Pero en enero lord Raglán, comandante de las fuerzas británicas, estaba gravemente enfermo, y lord Cardigan —«altanero, rico, heroico y estúpido», el hombre que había llevado valerosamente a su Brigada Ligera al desastre total, y había regresado luego a su yate a beber champaña y dormir— lord Cardigan había vuelto a la patria, y toda la prensa exaltaba en su persona a un gran héroe nacional. Era un papel que le encantaba representar. Vestido con el uniforme que había usado en Balaclava, en todas las ciudades recibió el saludo de multitudes; la gente arrancaba pelos a la cola de su caballo para conservarlos como recuerdo. Las tiendas londinenses copiaron el abrigo de lana que había usado en Crimea —llamado «cárdigan» y se vendieron millares de unidades.
El hombre a quien sus propios soldados llamaban «el burro peligroso» recorría el país pronunciando discursos en los cuales relataba su propia proeza al frente de la carga de sus hombres; y a medida que pasaron los meses, habló cada vez con mayor emoción, y a veces se vio obligado a interrumpirse para reaccionar. La prensa no dejó de exaltarlo; nadie lo mostró la áspera severidad con que lo trataron los historiadores de un período ulterior.
Pero si la prensa se mostraba voluble, las inclinaciones del público tendían aún más al mismo defecto. A pesar de las noticias irritantes que venían de Rusia, los despachos que más excitaron a los londinenses en enero se relacionaban con un leopardo devorador de hombres que amenazaba a Naini Tal, en India septentrional, no lejos de la frontera con Birmania. El «devorador de hombres de Panar» según se afirmaba había matado a más de cuatrocientos nativos, y las crónicas se caracterizaban por los detalles vividos, e incluso atroces. «La maligna bestia de Panar», escribió un corresponsal, «mata por el placer de matar, y no para alimentarse. Rara vez come partes del cuerpo de sus víctimas, aunque hace dos semanas devoró el torso superior de un niño después de sacarlo de su cuna. Ciertamente, la mayoría de sus víctimas han sido niños menores de diez años, que por desgracia se alejan del centro de la aldea después de la caída de la noche. Suele herir con sus zarpas a las víctimas adultas y más tarde estás mueren por la infección de las heridas; el señor Redby, cazador de la región, afirma que estas infecciones se originan por la carne descompuesta adherida a las garras de la bestia. El asesino de Panar es muy fuerte, y se lo ha visto llevar en sus fauces a una mujer adulta de proporciones normales, mientras la víctima luchaba y gritaba desgarradoramente».
Estos y otros relatos se convirtieron en el comentario sabroso de los salones frecuentados por personas que gustaban de las anécdotas excitantes; las mujeres se sonrojaban, proferían risitas y lanzaban exclamaciones, y los hombres, especialmente los que habían servido a la Compañía en Indias, disertaban doctamente acerca de los hábitos de la bestia, y su carácter. Las multitudes fascinadas visitaban un interesante modelo mecánico de tigre devorando a un inglés, un artefacto propiedad de la East India Company. (El modelo está todavía en el Museo Victoria y Alberto).
De modo que cuando el 17 de febrero de 1855 llegó a la Terminal del Puente de Londres un leopardo adulto enjaulado, el hecho provocó considerable agitación, mucho más que la llegada, poco antes, de guardias armados que traían cajas fuertes colmadas de oro, las que fueron cargadas en el furgón de equipajes del Ferrocarril Sureste.
Era una bestia completamente desarrollada, que gruñía, rugía y se arrojaba sobre los barrotes de su jaula mientras cargaban ésta en el mismo furgón del tren Londres-Folkestone. El guardián del animal acompañaba a la bestia, con el fin de atender a las necesidades del leopardo, y proteger al guarda del furgón de equipajes en caso de que surgieran inconvenientes.
Entretanto, antes de la salida del tren, el cuidador del leopardo explicaba a los grupos de espectadores curiosos y niños que la bestia comía carne cruda, que era una hembra de cuatro años, y que estaba destinada al Continente, como regalo a una dama de alcurnia.
El tren salió de la estación poco después de las ocho, y el guarda del furgón de equipajes cerró la puerta corredera. Hubo un breve silencio, mientras el leopardo se paseaba en su jaula y gruñía intermitentemente: finalmente, el guarda del ferrocarril preguntó:
—¿Con qué la alimenta?
El cuidador del animal se volvió hacia el guarda:
—¿Su esposa le cose los uniformes? —preguntó.
Burgess se echó a reír.
—¿Así que es usted?
El cuidador del leopardo no contestó. En cambio, abrió una bolsita de cuero y extrajo un jarro de grasa, varias llaves y una colección de limas de distintas formas y tamaño.
Se acercó inmediatamente a las dos cajas Chubb, cubrió de grasa las cuatro cerraduras, y comenzó a probar las llaves. Burgess le miró, manifestando poco interés en el proceso: Sabía que las llaves copiadas groseramente en cera no funcionaban en una caja bien construida si previamente no se las rebajaba y refinaba. Pero también se sentía impresionado; nunca había contemplado la posibilidad de que el asunto se realizara con tanta audacia.
—¿Dónde consiguió los moldes? —preguntó.
—Aquí y allá —replicó Agar, probando y limando.
—Guardan las llaves en distintos lugares.
—En efecto —dijo Agar.
—Sí, así es. ¿Cómo las consiguió?
—Eso no le importa —dijo Agar, sin dejar de trabajar.
Burgess le miró un rato, y luego observó al leopardo.
—¿Cuánto pesa?
—Pregúntele —dijo Agar irritado.
—¿Se llevan hoy el oro? —preguntó Burgess cuando vio que Agar lograba abrir la puerta de una de las cajas. Agar no contestó; miró transfigurado durante un instante el interior de la caja—. Le he preguntado si hoy se llevan el oro.
Agar cerró la puerta.
—No —dijo—. Ahora, cierre la boca.
Burgess guardó silencio.
Durante la hora siguiente, mientras el tren de pasajeros de la mañana avanzaba de Londres a Folkestone, Agar trabajó con sus llaves. Finalmente, logró abrir y cerrar ambas cajas. Cuando terminó, limpió la grasa de las cerraduras. Después, lavo las cerraduras con alcohol y las secó con un trapo, finalmente, recogió las cuatro llaves, las depositó cuidadosamente en el bolsillo y se sentó a esperar la llegada del tren a la estación de Folkestone.
Pierce le recibió en la estación, y le ayudó a descargar el leopardo.
—¿Cómo ha ido la cosa? —preguntó.
—Les he dado los toques finales —dijo Agar, y luego sonrió—. Es el oro, ¿verdad? El oro de Crimea… ése es el golpe.
—Sí —dijo Pierce.
—¿Cuándo?
—El mes próximo —dijo Pierce. El leopardo emitió un rugido irritado.
Marzo - Mayo de 1855
Los ladrones se proponían inicialmente robar el oro durante el siguiente embarque para Crimea. El plan era muy sencillo. Pierce y Agar debían abordar el tren en Londres, y cada uno consignaría varías bolsas de mano pesadas en el furgón de equipajes. Las bolsas llevarían paquetes cosidos de munición de plomo.
Agar volvería a viajar en el furgón, y mientras Burgess desviaba la vista Agar debía abrir las cajas, retirar el oro y sustituirlo por la munición de plomo. Las bolsas con el oro serían arrojadas del tren en determinado lugar, y recogido por Barlow. Luego, Barlow continuaría hasta Folkestone, donde debía reunirse con Pierce y Agar.
Entretanto, las cajas fuertes —que aún eran convincentemente pesadas— serían trasladadas al vapor destinado a Ostende, y allí varias horas después, las autoridades francesas descubrirían el robo. En ese momento, el número de personas complicadas en el proceso del transporte determinaría que no hubiese razones especiales para sospechar de Burgess; y en todo caso, las relaciones francobritánicas habían alcanzado un nivel muy bajo a causa de la guerra de Crimea, por lo cual sería natural que los franceses supusieran que los ingleses habían cometido el robo, y viceversa. Los ladrones podían confiar en que la confusión dificultará las tareas policiales.
El plan parecía perfecto, y los ladrones proyectaban ejecutarlo con el siguiente embarque de oro, programado para el catorce de marzo de 1855.
El 2 de marzo, el zar Nicolás I de Rusia, «ese demonio en forma humana», falleció repentinamente. La noticia de su muerte provocó considerable confusión en los círculos comerciales y financieros. Durante varios días se dudó de la veracidad de los informes, y cuando al fin se confirmó su muerte, los mercados de valores de París y Londres reaccionaron con fuertes alzas. Pero como resultado de la general incertidumbre el embarque de oro se retrasó hasta el 27 de marzo. En ese momento Agar, que había caído en una especie de estado depresivo después del día catorce, estaba gravemente enfermo a causa de una agudización de su estado pulmonar, de modo que se perdió la oportunidad.
La firma Huddleston & Bradford realizaba embarques de oro una vez al mes; en Crimea había sólo once mil soldados ingleses, en contraposición a setenta y ocho mil franceses, y la mayor parte del dinero se enviaba directamente desde París. De modo que Pierce y sus compatriotas se vieron obligados a esperar hasta abril.
El embarque siguiente debía realizarse el 19 de abril. En ese momento los ladrones recibían su información acerca de las fechas de embarque de una mujer de vida alegre llamada Susan Lang, favorita de Henry Fowler. El señor Fowler deseaba impresionar a la joven con episodios que demostrasen la importancia que él tenía en el mundo de la banca y el comercio, y por su parte, la pobre muchacha —que difícilmente podía haber entendido una palabra de lo que él le decía— parecía absolutamente fascinada con las explicaciones de Fowler.
Susan Lang no era tonta, pero lo cierto es que hubo algún error. El oro salió el 18 de abril, y cuando Pierce y Agar llegaron a la Estación del Puente de Londres para subir al tren del 19 de abril, Burgess les informó de la confusión. Con el propósito de salvar las apariencias. Pierce y Agar realizaron el viaje, pero Agar dijo ante el tribunal que Pierce estaba de «muy mal humor durante el viaje».
El embarque siguiente debió realizarse el 22 de mayo. Con el fin de impedir nuevos errores, Pierce dio un paso bastante peligroso: Abrió una línea de comunicación entre Agar y Burgess. Este podía comunicarse en cualquier momento con Agar utilizando los servicios de un intermediario, un tal Smashing Billy Banks, propietario de una agencia de apuestas; y Burgess debía avisar a Banks si se modificaba la rutina del embarque. Por su parte, Agar consultaría diariamente a Bank.
El 10 de mayo Agar fue a ver a Pierce para comunicarle noticias muy desagradables: las dos cajas habían sido retiradas del furgón de equipajes del Ferrocarril Sureste, y devueltas al fabricante Chubb para «reparaciones».
—¿Reparaciones? —dijo Pierce—. ¿Qué significa eso?
Agar se encogió de hombros.
—Es lo que me dijeron.
—Son las mejores cajas fuertes del mundo —dijo Pierce—. No necesitan reparaciones —frunció el ceño—. ¿Qué pasa?
Agar se encogió de hombros.
—Usted, bastardo —dijo Pierce—, ¿raspó las cerraduras cuando ajustó las llaves? Le juro que si alguien vio ralladuras…
—Las engrasé bien —dijo Agar—. Sé que siempre miran si hay raspaduras. Le aseguro que no es eso.
La actitud serena de Agar convenció a Pierce de que el cerrajero decía la verdad. Pierce suspiró.
—Entonces,
¿por qué?
—No lo sé —dijo Agar—. ¿Conoce a alguien que pueda informarnos lo que hacen en Chubb?
—No —dijo Pierce—. Y yo no intentaría meterme ahí. En Chubb no son tontos —la fábrica de cajas fuertes ponía un cuidado escrupuloso en las relaciones con sus empleados. Se incorporaba y despedía personal con mucha dificultad, y se prevenía constantemente a los empleados de la posibilidad de que la delincuencia intentase sobornarlos.
—¿Tal vez con un cuento? —sugirió Agar, aludiendo a la posibilidad de preparar una «escena».
Pierce meneó la cabeza.
—Yo no puedo —dijo. Tienen mucho cuidado; no lograría nada…
Sus ojos adquirieron una expresión pensativa.
—¿Tiene alguna idea? —preguntó Agar.
—Estaba pensando —dijo Pierce— que nunca sospecharían de una dama.
El lugar que Rolls-Royce ocuparía en el mundo del automóvil, y Otis en el de los ascensores, hacía mucho que Chubb se lo había ganado en la industria de producción de cajas fuertes. El jefe de esta firma venerable, el señor Laurence Chubb Jr., no recordó después —o fingió no recordar— la visita de una bella joven, en mayo de 1855. Pero un empleado de la empresa quedó tan impresionado ante la belleza de la dama que después la recordó con mucho detalle.
Llegó en un elegante carruaje, con lacayos de librea, y sin ninguna escolta entró imperiosamente en el local de la empresa. Estaba muy bien vestida, y hablando con gesto altivo exigió ver inmediatamente al propio señor Chubb.
Pocos momentos después, cuando apareció el señor Chubb, la mujer anunció que era lady Charlotte Simms; dijo que ella y su marido inválido tenían una propiedad en la región de Midlands, y que algunos episodios recientes de robo en el vecindario la habían convencido de que necesitaban una caja fuerte.
—En ese caso, usted ha acudido a la mejor fábrica de la Cristiandad —dijo el señor Chubb.
—Eso me han informado —dijo lady Charlotte, como si no estuviera convencida del todo.
—Ciertamente, madame, fabricamos las mejores cajas fuertes del mundo, de todos los tamaños y formas, y por su calidad superan incluso a las mejores cajas alemanas de Hamburgo.
—Comprendo.
—Madame, ¿qué necesita exactamente?
Pese a su carácter imperioso, aquí lady Charlotte pareció vacilar. Esbozó un gesto con las manos.
—Bien, yo diría que… una caja grande, ya sabe.
—Madame —dijo serenamente el señor Chubb—, fabricamos cajas simples y de doble espesor; cajas de acero y de hierro; cajas de cerradura y de cerrojo; portátiles y fijas; cajas con capacidad de seis pulgadas cúbicas y otras con capacidad de doce yardas cúbicas; cajas provistas de cerraduras simples y dobles e incluso triples, si el cliente lo exige.
Esta enumeración pareció desconcertar todavía más a lady Charlotte. Se la veía casi indefensa —lo corriente cuando se pide a una mujer que aborde cuestiones técnicas.