—Abra, maldita sea —dijo la voz.
—¿Está vivo? —preguntó maravillado Burgess.
—Soy Agar, maldito idiota —fue la respuesta.
Burgess se apresuró a abrir las aldabas de la tapa del ataúd. Poco después, Agar —cubierto de una horrible sustancia de color verde, con un olor espantoso, pero por lo demás comportándose normalmente— salió del ataúd y dijo:
—Debo apresurarme. Tráigame esas bolsas —señaló los cinco bultos de cuero amontonados en un rincón del furgón.
Burgess actuó sin demora.
—Pero el furgón está cerrado —dijo—. ¿Cómo lo abrirá?
—Nuestro amigo —dijo Agar— es montañista.
Agar abrió las cajas fuertes y retiró el primero de los cofres, rompiendo el sello y extrayendo las barras de oro, todas con el sello de una corona real y las iniciales H & B.
Las sustituyó por saquitos de municiones que sacó de las bolsas de cuero.
Burgess miraba sin hablar. El tren avanzaba ahora casi en línea recta hacia el sur, dejando atrás el Palacio de Cristal, en busca de Croyden y Redhill. Desde esta localidad se desviaba hacia el este, en dirección a Folkestone.
—¿Montañista? —dijo al final Burgess.
—Sí —confirmó Agar—. Vendrá aquí caminando sobre el techo del tren.
—¿Cuándo? —preguntó Burgess, frunciendo el ceño.
—Después de Redhill, y volverá a su vagón antes de Ashford. Esa zona es campo abierto. Seguramente no le verán —Agar hablaba sin desviar la vista de su trabajo.
—¿Entre Redhill y Ashford? Pero ésa es la parte de máxima velocidad.
—Sí, seguramente —dijo Agar.
—En ese caso —dijo Burgess—, su amigo está loco.
En determinado momento del proceso de Pierce, el fiscal tuvo una reacción de franca admiración.
—Entonces, ¿no es cierto —dijo el fiscal— que usted tuviera experiencia en la práctica del montañismo?
—Ninguna —dijo Pierce—. Lo dije con el único propósito de tranquilizar a Agar.
—¿No conocía al señor Coolidge, ni había leído nada sobre el tema, y tampoco poseía elementos auxiliares considerados vitales para practicar el montañismo?
—No —dijo Pierce.
—¿Quizá usted había realizado experiencias atléticas o físicas que le habían persuadido de su capacidad para ejecutar el plan?
—En absoluto —respondió Pierce.
—Entonces —dijo el fiscal—, debo preguntar, aunque sólo sea por razones de simple curiosidad humana, ¿qué le indujo a suponer, señor, que sin entrenamiento previo, sin conocimientos ni equipos especiales, y desprovisto de particular capacidad atlética… en fin, qué le indujo a creer que lograría ejecutar la empresa, sin duda peligrosa, e incluso puedo decir casi suicida, de desplazarse por el techo de un tren que avanzaba velozmente? ¿Dónde halló la audacia necesaria para ejecutar un acto semejante?
Las crónicas periodísticas indican que aquí el testigo sonrió.
—Yo sabía que el problema no ofrecería dificultades —dijo—, a pesar de la apariencia de peligro, pues en varias ocasiones había leído en la prensa comentarios acerca de los incidentes que reciben la denominación común de cimbreo u oscilación de los trenes; y también había leído la explicación, Propuesta por los ingenieros, en el sentido de que las fuerzas están determinadas por la naturaleza del aire que se desplaza rápidamente, como lo demuestran los estudios del fallecido italiano Baroni. Por eso tenía la certeza de que estas fuerzas asegurarían mi persona a la superficie del vagón, de modo que la empresa no implicaría ningún riesgo.
Aquí el fiscal pidió mayor aclaración, y Pierce la ofreció resumidamente. La síntesis de esta parte del proceso que apareció en el Times está aún más resumida. La idea general era que Pierce —a quien la prensa presentaba ahora casi como un genio del delito— poseía cierto conocimiento de un principio científico que le había ayudado en su empresa.
En realidad Pierce, que se sentía bastante orgulloso de su erudición, inició el recorrido sobre el techo de los vagones con un sentimiento de confianza que era totalmente infundado. En definitiva, la situación era ésta:
Alrededor de 1848, cuando los trenes comenzaron a alcanzar velocidades de ochenta o incluso ciento diez kilómetros por hora, se observó un fenómeno nuevo, extraño e inexplicable. Siempre que un tren lanzado a gran velocidad pasaba al costado de otro detenido en una estación, los vagones de ambos trenes tendían a acercarse, en un movimiento denominado «cimbreo u oscilación de los trenes». En algunos casos los vagones se inclinaban de tal modo que los pasajeros se alarmaban, e incluso hubo situaciones en las que los convoyes sufrieron daños de menor importancia.
Después de un periodo durante el cual se esgrimieron supuestas razones técnicas, los ingenieros ferroviarios acabaren por reconocer su perplejidad Nadie tenía la menor idea de la causa de esta «oscilación de los trenes», o del modo de impedirla. Conviene recordar que los trenes eran entonces los objetos más veloces de la historia humana, y que se sospechaba que el comportamiento de estos rápidos vehículos estaba regido por leyes físicas poco conocidas. La confusión fue semejante a la de los ingenieros aeronáuticos un siglo después, cuando tampoco pudo explicarse el fenómeno del
buffeting
, que se manifiesta cuando un avión se aproxima a la velocidad del sonido, y los medios destinados a superarlo a lo sumo fueron tema de conjeturas.
Pero hacia 1851 la mayoría de los ingenieros había llegado a la acertada conclusión de que la oscilación de los trenes era un ejemplo de la ley de Bernoulli, formulación de un matemático suizo del siglo anterior que indicaba que la presión en el interior de una corriente móvil de aire es menor que la presión del aire que la rodea.
Es decir, que dos trenes en movimiento, si estaban bastante cerca, se veían atraídos por el vacío parcial de aire entre ellos. La solución del problema era sencilla, y se la adoptó muy pronto; las vías paralelas se separaron un poco más, y la oscilación de los trenes desapareció.
En los tiempos modernos, la ley de Bernoulli explica fenómenos tan diversos como las curvas de la pelota de baseball, por qué un velero puede navegar contra el viento, y el hecho de que las alas del avión eleven el aparato. Pero entonces, como ahora, la mayoría de la gente no entendía realmente estos hechos en términos físicos: la mayoría de los viajeros de la época del avión de reacción se sorprendería probablemente si se le dijese que un aparato de reacción vuela porque el vacío parcial sobre las alas lo succiona literalmente hacia arriba, de modo que el único propósito de los motores es impulsar a las alas hacia adelante con rapidez suficiente para crear una corriente de aire que produce este vacío necesario.
Además el físico cuestionaría incluso esta explicación, por entender que no es del todo válida, e insistiría en que una dilucidación rigurosa de los hechos está todavía más alejada del concepto de «sentido común» del público acerca de estos fenómenos.
En vista de la complejidad del asunto, es fácil comprender la confusión de Pierce, y la conclusión errónea que extrajo. Aparentemente creía que la corriente de aire alrededor del convoy en movimiento, de acuerdo con la descripción de «Baroni», le empujaría sobre el techo del vagón, ayudándolo a mantener el equilibrio mientras pasaba de un vagón a otro. En realidad, la ley de Bernoulli no tenía ninguna aplicación en su caso. Pierce era simplemente un hombre sometido a una corriente de aire de ochenta kilómetros por hora, que podía arrancarle del tren en cualquier momento, de modo que su intento era un verdadero absurdo.
Pero eso no era todo. El hecho mismo de que los desplazamientos a alta velocidad fuesen un fenómeno tan reciente, determinaba que Pierce, lo mismo que sus contemporáneos, tuviese muy poca idea de las consecuencias de una caída desde un vehículo que se desplaza a gran velocidad.
Pierce había visto a Primavera Jack muerto después de caer del tren. Pero no había creído que se tratara de un resultado inevitable, consecuencia de ciertas leyes físicas inexorables. En ese momento se tenía a lo sumo la idea imprecisa de que caer desde un tren que estaba acelerando era peligroso, y todavía más si el tren ya había alcanzado gran velocidad. Pero se creía que la naturaleza del peligro residía exactamente en el modo de caer de la persona; un hombre afortunado podía salir del asunto con unas pocas contusiones, y en cambio el individuo sin suerte podía romperse el cuello a causa del impacto. En resumen, se pensaba que la caída de un tren era bastante parecida a la caída de un caballo; algunas eran peores que otras, y eso era todo.
Ciertamente, durante los primeros tiempos de los ferrocarriles se practicó una especie de deporte temerario denominado «salto del vagón», que gozaba del favor de los mismos jóvenes que más tarde escalaban edificios públicos y acometían otras aventuras imprudentes. Los estudiantes universitarios se mostraban particularmente aficionados a estos entretenimientos.
El salto del vagón consistía en saltar al suelo desde un vagón ferroviario en movimiento. Aunque los funcionarios oficiales criticaban esta práctica y las empresas ferroviarias la prohibieron lisa y llanamente, este tipo de «deporte» gozó de un breve favor entre 1830 y 1835. En general, las consecuencias no pasaban de unas pocas contusiones, o en el peor de los casos un hueso roto. Con el tiempo esta moda tendió a desaparecer, pero el recuerdo del asunto fortaleció la creencia del público en el sentido de que la caída de un tren no era necesariamente fatal.
En realidad, durante la década de 1830 la mayoría de los trenes desarrollaban una velocidad media de cuarenta kilómetros por hora. Pero hacia 1850 la velocidad de los trenes se había duplicado, las consecuencias de una caída eran muy distintas, y no guardaban ninguna relación con el resultado de una caída a velocidades menores. Pero como lo demuestra el testimonio de Pierce, aún no se había llegado a entender este hecho.
El fiscal preguntó:
—¿Adoptó alguna precaución contra el peligro de una caída?
—En efecto —dijo Pierce—, y con no poca incomodidad. Bajo mis ropas habituales, llevaba dos juegos de gruesas prendas interiores de algodón, de modo que tenía mucho calor; pero consideré que esas medidas protectoras eran necesarias.
De modo que, sin preparación de ningún género y con un concepto por completo erróneo de los efectos de los principios físicos del caso, Edward Pierce cargó un rollo de cuerda, abrió la puerta del compartimento y trepó al techo del vagón en movimiento. La única protección de que disponía —y la fuente de su audacia— era su ignorancia total del peligro que corría.
El viento le golpeó como un puño gigantesco, aulló en sus oídos, le cegó, se le metió en la boca y le pellizcó las mejillas, quemándole la piel. No se había quitado su larga levita y los faldones de la prenda le golpeaban las piernas «con tanta fuerza que le dolían».
Durante unos momentos se sintió totalmente desorientado ante la furia inesperada del aire que aullaba y le azotaba; se agazapó, aferrándose a la superficie de madera del vagón, y se detuvo para tomar aliento. Comprobó que apenas podía ver a causa de las partículas de hollín que venían de la locomotora. En efecto, muy pronto quedó cubierto por una fina película oscura que se depositó sobre las manos, el rostro y las ropas. Bajo su cuerpo, el vagón se balanceaba y saltaba de un modo alarmante e imprevisible.
Durante esos primeros momentos casi renunció al intento, pero una vez pasada la impresión inicial decidió continuar con su plan. Siempre gateando, retrocedió hacia el extremo del vagón, y se detuvo en el espacio que le separaba del siguiente. Había un hueco de aproximadamente un metro y medio. Pasaron unos instantes antes de que se decidiera a saltar al vagón siguiente, pero finalmente lo logró.
Desde allí, siguió arrastrándose dificultosamente a lo largo del vagón. El viento arrojaba hacia adelante la levita que le cubría el rostro y los hombros y le castigaba los ojos. Después de luchar unos instantes con la prenda, consiguió quitársela y arrojarla; voló retorciéndose en el aire, y cayó a un lado del camino. El movimiento de la prenda volando en el aire asemejaba bastante al de un cuerpo humano, y le hizo pensar; parecía una advertencia del destino que le aguardaba si cometía el más mínimo error.
Liberado de la levita, pudo avanzar con mayor rapidez sobre los vagones de segunda clase; saltó de cada uno al siguiente con seguridad cada vez mayor, y llegó al furgón de equipajes después de un período de tiempo que no supo estimar. Le pareció una eternidad, pero después llegó a la conclusión de que no había necesitado más de cinco o diez minutos.
Cuando estuvo sobre el furgón, se agarró a un ventanillo abierto y desenrolló la cuerda. Introdujo un extremo por el ventanillo y un momento después sintió un tirón. Adentro, Agar había recogido la cuerda.
Pierce se volvió y se acercó al segundo ventanillo. Esperó unos instantes, con el cuerpo agazapado contra el golpeteo constante e implacable del viento, y luego una espectral mano verde —la de Agar— apareció sosteniendo el extremo de la cuerda. Pierce lo recogió y la mano de Agar desapareció.
Ahora, Pierce tenía la cuerda extendida entre los dos ventanillos. Unió los extremos alrededor de su cintura, y luego, colgando de las cuerdas, se deslizó por el flanco del furgón hasta que quedó al nivel del candado.
De este modo permaneció suspendido varios minutos, mientras manipulaba el candado con una ristra de ganzúas, probando una tras otra y trabajando, según su posterior y mesurado testimonio, «con el grado de delicadeza que las circunstancias permitían». En resumen, probó más de una docena de llaves, y comenzaba a desesperar de la posibilidad de abrir el candado, cuando oyó el silbato de la locomotora.
A poca distancia se iniciaba el túnel de Cuckseys, y en un instante más se hundió en la oscuridad y las resonancias del túnel. Este tenía una longitud de media milla; de modo que no había más remedio que esperar. Cuando el tren salió nuevamente a la luz del sol, continuó trabajando con las llaves, y casi inmediatamente una de las ganzúas movió suavemente el mecanismo. El candado cedió.
Ahora, sólo restaba retirar el candado, abrir el cerrojo y golpear la puerta con los pies hasta que Burgess abriese desde adentro. El tren de la mañana atravesó la somnolienta localidad de Godstone, pero nadie vio al hombre colgando de la cuerda, Pierce entró al interior del furgón, y cayó al suelo totalmente agotado.