tiempo puedo. Y me pregunta cuánto tiempo. Y yo le digo que dos semanas. Se desanima un poco, pero luego dice que lo quiere antes. Yo digo ocho días. Insiste en que ocho días es mucho, y empieza a decir que de aquí a ocho días está en Greenwich, pero no termina de hablar, se contiene.
—Greenwich —dijo Harranby, frunciendo el ceño.
—Sí, señor, tenía Greenwich en la punta de la lengua, pero se corta y dice que es mucho. Y yo le pregunto, ¿de cuánto tiempo dispone? Y me contesta que siete días. Bueno, le digo que en siete días puedo. Y él pregunta, a qué hora. A mediodía, le contesto. Pero él dice que a mediodía es muy tarde. Cuando mucho a las diez.
—Siete días —dijo Harranby—. Es decir, el viernes próximo.
—No, señor. El jueves próximo. Siete días contando desde ayer.
—Continúe.
—Entonces, después de hablar un poco, le digo que tendrá las cosas el jueves a las diez. Y él contesta que de acuerdo, pero el hombre no es tonto, y me avisa que si juego sucio me costará caro.
—¿Y usted qué dijo, Bill? —inquirió Harranby.
—Le digo que puedo hacerlo, y doy palabra. Me entrega diez monedas de oro, y veo que son buenas, se marcha y dice que volverá el jueves próximo.
—¿Qué más? —preguntó Harranby.
—Eso es todo —dijo Bill.
Se hizo un prolongado silencio. Finalmente, Harranby habló:
—¿Qué piensa de esto, Bill?
—Sin duda, un golpe grande. Este hombre no es un raterito, conoce bien su negocio.
Harranby se pellizcó el lóbulo de la oreja, un antiguo hábito nervioso.
—¿Qué puede haber en Greenwich? ¿Qué pueden robar?
—Que me cuelguen si lo sé —dijo Chokee Bill.
—¿Ha oído algo? —dijo Harranby.
—Tengo la oreja pegada al suelo, pero juro que no he oído una palabra de Greenwich.
Harranby hizo una pausa.
—Hay otra guinea para usted si sabe algo.
Una expresión fugaz de sufrimiento se dibujó en el rostro de Chokee Bill.
—Ojalá pudiese ayudarle, señor, pero nada sé. Es la pura verdad, señor.
—Sin duda —dijo Harranby.
Esperó unos instantes más, y finalmente despidió al prestamista, que se apoderó de la guinea y salió.
Cuando Harranby quedó solo con Sharp, repitió:
—¿Qué hay en Greenwich?
—Maldito si lo sé —dijo Sharp—. ¿Usted también quiere una guinea de oro?
Sharp no contestó. Estaba acostumbrado a los malos modales de Harranby, y no tenía más remedio que soportarlos. Permaneció sentado en el rincón, y miró a su superior mientras éste encendía un cigarrillo y fumaba pensativo. En opinión de Sharp, los cigarrillos eran fruslerías tontas e insustanciales. Los había introducido el año anterior un comerciante de Londres, y los fumaban sobre todo los soldados que volvían de Crimea. Por su parte, Sharp prefería un buen cigarro, y nada menos.
—Veamos —dijo Harranby—. Comencemos por el principio. Sabemos que este sujeto Simms viene trabajando desde hace meses en algo, y podemos suponer que es un individuo astuto.
Sharp asintió.
—El culebra fue asesinado ayer. ¿Eso significa que saben les seguimos la pista?
—Tal vez.
—Tal vez, tal vez —dijo Harranby irritado—. Tal vez no es suficiente. Tenemos que decidir, y hacerlo de acuerdo con los principios de la lógica deductiva. Las conjeturas nada tienen que hacer en nuestro pensamiento. Atengámonos a los hechos del problema, y veamos adonde nos llevan. Bien, ¿qué más sabemos?
La pregunta era puramente retórica, y Sharp no dijo nada.
—Sabemos —dijo Harranby— que este sujeto Simms, después de varios meses de preparativos, de pronto se encuentra, en vísperas de su gran golpe, desesperadamente necesitado de cinco revólveres. Dispuso de varios meses para conseguirlos discretamente, uno por uno, sin llamar la atención. Pero aplaza el asunto para el último momento. ¿Por qué?
—¿Cree que nos tiende una trampa?
—Debemos considerar la posibilidad, por mucho que nos desagrade —dijo Harranby—. ¿La gente sabe que Bill es confidente?
—Tal vez.
—Malditos sean sus tal vez. ¿Se sabe o no?
—Seguramente hay sospechas.
—Ciertamente —dijo Harranby—. Y pese a todo, nuestro astuto señor Simms le elige para comprar sus cinco revólveres. Yo diría que esto huele a trampa —miró con expresión sombría el extremo encendido del cigarrillo—. Este señor Simms nos está despistando deliberadamente, y no debemos permitírselo.
—Creo que usted tiene razón —dijo Sharp, con la esperanza de que mejorara el humor de su jefe.
—Es indudable —dijo Harranby—. Nos está despistando.
Una prolongada pausa. Harranby tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Todo esto no me gusta. Nos estamos pasando de listos. Atribuimos demasiada inteligencia a este sujeto Simms. Debemos suponer que en realidad se propone dar el golpe en Greenwich. Pero, en nombre de Dios, ¿qué demonios puede robar en Greenwich?
Sharp meneó la cabeza. Greenwich era un puerto de mar, pero no había crecido tan velozmente como los puertos más importantes de Inglaterra. Se lo conocía sobre todo por su observatorio naval, que mantenía la hora estándar —la Hora Media de Greenwich— para uso de la navegación.
Harranby empezó a abrir los cajones de su escritorio, y a revolver papeles.
—¿Dónde está esa maldita cosa?
—¿Qué, señor?
—El horario, el horario —dijo Harramby—. Ah, aquí está —extrajo un folletito impreso—. Ferrocarril de Londres & Greenwich… jueves… Ah, los jueves sale un tren de la Terminal del Puente de Londres en dirección a Greenwich, a las once y quince de la mañana. Bien, ¿Qué sugiere eso?
Los ojos de Sharp brillaron súbitamente.
—Nuestro hombre quiere armas para las diez, porque necesita tiempo para llegar a la estación y abordar el tren.
—Exactamente —dijo Harranby—. El razonamiento lógico demuestra que, en efecto, piensa viajar a Greenwich el jueves. Y también sabemos que no puede ser después del jueves.
Sharp dijo:
—¿Y qué me dice de los revólveres? Cinco de una vez.
—Bien, veamos —dijo Harranby, comenzando a interesarse en el tema— mediante un proceso de deducción podemos llegar a la conclusión de que su necesidad de los revólveres era auténtica, y que si aplazó la compra para el último momento —en apariencia una actitud muy sospechosa— ello responde a cierta situación lógica. Podemos presumir varias. Quizá sus planes para obtener las armas apelando a otros medios se vieron frustrados. O bien considera tan peligrosa la compra de los revólveres —en lo cual no se equivoca; todos saben que pagamos bien la información acerca de los compradores de armas— que aplaza la operación hasta último momento. Pueden existir otras razones acerca de las cuales nada sabemos. Pero la razón exacta no importa. Lo que importa es que necesita esos revólveres para desarrollar esta actividad delictiva en Greenwich.
—Bravo —dijo Sharp, con gesto entusiasta.
Harranby le dirigió una mirada hostil.
—No sea estúpido —dijo—, apenas estamos mejor que al comienzo. Todavía no hemos resuelto el problema principal.
¿Qué se puede robar en Greenwich?
Sharp no dijo nada. Se miró los pies. Oyó el raspado de un fósforo cuando Harranby encendió otro cigarrillo.
—No todo está perdido —dijo Harranby—. Los principios de la lógica deductiva aún pueden ayudarnos. Por ejemplo, el delito es probablemente un robo. Si se ha planeado durante muchos meses, sin duda depende de una situación estable, la que puede preverse con meses de anticipación. No es un atraco casual y repentino.
Sharp continuó mirándose los pies.
—No, nada de eso —dijo Harranby—. No se trata de un hecho casual. Además, podemos deducir que tan prolongado planeamiento persigue una meta de cierta magnitud, un robo importante que aspira a un resultado poco usual. Además, sabemos que nuestro hombre está acostumbrado a viajar por mar, y por lo tanto podemos sospechar que su delito tiene algo que ver con el océano, o con ciertas actividades portuarias. Por consiguiente, podemos limitar nuestra indagación a los elementos existentes en la ciudad de Greenwich que concuerden con nuestra…
Sharp tosió.
Harranby le miró con el ceño fruncido.
—¿Tiene algo que decir?
—Señor, sólo estaba pensando —dijo Sharp— que si se trata de Greenwich, está fuera de nuestra jurisdicción. Quizá deberíamos telegrafiar a la policía local para prevenirla.
—Quizá, quizá. ¿Cuándo aprenderá a prescindir de esa palabra? Si tuviésemos que cablegrafiar a Greenwich, ¿qué le diríamos? ¿Eh? ¿Qué diríamos en nuestro cable?
—Sólo estaba pensando…
—Dios mío —dijo Harranby, poniéndose de pie—. ¡Por supuesto! ¡El cable!
—¿El cable?
—Sí, naturalmente, el cable. Ahora mismo el cable está en Greenwich.
—¿Se refiere al cable trasatlántico? —preguntó Sharp.
—En efecto —dijo Harranby, restregándose las manos—. Oh, encaja perfectamente. ¡Perfectamente!
Sharp no terminaba de entender. Por supuesto, sabía que el cable telegráfico trasatlántico proyectado estaba fabricándose en Greenwich; el proyecto venía ejecutándose desde hacía más de un año, y constituía uno de los esfuerzos tecnológicos contemporáneos más importantes. Ya se habían tendido cables submarinos en el canal de la Mancha, para enlazar Inglaterra con el Continente. Pero eso era nada comparado con las dos mil quinientas millas de cable que estaban construyendo para unir Inglaterra con Nueva York.
—Pero seguramente —dijo Sharp— no tiene sentido robar un cable…
—El cable no —dijo Harranby—.
La nómina de sueldos de la empresa.
¿Quiénes son? Glass, Elliot & Company, o algo por el estilo. Un proyecto enorme, y la nómina debe concordar con la magnitud de la operación. Ese es el objetivo de nuestro hombre. Y si está tan apremiado por salir el jueves, es porque desea estar allí el viernes…
—¡El día de pago! —exclamó Sharp.
—Exactamente —dijo Harranby—. Completamente lógico Ahí tiene usted el proceso de deducción llevado a su conclusión más cabal.
—Le felicito —dijo Sharp cautelosamente.
—Una pequeñez —dijo Harranby. Todavía estaba muy excitado, y juntó las manos en un fuerte apretón—. Oh, nuestro amigo Simms es un hombre audaz. Robar la nómina de pagos del cable… ¡Qué golpe audaz! y le cogeremos con las manos en la masa. Vamos, señor Sharp. Debemos viajar a Greenwich, para estudiar la situación sobre el terreno.
—¿Y entonces? —preguntó Pierce.
Miriam se encogió de hombros. Subieron al tren.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro.
—¿Y abordaron el tren de Greenwich?
Miriam asintió.
—Iban con mucha prisa. El jefe era un sujeto corpulento de bigotes, y su subordinado tenía la cara completamente afeitada. Había otros dos, de uniforme azul.
Pierce sonrió.
—Harranby —dijo—. Debe sentirse muy orgulloso de sí mismo. Qué hombre tan sagaz —se volvió hacia Agar—. ¿Y usted?
—El gordo Lewis estuvo en la taberna Armas de la Regencia preguntando por un golpe en Greenwich. Dice que quiere participar.
—¿De modo que la noticia circula? —dijo Pierce.
Agar asintió.
—Se lo han tragado —dijo.
—¿Quién digo que está en el ajo?
—Por ejemplo, Primavera Jack.
—¿Y si los miltonianos le encuentran? —dijo Agar.
—Lo dudo —dijo Pierce.
—Está escondido, ¿no?
—Eso creo.
—Entonces, lo menciono.
—Que el gordo Lewis pague —dijo Pierce—. Esta información es valiosa.
Agar sonrió.
—Le prometo que le saldrá cara.
Agar se marchó, y Pierce quedó solo con Miriam.
—Felicitaciones —dijo la joven, sonriendo—. Ahora nada puede salir mal.
Pierce se sentó.
—Siempre hay algo que puede salir mal —dijo, pero también sonreía.
—¿En cuatro días? —preguntó Miriam.
—Incluso en una hora.
Tiempo después, en su testimonio ante el tribunal, Pierce reconoció que se había sorprendido porque sus palabras en verdad fueron proféticas; en efecto, se suscitaron dificultades enormes… y respondieron a las causas más inverosímiles.
Henry Mayhew, el gran observador, reformador y clasificador de la sociedad victoriana, enumeró cierta vez los distintos tipos de delincuentes ingleses. La lista incluía cinco categorías principales, veinte subcategorías, y más de cien epígrafes distintos. Desde el punto de vista del hombre moderno, llama la atención que en la lista no se mencione lo que ahora denominamos el «delito de cuello blanco».