—¿De modo que su furgón tiene dos ventanillos?
—Sí, así es —dijo Burgess—, pero no son de los verdaderos, porque siempre están abiertos, sabe, no tienen goznes, y cuando llueve me empapo…
—¿Los ventanillos dan directamente al interior del furgón?
—En efecto van directo abajo —Burgess hizo una pausa—. Pero si piensa meter un hombre por ahí, quítese la idea de la cabeza. Tienen el ancho de una mano, y…
—No pensaba en eso —dijo Pierce—. Ahora, ¿dice usted que hay dos ventanillos? ¿Dónde están?
—Como ya le he dicho, en el techo, en medio, y…
—¿Dónde, en relación con la longitud del vagón? —dijo Pierce. Su continuo desplazamiento, y su actitud brusca e irritable desconcertaban completamente a Burgess, que estaba nervioso y al mismo tiempo deseaba ser útil.
—Dónde… en relación… —su voz se apagó.
Agar dijo:
—No sé lo que está pensando, pero me duele la rodilla —la izquierda— y eso es siempre mala señal. Creo que por ahora debemos dejar el asunto.
—Cállese —dijo Pierce, en un súbito acceso de cólera que indujo a Agar a retroceder un paso. Pierce se volvió hacia Burgess—: Escuche mi pregunta —dijo—, si usted mira el vagón desde un lado, parece una caja, una caja muy grande, y sobre la parte superior de esa caja están los ventanillos. Bien. ¿Dónde están exactamente?
—No donde deberían, que Dios me asista —dijo Burgess—. Un ventanillo debe estar en el extremo del vagón, uno en cada extremo, de modo que el aire pase de un extremo al otro, de un ventanillo al siguiente. Ese es el mejor modo de…
—¿Dónde están los ventanillos de su furgón? —dijo Pierce, volviendo a mirar el reloj—. Es lo único que me interesa.
—Ahí está el problema —dijo Burgess—. Están cerca del centro, separados apenas por tres pasos, y no tienen goznes. De modo que cuando llueve entra el agua, directo al centro del furgón, y se forma un gran charco, exactamente en el centro.
—¿Dice que los ventanillos están separados unos tres pasos?
—Tres o cuatro, más o menos —dijo Burgess—. Nunca me he ocupado de averiguarlo, pero le aseguro que odio esas cosas, y…
—Muy bien —dijo Pierce—, me ha dicho lo que necesitaba saber.
—Me alegro —dijo Burgess, con una especie de sentimiento de confuso alivio—, pero le aseguro que ni un hombre ni un chico pueden pasar por ese agujero, y una vez encerrados…
Pierce le interrumpió con un gesto de la mano y se volvió hacia Agar.
—Ese candado de la puerta, ¿será muy difícil?
—No sé —dijo Agar—, pero los candados no suelen ser problema. Los hacen fuertes, pero a causa de su tamaño tienen seguros gruesos. Algunos hombres pueden moverlos con el meñique, y abrirlos en un instante.
—¿Yo podría? —preguntó Pierce.
Agar le miró.
—Es bastante fácil, pero quizá tarde un par de minutos —frunció el ceño—. Pero ya ha oído lo que ha dicho, no podrá hacerlo en una de las paradas, así que…
Pierce se volvió hacia Burgess.
—¿Cuántos vagones de segunda clase hay en el tren de la mañana?
—No lo sé seguro. A veces seis, siete los fines de semana. Algunos días, en mitad de semana ponen cinco, pero últimamente son seis. Ahora bien, en primera clase hay…
—No me interesa la primera clase —dijo Pierce.
Burgess guardó silencio, totalmente confundido. Pierce miró a Agar; Agar adivinó. El cerrajero meneó la cabeza.
—Madre de Dios —dijo Agar—, está loco, totalmente loco, como que yo respiro. ¿Qué se cree? ¿Qué es el señor Coolidge? —Coolidge era un montañero muy conocido.
—Sé quién soy —dijo secamente Pierce. Se volvió hacia Burgess, cuya confusión se había acentuado constantemente durante los últimos minutos, de modo que ahora estaba casi rígido, el rostro vacío e inexpresivo, incapaz incluso de manifestar desconcierto.
—¿De modo que se llama Coolidge? —preguntó Burgess—. Usted dijo que era Simms…
—Me llamo Simms —dijo Pierce—. Nuestro amigo está bromeando. Ahora, vuelva a casa, duerma y mañana vaya a trabajar como siempre. Compórtese como de costumbre, no importa qué ocurra. Cumpla sus tareas habituales, y no se preocupe de nada.
Burgess miró a Agar, y luego de nuevo a Pierce.
—Entonces, ¿será mañana?
—Sí —dijo Pierce—. Ahora, vuelva a casa y duerma.
Cuando los dos hombres estuvieron solos, Agar estalló en un arrebato de angustia y de furia.
—Que me cuelguen si seguiré hablando del asunto. Lo de mañana no es un juego de niños. ¿Está claro? —Agar alzó las manos—. Le digo que no, es imposible. El mes próximo puede ser.
Pierce permaneció en silencio un momento.
—He esperado un año —dijo al fin— y será mañana.
—Está obcecado —dijo Agar—, lo que dice no tiene sentido.
—Puede hacerse —insistió Pierce.
—¿Hacerse? —explotó otra vez Agar—.
¿Cómo?
Mire, sé que usted es hábil, pero yo no soy ningún idiota, y no me engatusa. Esto se terminó. Es una lástima que robaran el vino, pero así son las cosas, y tenemos que aceptarlas —tenía el rostro congestionado y estaba frenético; movía los brazos dominado por la agitación.
En cambio, Pierce parecía extrañamente sereno. Sus ojos examinaron serenos a Agar.
—Hay un modo —dijo Pierce.
—Como que Dios es mi testigo, ¿cuál? —Agar miró a Pierce, que se dirigió tranquilamente a una alacena y sirvió dos vasos de coñac—. No me hará beber tanto que me confunda las ideas —dijo—. Vamos, la cosa está bien clara.
Agar levantó una mano y fue señalando los puntos con los dedos.
—Dijo que debo viajar en el furgón. Pero no puedo entrar… esa bestia de escocés vigila la puerta. Usted mismo lo ha oído. Muy bien: supongamos que usted consigue meterme ahí. Sigamos.
Bajó otro dedo.
—Ahora, estoy en el furgón. El escocés cierra el candado desde fuera. No consigo tocar el candado, de modo que aunque abra las cajas, no puedo sacar el oro. Estoy bien encerrado, hasta llegar a Folkestone.
—A menos que yo le abra la puerta —dijo Pierce. Entregó a Agar el vaso de coñac.
Agar se bebió el licor de un solo trago.
—Sí, una hermosa solución. Usted recorre todos esos vagones, caminando despacito sobre los techos, y baja como el señor Coolidge por el costado del furgón, para abrir el candado y dejarme salir. ¡Perfecto, de veras se lo digo!
Pierce le interrumpió.
—Conozco al señor Coolidge.
Agar se extrañó.
—¿De veras?
—Lo conocí en el Continente el año pasado. Estuve con él en Suiza. Escalamos con él tres picos y aprendí todo lo que sabe.
Agar se quedó sin habla. Miró a Pierce, procurando descubrir algún indicio de engaño en el rostro del ladrón. El montañismo era un deporte nuevo, que había comenzado a difundirse apenas tres o cuatro años antes, pero había atraído la atención popular; y los más notables profesionales ingleses, por ejemplo A. E. Coolidge, habían alcanzado la fama.
—¿De veras? —preguntó de nuevo Agar.
—Tengo las cuerdas y los ganchos en el armario —aseguró Pierce—. En serio.
—Tomaré otra copa —anunció Agar, entregándole el vaso vacío. Pierce lo llenó inmediatamente, y Agar bebió el licor.
—Bien —dijo—. Supongamos que
puede
abrir el candado, colgando de una cuerda, y abrir el furgón, y cerrar otra vez sin que nadie le vea. ¿Cómo consigo entrar, con ese escocés que todo lo ve?
—Hay un modo —dijo Pierce—. No es agradable, pero puede hacerse.
Agar no pareció convencido.
—Digamos que usted me mete en un baúl. Él lo abre y me ve, y ahí estoy. ¿Qué pasa?
—Me propongo que abra y lo vea —dijo Pierce.
—¿Se propone?
—Eso mismo, y la cosa funcionará, si usted puede soportar un poco de olor.
—¿Qué clase de olor?
—El olor de un perro o un gato muerto —dijo Pierce—. Muerto hace varios días. ¿Puede conseguirlo?
Agar dijo:
—Le juro que no entiendo. Ayúdeme con una o dos copas más —y extendió su vaso.
—Basta ya —dijo Pierce—. Tenemos que trabajar. Vaya a su alojamiento y vuelva con su mejor traje, el más elegante, y rápido.
Agar suspiró.
—Vaya —dijo Pierce—. Y confíe en mí.
Una vez que Agar se marchó, mandó llamar a Barlow, su cochero.
—¿Tenemos cuerdas? —dijo Pierce.
—¿Cuerdas, señor? ¿Quiere decir cuerdas de cáñamo?
—Exactamente. ¿Tenemos alguna en casa?
—No, señor. ¿Le sirve una de cuero?
—No —dijo Pierce. Pensó un momento.— Ate el caballo al coche, y prepárese para trabajar. Tenemos que conseguir algunos artículos.
Barlow asintió y salió. Pierce regresó al comedor, donde le esperaba Miriam, paciente y serena.
—¿Hay problemas? —preguntó la joven.
—Nada irreparable —dijo Pierce—. ¿Tienes un vestido negro? Me refiero a una prenda barata, de las que podría usar una doncella.
—Creo que sí.
—Bien —dijo Pierce—. Prepárala, pues tendrás que usarla mañana por la mañana.
—¿Para qué? —preguntó la joven.
Pierce sonrió.
—Para demostrar tu respeto al muerto —dijo.
En la mañana del 22 de mayo, cuando el guarda escocés McPherson llegó a la plataforma de la Estación del Puente de Londres para comenzar su día de trabajo, presenció un espectáculo inesperado. Frente al furgón de equipajes del tren a Folkestone había una mujer vestida de negro —según las apariencias, una criada, aunque bastante bella, sollozando del modo más desgarrador—.
No era difícil descubrir la causa de su aflicción, pues cerca de la pobre joven, sobre una carretilla plana, se divisaba un sencillo ataúd de madera. Aunque era un objeto barato y sin adornos, el féretro tenía varios agujeros de ventilación a los costados. Y sobre la tapa se veía una especie de campanario en miniatura, con una campanilla, y una cuerda que bajaba desde ésta y atravesaba un orificio para perderse en el interior del ataúd.
Aunque el espectáculo era inesperado, de ningún modo constituía una escena misteriosa para McPherson —o en todo caso para cualquier Victoriano de la época—. Tampoco le sorprendió, a medida que se acercó al ataúd, el olor nauseabundo de un avanzado proceso de descomposición, que brotaba de los orificios de ventilación, y que sugería que el actual ocupante del cajón estaba muerto desde hacía tiempo. También eso era perfectamente comprensible.
En el curso del siglo XIX se suscitó tanto en Inglaterra como en Estados Unidos una preocupación muy particular ante la idea de un entierro prematuro. Todo lo que resta de esta extraña inquietud es la macabra literatura de Edgar Allan Poe y otros, en la cual distintas formas de entierro prematuro constituyen un motivo frecuente. Para el concepto moderno, se trata de una actitud exagerada y fantasiosa. Ahora nos parece difícil admitir que para los Victorianos el entierro prematuro era un temor auténtico y palpable, compartido por casi todos los miembros de la sociedad, desde el trabajador más supersticioso hasta el profesional mejor educado.
Tampoco puede afirmarse que este difundido temor fuese una obsesión simplemente neurótica. Todo lo contrario. Muchas pruebas inducían al hombre razonable a creer en la existencia de las inhumaciones prematuras, y en que acontecimiento tan horrible sólo se prevenía gracias a algún hecho fortuito. Un caso ocurrido en 1853 en Gales, relacionado con un niño de diez años aparentemente ahogado, mereció amplia publicidad. «Mientras el ataúd descansaba en la tumba abierta, y comenzaban a cubrirlo con las primeras paladas de tierra, de su interior surgieron ruidos y golpes espantosos. Los sepultureros interrumpieron su trabajo, y se ordenó abrir el ataúd, y entonces apareció el niño, y llamó a sus padres. Pero el mismo niño había sido declarado muerto muchas horas antes, y el médico había dicho que no respiraba ni tenía pulso, y la piel estaba fría y gris. Cuando vio a su hijo, la madre sufrió un profundo desmayo y no reaccionó durante cierto tiempo».
La mayoría de los casos de entierro prematuro tenían que ver con víctimas ahogadas, o electrocutadas, pero había otros casos en los que una persona podía caer en un estado de «muerte aparente o animación suspendida».
En realidad, la determinación del momento en que una persona estaba muerta suscitaba muchas dudas —como volvería a ocurrir un siglo después, cuando los médicos tuviesen que enfrentarse con la ética del trasplante de órganos—. Pero vale la pena recordar que los médicos no advirtieron que el paro cardíaco era totalmente reversible hasta 1950; y en 1850 había muchos motivos para mostrarse escéptico acerca de la habilidad de cualquier indicador del fallecimiento.
Los Victorianos resolvían de dos modos esa incertidumbre La primera consistía en aplazar el entierro durante vanos días —no era raro que se demorase una semana— a la espera de la inequívoca prueba olfativa de que el ser amado había abandonado este mundo. Ciertamente, la inclinación victoriana a aplazar el entierro alcanzaba a veces límites extremos. En 1852, cuando falleció el duque de Wellington, se suscitó un debate público acerca del modo de organizar el funeral; y el Duque de Hierro tuvo que esperar que se resolvieran las discrepancias, de modo que en definitiva se le sepultó más de dos meses después de su muerte.
El segundo método para evitar el entierro prematuro tenía carácter tecnológico; los Victorianos idearon una complicada serie de artefactos de aviso y señalización, con el fin de permitir que la persona fallecida indicase que había resucitado. Se enterraba a un individuo adinerado con un largo tubo de hierro que comunicaba el ataúd con el nivel del suelo, y se dejaba a un servidor de confianza que permaneciese en el cementerio, día y noche, durante un mes o más, no fuese que el fallecido despertara súbitamente y comenzase a pedir auxilio. Las personas depositadas al nivel del suelo, en panteones familiares, a menudo ocupaban ataúdes patentados, equipados con resortes, y con un complejo laberinto de cables unidos a los brazos y las piernas, de modo que el más pequeño movimiento del cuerpo determinaba que se abriera la tapa del féretro. Muchos creían que este método era preferible a cualquier otro, pues se pensaba que los individuos retornaban a menudo del estado de animación suspendida en condiciones de parálisis parcial o de mudez.
El hecho de que estos ataúdes de resorte se abriesen meses o aun años después (sin duda como resultado de una vibración externa, o del deterioro del mecanismo) acentuaba sencillamente la incertidumbre general acerca del tiempo en que una persona podía estar muerta antes de volver a la vida, aunque fuese por un momento.