El gran robo del tren (21 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

BOOK: El gran robo del tren
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El tren continuó su marcha hacia Londres, y el señor Pierce hizo lo mismo. Al final de la calle Harleigh, cerca de la iglesia de San Martín, subió a un coche de punto y ordenó que lo llevase a Regent Street, donde descendió.

Pierce caminó tranquilamente por Regent Street, sin volver jamás la cabeza, pero deteniéndose a menudo para examinar los escaparates de la calle, y observar las imágenes reflejadas en el cristal.

Lo que vio no fue de su agrado, pero estaba totalmente desprevenido para la escena que siguió. Una voz conocida exclamó:

—¡Edward, querido Edward!

Con un gemido interior, Pierce se volvió para ver a Elizabeth Trent. La joven estaba haciendo compras, acompañada por un niño de librea que llevaba paquetes envueltos en papel de vivos colores. El rostro de Elizabeth Trent se ruborizó intensamente.

—Yo… bueno, admito que es una sorpresa extraordinaria.

—Cuanto me alegra verla —dijo Pierce, inclinándose para besarle la mano.

—Yo… sí, claro, yo… —La joven retiró la mano y la frotó con la otra—. Edward —dijo respirando hondo—. Edward, ¿qué le ocurrió?

—Debo disculparme —dijo blandamente Pierce—. Tuve que viajar muy repentinamente al exterior por negocios, y seguramente mi carta de París no satisfizo sus sentimientos heridos.

—¿París? —dijo la joven, frunciendo el ceño.

—Sí. ¿No recibió mi carta de París?

—Bueno, no.

—¡Maldición! —dijo Pierce, y luego se disculpó por su lenguaje descomedido—. Son los franceses —dijo—, siempre tan ineptos. Si lo hubiera sabido, pero yo no sospechaba nada, y como usted no me contestó a París, supuse que estaba enojada…

—¿Yo? ¿Enojada? Edward, le aseguro —empezó, pero se interrumpió. Pero ¿cuándo volvió?

—Hace apenas tres días —dijo Pierce.

—Qué extraño —dijo Elizabeth Trent, con una súbita expresión de sagacidad muy poco femenina—, pues el señor Fowler vino a cenar hace un par de semanas, y dijo que lo había visto.

—No deseo contradecir a un colaborador comercial de su padre, pero Henry tiene la deplorable costumbre de confundir las fechas. Hace casi tres meses que no lo veo —Pierce agregó rápidamente—: ¿Y cómo está su padre?

—¿Mi padre? Oh, mi padre está bien, gracias —la expresión astuta dejó paso a una actitud de herido desconcierto—. Edward, yo… A decir verdad, mi padre dijo algunas palabras poco halagadoras acerca de usted.

—¿Realmente?

—Sí. Dijo que era un individuo grosero —suspiró—. Y cosas peores.

—Comprendo perfectamente, dadas las circunstancias, pero…

—Pero ahora —dijo Elizabeth Trent, con aire decidido—, puesto que ha regresado a Inglaterra, confío en que volveremos a verle en casa.

Aquí Pierce pareció muy desconcertado.

—Querida Elizabeth —dijo, balbuceante—. No sé cómo decírselo —y se interrumpió, meneando la cabeza. Parecía que los ojos se le llenaban de lágrimas—. Como en París no recibí cartas, supuse naturalmente que usted estaba irritada conmigo, y… bien, pasó el tiempo… —Pierce se enderezó súbitamente—. Lamento informarle que estoy comprometido.

Elizabeth Trent le miró fijamente, la boca entreabierta.

—Sí —dijo Pierce—, es cierto. He dado mi palabra.

—Pero ¿con quién?

—Con una dama francesa.

—¿Una dama francesa?

—Sí, me temo que así es, precisamente. Como usted comprende, me sentía muy desgraciado.

—Comprendo, señor —dijo secamente la joven, y volviéndose bruscamente siguió su camino.

Pierce permaneció de pie en la acera, procurando exhibir la actitud más abyecta posible, hasta que ella subió a su carruaje y se alejó. Luego, continuó caminando por Regent Street.

Quien lo hubiese observado atentamente, habría advertido que cuando llegó al final de la calle nada en su rostro o su porte indicaba el más mínimo remordimiento. Subió a un coche que le llevó a la calle del Molino de Viento, y allí entró en una casa de citas que era un conocido refugio de prostitutas, aunque uno de los establecimientos de mayor categoría en su tiempo.

En el vestíbulo tapizado de terciopelo la señorita Miriam dijo:

—Está arriba. La tercera puerta a la derecha.

Pierce subió al primer piso y entró en una habitación, donde le esperaba Agar instalado en una silla.

—Un poco tarde —dijo Agar—. ¿Dificultades?

—Me he encontrado con una antigua amistad.

Agar asintió distraídamente.

—¿Qué ha visto? —dijo Pierce.

—Había dos —dijo Agar—. Los dos le han seguido. Uno es un policía de civil, el otro iba vestido de marino. Le han seguido por toda la calle Harleigh, y han subido a un coche cuando usted se ha venido para el centro.

Pierce asintió.

—Les he visto en Regent Street.

—Probablemente ahora están ahí afuera —dijo Agar—. ¿Qué pasa con Willy?

—Creo que Willy está delatando —dijo Pierce.

—Seguramente ya ha cantado.

Pierce se encogió de hombros.

—¿Qué hacemos con Willy?

—Lo que se hace siempre con los que hablan.

—Lo despacharé —dijo Agar.

—No sé si será lo mejor —dijo Pierce—, pero no tendrá otra oportunidad de delatarnos.

—¿Qué va a hacer con esos dos policías?

—Por el momento nada —dijo Pierce—. Tengo que pensar un poco —se arrellanó en el asiento, encendió un cigarro, y fumó en silencio.

El robo debía realizarse cinco días después, y la policía estaba siguiéndole los pasos. Si Willy había cantado, con toda su voz, la policía debía saber que la banda de Pierce había entrado en las oficinas de la Terminal del Puente de Londres.

—Necesito preparar otro golpe —dijo, los ojos fijos en el techo—. Algo muy llamativo que los miltonianos descubran —contempló la ascensión del humo de su cigarro, y frunció el ceño.

Capítulo
33
LOS MILTONIANOS SOBRE LA PISTA

Las instituciones de una sociedad están interrelacionadas, aunque aparenten tener metas completamente contrarias. El propio Gladstone observó: «En este mundo extraviado y sorprendente, a menudo se observa una oposición externa, y una actitud de condena sincera y aun violenta entre personas y organismos que, pese a todo, están profundamente vinculados por lazos y relaciones de los cuales no tienen conciencia».

Quizá el ejemplo más notorio en ese sentido, por lo demás admitido sin reservas por los Victorianos, era la agria rivalidad entre las ligas antialcohólicas y las tabernas. De hecho, las dos instituciones tenían fines similares, y en definitiva adoptaron programas similares: las tabernas incorporaron órganos, organizaron grupos que cantaron himnos, y vendieron bebidas sin alcohol; y las ligas antialcohólicas apelaron a los animadores profesionales, y exhibieron una renovada y vigorosa vivacidad. Y cuando las asociaciones contra el alcohol comenzaron a comprar tabernas con el propósito de desterrar de ellas las bebidas alcohólicas, la confusión entre estas dos fuerzas hostiles se acentuó todavía más.

Los Victorianos también presenciaron otro tipo de rivalidad, centrado en una nueva institución social: la fuerza policial organizada. Casi inmediatamente la nueva fuerza comenzó a establecer relaciones con su enemigo acérrimo, la clase criminal. Estas relaciones fueron materia de mucha discusión en el siglo XIX y el asunto continúa debatiéndose todavía hoy. La semejanza de métodos de la policía y los delincuentes, así como el hecho de que muchos agentes eran ex criminales —y a la inversa— fueron aspectos que no pasaron inadvertidos a los pensadores contemporáneos. Y sir James Wheatstone observó también que una institución consagrada a vigilar el cumplimiento de la ley planteaba un problema lógico intrínseco, «pues si la policía lograse realmente eliminar el delito, al mismo tiempo conseguiría eliminarse ella misma como apéndice necesario de la sociedad, y en verdad ninguna fuerza y ningún poder organizado está dispuesto a promover su propia desaparición».

En Londres, la Policía Metropolitana, fundada por sir Robert Peel en 1829, tenía su cuartel general en un distrito llamado Scotland Yard. Originariamente Scotland Yard fue una expresión geográfica, e indicativa de un sector de Whitehall que contenía muchos edificios oficiales. Entre ellos estaba la residencia oficial del inspector de obras públicas de la corona, ocupado por Iñigo Jones, y después por sir Christopher Wren. John Milton vivía en Scotland Yard cuando trabajaba para Oliver Cromwell, entre 1649 y 1651, y parece que este hecho determinó la denominación popular de «miltonianos» para referirse a la policía dos siglos después.

Cuando sir Robert Peel instaló en Whitehall a la Nueva Policía Metropolitana, la dirección exacta del cuartel general era Whitehall Place 4, pero el asiento de la policía tenía una entrada por Scotland Yard propiamente dicho, y la prensa siempre utilizaba esta denominación para referirse a la institución, hasta que la expresión llegó a ser sinónima de la fuerza misma.

Scotland Yard creció rápidamente durante los primeros años; en 1829 la fuerza contaba con mil hombres, pero una década después eran tres mil trescientos cincuenta, y hacia 1850 más de seis mil, y diez mil hacia 1870. El Yard afrontaba una enorme tarea: debía ocuparse de los delitos cometidos en un sector de casi setecientas millas cuadradas, con una población de dos millones y medio de personas.

Desde el principio Scotland Yard adoptó una actitud de deferencia y modestia cuando tenía que referirse al modo en que había aclarado delitos; las explicaciones oficiales siempre mencionaban circunstancias afortunadas de diferente clase —un informador anónimo, una amante celosa, un encuentro casual— y todo ello en una medida que parecía inverosímil. En realidad, el Yard utilizaba informadores y policías de civil, y estos agentes eran tema de acalorado debate, por la razón ahora muy conocida de que muchos miembros del Público temían que un agente provocara la comisión de un delito, para arrestar luego a los participantes. La provocación Policial era un candente tema político contemporáneo, y el Yard procuraba defenderse lo mejor posible.

En 1855 la figura principal de Scotland Yard era Richard Mayne, «un abogado comprensivo» que había hecho mucho para mejorar la actitud pública frente a la Policía Metropolitana. El señor Edward Harranby estaba directamente bajo las órdenes de Mayne; y Harranby supervisaba la importante red de relaciones con agentes secretos e informantes. El señor Harranby tenía horarios irregulares; evitaba las relaciones con el periodismo, y su oficina tenía extraños visitantes, a menudo nocturnos.

Entrada la tarde del 17 de mayo, Harranby mantuvo una conversación con su ayudante, el señor Jonathan Sharp. El señor Harranby reconstruyó la conversación en sus memorias, tituladas
Mis tiempos en la fuerza
, y publicadas en 1879. Esta conversación debe considerarse con cierta reserva, pues en ese volumen Harranby intenta explicar por qué no había logrado frustrar los planes de robo de Pierce antes de que su autor los llevase a la práctica.

Sharp le dijo:

—El culebra cantó, y pudimos echar una ojeada al hombre.

—¿Qué clase de individuo? —dijo Harranby.

—Parece un caballero. Probablemente un ladrón o un carterista. El culebra dice que viene de Manchester, pero tiene una casa bien puesta en Londres.

—¿Conoce la dirección?

—Dice que ha estado en ella, pero no sabe la situación exacta. Por el lado de Mayfair.

—No podemos recorrer Mayfair llamando de puerta en puerta —dijo Harranby—. ¿No puede refrescarle la memoria?

Sharp suspiró.

—Quizá dijo.

—Tráigalo. Conversaré con él. ¿Sabemos qué se propone nuestro hombre?

Sharp meneó la cabeza.

—El culebra dice que lo ignora. Teme verse complicado, y no quiere soltar todo lo que sabe. Dice que este individuo planea un golpe muy importante.

Harranby se mostró irritado.

—Todo eso me sirve de muy poco —dijo—. ¿Cuál es exactamente el delito? Es una pregunta que exige una respuesta apropiada. ¿Quiénes están siguiendo ahora al caballero?

—Cramer y Benton, señor.

—Son eficaces. Que lo sigan, y tráigame en seguida al informador.

—Ahora mismo, señor —dijo el ayudante.

Más tarde, Harranby escribió en sus memorias: «Hay momentos en la vida de un profesional en que los elementos exigidos por el proceso deductivo parecen casi al alcance de la mano, y pese a todo se nos escapan. Son las situaciones de mayor frustración, y ése es el caso del Robo de 1855».

Capítulo
34
ELIMINACIÓN DEL DELATOR

Perfecto Willy, visiblemente nervioso, estaba bebiendo en la taberna del Colmillo de Perro. Salió del local a eso de las seis y se encaminó directamente hacia Tierra Santa. Se desplazó rápidamente a través de la muchedumbre vespertina, y luego se zambulló en una callejuela, saltó una empalizada, se deslizó hacia el interior de un sótano, lo cruzó, se arrastró por un pasadizo que se abría sobre un edificio adyacente, subió por la escalera, salió a un callejón estrecho, caminó media manzana y desapareció en otra casa, un inquilinato maloliente.

Aquí, subió la escalera que llevaba al primer piso, pasó al tejado, saltó a un tejado vecino, trepó por un canalón hasta el segundo piso de una casa de inquilinato, pasó por una ventana, y descendió la escalera que llevaba al sótano.

Una vez en el sótano, se deslizó por un túnel que lo llevó al lado opuesto de la calle, y entró en un estrecho establo. Por una puerta lateral pasó a una taberna, las Armas de Oro, examinó rápidamente el local, y salió por la puerta principal.

Caminó hacia el extremo de la calle, y luego se metió por la puerta de otra casa de inquilinato. Inmediatamente supo que algo andaba mal; normalmente había chicos brincando y jugando en toda la escalera, pero ahora la entrada y los escalones estaban desiertos y silenciosos. Se detuvo en el umbral, y se disponía a dar media vuelta y huir cuando una cuerda silbó y se le enroscó en el cuello, arrastrándolo hacia un rincón oscuro. Perfecto Willy tuvo una imagen fugaz de Barlow, con la cicatriz blanca sobre la frente, mientras Barlow acentuaba la presión de la cuerda cada vez más tensa. Willy tosió y se debatió, pero Barlow tenía tanta fuerza que el pequeño culebra fue prácticamente levantado del piso, pateando el aire, y tratando de agarrar el lazo con las manos.

La lucha continuó casi un minuto, y luego el rostro de Perfecto Willy se puso azul, y la lengua colgó grisácea, y los ojos parecían salírsele de las órbitas. La orina le corrió por las piernas del pantalón, y luego el cuerpo quedó inerte.

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