La combinación de gran número de personas y de entretenimientos, naturalmente, también era muy beneficiosa para los carteristas, los descuideros y las rateras, y en efecto esa noche la policía destacada en el asilo tuvo mucho trabajo. En el transcurso de la velada los agentes de la Fuerza Metropolitana detuvieron por lo menos a trece «vagabundos y delincuentes de poca monta», entre ellos a una mujer acusada de robar a un caballero embriagado. La detención fue hecha por cierto agente Johnson, y por su carácter típico las circunstancias justifican una explicación.
Los elementos principales del caso son suficientemente daros. El agente Johnson, un hombre de veintitrés años, estaba recorriendo los terrenos del asilo y de pronto, a la luz de los fuegos artificiales que estallaban en el aire, vio a una mujer inclinada sobre el cuerpo tendido de un hombre. Temiendo que el caballero pudiera estar enfermo, el agente Johnson se acercó para ofrecer auxilio; pero apenas se acercó la joven inició la fuga. El agente Johnson la persiguió, y la detuvo pocos metros más lejos, cuando ella tropezó con su propia falda y cayó al suelo.
Cuando la tuvo cerca vio que era «una mujer de aspecto lujurioso y comportamiento lascivo», y comprendió enseguida el verdadero carácter de las atenciones que estaba dispensando al caballero —a saber, estaba robándolo aprovechando su estado de embriaguez, y pertenecía a la categoría más degradada de delincuentes, «los ladrones de borrachos». El agente Johnson se apresuró a arrestarla.
La descarada moza puso los brazos en jarras y le miró con ojos brillantes de desafío.
—No tengo nada encima —declaró; y no cabe duda de que sus palabras obligaron a reflexionar al agente Johnson. Afrontaba un grave dilema.
De acuerdo con el concepto Victoriano, el hombre debía tratar a todas las mujeres —aún a las de categoría social más baja— con prudencia y moderación, en vista de la delicadeza de su naturaleza femenina. De acuerdo con un manual contemporáneo de conducta policial, esta naturaleza, «con sus resortes emocionales sagrados, su ennoblecedora fecundidad maternal, su exquisita sensibilidad y su profunda fragilidad —es decir, todas las cualidades que configuran la
esencia misma del carácter femenino
, deriva de los principios biológicos o fisiológicos que determinan las diferencias entre los sexos masculino y femenino. Por lo tanto, debe entenderse que la
esencia del carácter femenino
reside en cada miembro de dicho sexo, y debe ser respetado debidamente por un oficial, incluso si en ciertas personas vulgares parece que falta dicho carácter femenino».
La creencia en una personalidad determinada biológicamente era aceptada hasta cierto punto por casi todos los miembros de los distintos niveles de la sociedad victoriana, sin que inquietase la existencia de toda suerte de incongruencias. Por ejemplo, el hombre de negocios se dirigía a su trabajo todos los días, dejando a la esposa «irrazonable» la tarea de administrar un hogar enorme —es decir, una tarea que implicaba una actividad de formidables proporciones—; sin embargo, el marido nunca consideraba desde este punto de vista las actividades de la esposa.
De todos los absurdos del código, el que provocaba mayores dificultades era el aprieto en que se veía el policía. La fragilidad intrínseca de la mujer suscitaba obvias dificultades cuando llegaba el momento de tratar a las mujeres delincuentes. Y los criminales no dejaban de aprovechar la situación, y utilizaban cómplices del sexo femenino precisamente porque la policía evitaba arrestarlas.
El agente Johnson, enfrentado a esta descarada joven en la noche del 5 de noviembre, tenía perfecta conciencia de su propia situación. La mujer afirmaba que no llevaba encima ningún objeto robado, y si tal cosa era cierta, jamás la condenarían, pese al testimonio del propio Johnson en el sentido de que la había encontrado robando a un ebrio. Si no le hallaba entre las ropas un reloj de bolsillo u otro elemento irrefutablemente masculino, la chica saldría libre.
Tampoco podía registrarla; la idea misma de que podía tocar el cuerpo de la mujer le parecía inconcebible al propio Johnson. Sólo le quedaba el recurso de escoltarla hasta la prevención, donde se haría llamar a una matrona; y ésta realizaría el cacheo. Pero ya era tarde; era necesario despertar a la matrona, y el local de la policía estaba a varias manzanas. Mientras recorrían las manzanas oscuras, la pequeña ramera tendría sobradas oportunidades de deshacerse de las pruebas.
Además, si el agente Johnson la arrestaba, llamaba a la matrona, movilizaba a todo el mundo, y luego se descubría que la joven no tenía nada, él mismo haría el papel de tonto y recibiría una agria reprimenda. Lo sabía; y también lo sabía la muchacha que tenía frente a él en actitud de insolente desafío.
En general, era una situación que no justificaba el riesgo o la molestia, y al agente Johnson le hubiera gustado despacharla con una represión. Pero últimamente sus superiores habían advertido a Johnson que su número de arrestos dejaba algo que desear; se le había dicho que pusiese más atención en la lucha contra los malhechores. Y se había dejado entrever con bastante claridad que su empleo pendía de un hilo.
En definitiva, el agente Johnson decidió, a la luz intermitente de los fuegos artificiales que estallaban en el aire, que llevaría a la ratera para someterla a un atento registro ante el franco asombro de la muchacha, y a pesar de la propia y considerable renuencia del propio Johnson.
El sargento de guardia Dalby estaba de mal humor, pues le obligaban a trabajar la noche de un día festivo, y le Molestaba perderse la fiesta que se celebraba en distintos lugares de la ciudad.
Miró irritado a Johnson y a la mujer. Esta dijo llamarse Alice Nelson, y afirmó que tenía «dieciocho años, o algo así». Dalby suspiró y se frotó el rostro soñoliento mientras rellenaba el impreso. Envió a Johnson a buscar a la matrona. Ordenó a la chica que se sentará en un rincón. La comisaría estaba desierta, y sólo se oían los estallidos y silbidos lejanos de los fuegos artificiales.
Dalby tenía un frasco de licor en el bolsillo, y bien entrada la noche solía tomar unos tragos si no había nadie alrededor. Pero ahora estaba ahí esa pequeña perdida, y delincuente o no, lo cierto era que le impedía beber su trago; la idea lo irritó, y frunció el ceño, sintiéndose frustrado. Cuando algo le impedía beber, lo deseaba mucho más; o por lo menos eso le parecía.
Después de un rato, la chica rompió el silencio.
—Si usted cree que tengo mucha ropa bajo la falda, véalo usted mismo, y ahora.
El tono era lascivo, la invitación inequívoca; y para que no quedase la más mínima duda, comenzó a rascarse las piernas a través de la falda, adoptando al mismo tiempo una expresión sensual.
—Si busca un poco, seguro que encuentra —agregó.
Dalby suspiró.
La chica continuó rascándose.
—Puedo gustarle —dijo—, puede estar seguro, como que Dios es mi testigo.
—Y también que cogeré una infección —dijo Dalby—. Conozco a las de tu clase, querida.
—Vamos, vamos —protestó la chica, pasando bruscamente de la invitación a la expresión ofendida—. No tiene derecho a hablarme así. No tengo infección, nunca la he tenido.
—Sí, sí, sí —dijo Dalby con voz fatigada, volviendo a pensar en su fracaso—. Nunca estáis enfermas, nunca.
La chica volvió a guardar silencio. Dejó de rascarse y poco después se enderezó en el asiento, adoptando una postura más o menos correcta.
—Hagamos un trato —dijo—, y yo le aseguro que le convendrá.
—Querida, no hay trato contigo —dijo Dalby, casi sin prestar atención.
Conocía la aburrida rutina, porque se repetía todas las noches en la comisaría. Primero las protestas de inocencia, después la promesa de favores; y si eso no servía un intento de soborno.
Era siempre igual.
—Deje que me vaya —insistió la chica— y le doy una guinea.
Dalby suspiró y meneó la cabeza. Si esta criatura tenía encima una guinea, era la prueba cierta de que había estado robando, como sostenía el joven Johnson.
—Bueno, entonces —siguió hablando la joven— le daré diez —su voz tenía ahora un matiz de miedo.
—¿Diez guineas? —preguntó Dalby. Eso sí que era novedad; hasta ahora nunca le habían ofrecido diez guineas. Se le ocurrió que podían ser falsas.
—Le he prometido diez, y son diez.
Dalby vaciló. Se consideraba un hombre de principios y un policía veterano. Pero su salario semanal era de quince chelines, y no siempre pagado con puntualidad. Diez guineas era sin duda una cifra importante. Dejó que su mente acariciara la idea.
—Bueno, entonces —prosiguió la muchacha, interpretando equivocadamente su vacilación—, ¡le daré cien! ¡Cien guineas de oro!
Dalby se echó a reír. Su humor cambió, y sus ensoñaciones se interrumpieron bruscamente. Impulsada por el sentimiento de ansiedad, la joven estaba inventando una historia fantástica. ¡Cien guineas! ¡Qué absurdo!
—¿No me cree?
—Cállate de una vez —dijo el policía. Sus pensamientos volvieron al frasco que guardaba en el bolsillo.
Se hizo un breve silencio, mientras la muchacha se mordía el labio y fruncía el ceño. Finalmente dijo:
—Sé algunas cosas.
Dalby elevó los ojos al techo. Era todo tan monótono y previsible. Después de fracasar el soborno, venía el ofrecimiento de información acerca de algún delito. El proceso era siempre el mismo. Por decir algo, más que por otra razón, preguntó:
—¿Y en qué consiste esa información?
—Información sobre un golpe muy grande, sin bromas.
—¿Qué golpe?
—Sé quién dio el golpe del tren.
—Madre de Dios —exclamó Dalby—, pero mira que eres inteligente. Caray, sabes exactamente lo que todos deseamos conocer… y oímos de todo ratero, soplón y atracador de borrachos se nos cruza en el camino. Todos los locos que andan por ahí vienen a contarnos lo mismo. Ya lo he oído cien veces, con estos mismos oídos que aquí ves —le dirigió una sonrisa burlona.
En realidad, Dalby comenzaba a compadecer a la joven. Esa pobre infeliz, desvalijadora de borrachos, la forma más repugnante y la categoría más baja del delito, incapaz siquiera de ofrecer un soborno razonable. A decir verdad, en los últimos tiempos rara vez se ofrecía a Dalby información acerca del robo del tren. Era una vieja historia, y a nadie le interesaba. Ahora había media docena de delitos más recientes y sugestivos.
—No es broma —insistió la chica—. Conozco al cerrajero que estuvo en eso, y puedo llevarles adonde él está.
—Sí, claro, sin duda —respondió Dalby.
—Se lo juro —dijo la chica, que parecía cada vez más desesperada—. Se lo juro.
—Veamos, ¿quién es?
—No se lo diré.
—Sí, pero supongo —continuó Dalby— que irás a buscarlo si te soltamos, ¿no es así? —Dalby meneó la cabeza y miró a la joven, atento a la expresión de asombro que sin duda se dibujaría en su rostro. Estos delincuentes de poca monta siempre se asombraban cuando el policía les ayudaba a completar el cuento. ¿Por qué siempre creían que los hombres de la fuerza eran estúpidos totales y absolutos?
Pero el sorprendido fue Dalby, porque la joven replicó serenamente:
—No.
—¿No? —preguntó Dalby.
—No —insistió la joven—. Sé exactamente dónde está.
—Pero tendrás que llevarnos allí —preguntó Dalby.
—No —volvió a decir ella.
—¿Cómo no? —Dalby vaciló—. Bien, ¿dónde lo atrapamos?
—En la prisión de Newgate —dijo la muchacha.
Pasaron varios instantes antes de que Dalby apreciara bien esta respuesta.
—¿En la prisión de Newgate? —repitió.
La chica asintió.
—Entonces, ¿cómo se llama?
La chica sonrió.
Poco después Dalby ordenó a un mensajero que fuera al Yard e informara directamente a la oficina del señor Harranby, pues había oído una historia tan extraña que probablemente tendría algo de verdad.
Al alba, las autoridades entendían que la situación básica se había aclarado bastante. La mujer llamada Alice Nelson era la amante de cierto Robert Agar, arrestado poco tiempo antes bajo la acusación de falsificar billetes de cinco libras. Agar había afirmado su inocencia; ahora estaba en la cárcel de Newgate, esperando el proceso.
La mujer, privada del apoyo de Agar, había cometido diferentes delitos para subsistir, y la habían detenido cuando se disponía a desvalijar a un borracho. De acuerdo con un informe oficial ulterior, manifestó «una abrumadora aprensión frente a la posibilidad de que la encerraran», lo cual probablemente significaba que padecía claustrofobia Sea como fuere, delató a su amante, y dijo todo lo que sabía, que era bastante poco —pero lo suficiente para inducir al señor Harranby a enviar a buscar a Agar—.
«Un concepto claro de la tortuosa mente criminal», escribió Edward Harranby en sus memorias, «es fundamental en el interrogatorio policial». Es indudable que Harranby poseía dicho concepto, pero también tenía que reconocer que el hombre sentado frente a él, tosiendo y temblando, planteaba un caso particularmente difícil. Ya llevaban dos horas de interrogatorio, pero Robert Agar se aferraba a su versión.
En los interrogatorios Harranby tendía a introducir bruscamente nuevas líneas de investigación para sorprender a los delincuentes. Pero Agar parecía capaz de afrontar fácilmente la situación.
—Señor Agar —dijo Harranby—. ¿Quién es John Simms?
—Nunca he oído hablar de él.
—¿Quién es Edward Pierce?
—Ya le he dicho que no lo conozco —tosió en un pañuelo facilitado por Sharp, el ayudante de Harranby.
—Este Pierce, ¿no es un famoso ladrón?
—No lo sé.
—No lo sabe —suspiró Harranby. Estaba seguro de que Agar mentía. Su postura, los ojos huidizos y bajos, los gestos de la mano… todo sugería el engaño—. Bien, señor Agar, ¿cuánto tiempo hace que se dedica a la falsificación?
—No he falsificado —negó Agar—. Le juro que no fui yo. Yo estaba en la taberna, bebiendo un trago. Eso es todo, lo juro.
—¿Es usted inocente?
—Sí, lo soy.
Harranby hizo una pausa.
—Usted miente —dijo al fin.
—Digo la verdad, como que hay Dios —insistió Agar.
—Irá a la cárcel por muchos años. Puede estar seguro de ello.
—No soy culpable —dijo Agar, excitándose.