El gran robo del tren (15 page)

Read El gran robo del tren Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

BOOK: El gran robo del tren
4.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por supuesto, la razón por la cual Pierce quería un
skipper
era que necesitaba a alguien capaz de tolerar el encierro durante muchas horas. Según se informó, el individuo llamado Henson encontró que el cajón de embalar era «perfectamente espacioso».

El cajón fue ubicado estratégicamente en la Estación del Puente de Londres. Por las rendijas que separaban las tablas, Henson pudo vigilar el comportamiento del guardia nocturno. Después de la primera noche, el cajón fue retirado, se pintó de otro color y se expidió nuevamente a la estación. Se aplicó la misma rutina durante tres noches sucesivas. Luego, Henson comunicó sus observaciones. Ninguno de los ladrones se sintió muy alentado.

—El poli es un tipo sólido —dijo Henson—. Regular como este reloj —mostró el reloj que Pierce le había entregado para cronometrar las actividades—. Viene a las siete en punto, con su bolsa de comida. Se sienta en la escalera, siempre alerta, jamás se duerme, y saluda al tipo que hace la ronda.

—¿Cómo son las rondas?

—El primer policía trabaja hasta medianoche, y pasa cada once minutos. A veces doce; y una o dos veces trece minutos, pero en general cada once. El segundo guardia trabaja de media noche hasta la madrugada. Es un tipo difícil, no sigue un camino fijo, se desvía de aquí para allá, mirando en todas direcciones como esos muñecos con resorte. Y tiene dos revólveres en el cinto.

—¿Qué hay del hombre que se sienta frente a la puerta de la oficina? —preguntó Pierce.

—Como digo, es un tipo muy sólido. Viene a las siete, charla con el primer guardia y no simpatiza con el segundo, por cierto que lo mira mal. Pero le gusta el primer tipo, y de cuando en cuando charla; pero el hombre no interrumpe la ronda, solamente charla al pasar.

—¿Nunca abandona su puesto? —preguntó Pierce.

—No —informó el
skipper
—. Está sentado ahí, y oye las campanas de Saint Falsworth dando las horas, y siempre que empiezan a tocar inclina la cabeza y escucha. Bueno, a las once abre la bolsa y se traga la comida, siempre de acuerdo con el reloj. Come durante diez o quince minutos, y tiene una botella de cerveza, y entonces aparece otra vez el guardia. Bueno, el hombre se acomoda, tranquilo, y espera a que el guardia venga otra vez. Ahora son las once y media, más o menos. El guardia se aleja, y el tipo va al aseo.

—Entonces,
deja
su puesto —dijo Pierce.

—Sólo para orinar.

—¿Y cuánto tarda?

—Pensé que usted querría saberlo —dijo Henson—, de modo que le tomé el tiempo. Una noche tardó setenta y cuatro segundos, sesenta y ocho la segunda vez, y sesenta y cuatro la tercera. Siempre a la misma hora, cerca de las once y media. Y vuelve a su puesto cuando el guardia hace la última ronda, a las doce menos cuarto, y después viene el segundo guardia.

—¿Fue lo mismo todas las noches?

—Todas las noches. Es la cerveza. Con la cerveza un hombre tiene que orinar.

—Sí —dijo Pierce—, la cerveza produce ese efecto. ¿Y no abandona su puesto otras veces?

—No, que yo sepa.

—Y usted, ¿no se ha dormido en ningún momento?

—¿Qué? Aquí estoy durmiendo todo el día en su preciosa cama, en su propia casa, ¿y todavía me pregunta si duermo de noche?

—Tiene que decirme la verdad —insistió Pierce, pero sin excesivo apremio.

Agar atestiguó después: «Pierce le hace las preguntas pero sin mucho interés, actúa como el descuidero, o el timador, sin interés, como si no le importara mucho, es que no quiere que el
skipper
se dé cuenta de que es un pastel grande. Nos tomamos tanto trabajo porque el
skipper
podía cantarnos a los miltonianos, por unas monedas, pero no tiene sesos suficientes si no, no sería
skipper
, ¿verdad?».

(Esta declaración provocó conmoción en el tribunal. Cuando su Señoría pidió una explicación, Agar dijo sorprendido que se había explicado todo lo mejor posible. Se necesitó un interrogatorio de varios minutos para aclarar que Agar había dicho lo siguiente: Que Pierce había fingido ser un carterista común, o un ladrón de poca monta, o un «cogotero», un hombre que atacaba a los borrachos con el propósito de engañar al
skipper
, de modo que éste no advirtiese que se estaba desarrollando un plan de gran alcance. Agar dijo también que el
skipper
podría haberlo imaginado por sí mismo, en cuyo caso hubiera podido denunciarlos a la policía; pero no había tenido inteligencia suficiente. Este fue uno de los casos en que la incomprensible jerga delictiva interrumpió los procedimientos del tribunal).

—Le juro, señor Pierce —dijo el
skipper
— que no he dormido un minuto.

—¿Y el policía sólo se aleja una vez durante la noche?

—Sí, y todas las noches lo mismo. Es regular como este chirimbolo —sostuvo el cronómetro—, completamente regular.

Pierce dio las gracias al
skipper
, le pagó media corona por su trabajo, se dejó convencer por las protestas y regateos y agregó otra media corona, y despidió al hombre. Cuando se cerró la puerta, Pierce dijo a Barlow que «aleccionase» al hombre; Barlow asintió, y salió de la casa por otra puerta.

Cuando Pierce volvió a donde estaba Agar, dijo:

—¿Y bien? ¿Es imposible?

—Sesenta y cuatro segundos —dijo Agar, meneando la cabeza—. No es un juego de niños…

—Nunca dije que lo fuera —dijo Pierce—. Pero usted me dijo muchas veces que era el mejor cerrajero del país, y aquí tiene un problema apropiado para su talento: ¿Le parece imposible?

—Veremos —dijo Agar—. Tengo que practicar el asunto. Y necesito verlo de cerca. ¿Podemos visitarlo?

—Seguramente —dijo Pierce.

Capítulo
21
UN ACTO AUDAZ

«En las últimas semanas», decía el
Illustrated London News
del 21 de diciembre de 1854, «la incidencia de la delincuencia callejera temeraria y brutal ha alcanzado proporciones alarmantes, sobre todo durante la noche. Parece que la confianza depositada por el señor Wilson en la iluminación callejera de gas como factor disuasorio de las tropelías de los malhechores ha sido injustificada, porque los delincuentes se muestran cada vez más temerarios, y atacan con audacia sin par a las personas desprevenidas. Ayer mismo, el agente de policía Peter Farrell fue atraído a un callejón, donde una banda de matones cayó sobre él, le golpeó y le quitó todo lo que llevaba encima, incluso el uniforme. Tampoco podemos olvidar que hace apenas un par de semanas el señor Parkington, miembro del Parlamento, fue cruelmente asaltado en un lugar abierto y bien iluminado, mientras se dirigía a pie del Parlamento a su club. Esta epidemia de ataques a mansalva debe merecer la pronta atención de las autoridades en un futuro próximo».

El artículo continuaba describiendo el estado del agente Farrell, cuya «condición no era mejor de lo que cabía esperar». De acuerdo con la versión del policía, había sido llamado por una mujer bien vestida, que estaba discutiendo con un cochero, «un sujeto de aspecto hosco y brutal, con una cicatriz blanca que le atravesaba la frente». Cuando el policía intercedió en la disputa, el cochero se arrojó sobre él jurando y maldiciendo y golpeándolo con una cachiporra; y cuando el infortunado policía recobró el sentido, descubrió que le habían despojado de sus ropas.

En 1854 muchos Victorianos que habitaban en las ciudades se sentían inquietos ante al recrudecimiento del delito en las calles. Algunas «epidemias» ulteriores y periódicas de violencia callejera culminaron finalmente en el pánico de los transeúntes durante los años 1862 y 1863, y en la aprobación por el Parlamento de la Ley de Asaltos con Violencia. Esta legislación dictaminó castigos desusadamente severos para los infractores, entre ellos la flagelación por tandas —con el propósito de permitir que los detenidos se recuperasen antes de volver a castigarlos— y la pena de muerte por ahorcamiento. En efecto, en 1863 se ahorcó en Inglaterra a más personas que en cualquier otro año a partir de 1838.

El ataque brutal en la calle era la forma más baja de actividad delictiva. Los atracadores y los asaltantes a mano armada eran a menudo despreciados por sus colegas de los bajos fondos, que detestaban los métodos groseros y los actos de violencia. El método habitual de ataque requería que un cómplice, de preferencia una mujer, atrajese a la víctima, preferiblemente un borracho; entonces, el atracador caía sobre la víctima, la golpeaba con una cachiporra y la despojaba, dejándola tirada en la calle. No era un modo elegante de obtener dinero.

Los ingratos detalles del atracador cayendo sobre su impotente víctima eran el tema corriente de la información diaria. Según parece, nadie se detuvo a pensar que, en realidad, el ataque al agente Farrell era muy extraño. De hecho tenía muy poco sentido. Entonces como ahora los delincuentes evitaban siempre que era posible los enfrentamientos con la policía. Atacar a un policía era simplemente provocar una búsqueda exhaustiva en todos los palomares, hasta que se detenía a los culpables, pues la policía ponía particular interés en resolver los ataques contra los miembros de la fuerza.

Tampoco había motivos razonables para atacar a un policía. Sabía defenderse mejor que la mayoría de las víctimas, y nunca llevaba mucho dinero; a menudo, no tenía dinero.

Finalmente, carecía de sentido desvestir a un policía. En esa época era usual despojar de sus ropas a las víctimas, y la tarea estaba generalmente a cargo de viejas que atraían a los niños a un callejón, y luego les quitaban toda la ropa para venderla en una tienda de artículos de segunda mano.

Pero era imposible disimular el uniforme de un policía, con el fin de que tuviese cierto valor de reventa. Los establecimientos de artículos de segunda mano siempre estaban vigilados, y a menudo se les acusaba de aceptar artículos robados; ningún «traductor» aceptaría jamás un uniforme de policía. En todo Londres era quizá el único tipo de prenda que carecía absolutamente de valor de reventa.

Por consiguiente, el ataque al agente Farrell no sólo era peligroso, sino insensato, y un observador reflexivo debía preguntarse cuáles podrían ser las motivaciones de sus autores.

Capítulo
22
CHALANEOS

A fines de diciembre de 1854 Pierce se reunió con un hombre llamado Andrew Taggert en la taberna Las Armas del Rey, cerca de Regent Street. En ese momento Taggert tenía casi sesenta años, y era un personaje muy conocido en el vecindario. Había sobrevivido a una carrera prolongada y pintoresca, que podemos rememorar brevemente, porque es uno de los pocos participantes del Gran Robo del Tren de quien se conocen los antecedentes.

Taggert había nacido alrededor de 1790 en las afueras de Liverpool, y había llegado a Londres hacia fines del siglo, con su madre soltera, que era prostituta. Tenía unos diez años cuando trabajó en «el negocio de la resurrección», es decir, la exhumación de cadáveres recientes, extraídos de los cementerios para venderlos a las facultades de medicina. Pronto adquirió una reputación de audacia sin igual; decíase que cierta vez había transportado un cadáver atravesando las calles de Londres en pleno día, con el hombre instalado en su carromato como un pasajero.

La Ley de Anatomía de 1838 liquidó el negocio de los cadáveres, y Andrews Taggert se dedicó a la profesión de pasador, «dando cambio», es decir, colocando dinero falsificado. En esta maniobra, se pagaba con una moneda genuina la compra a un comerciante, y luego el pasador rebuscaba en su bolso, diciendo que creía tener el cambio justo, y tomaba de vuelta la moneda original. Después de un momento decía: «No, en realidad no tengo cambio», y entregaba una moneda falsificada en lugar de la anterior. Era un trabajo mezquino, y Taggert se cansó pronto del asunto. Se dedicó a diferentes estafas, y hacia mediados de la década de 1840 era un experto en la materia. Según parece, tuvo mucho éxito en su profesión; alquiló un piso respetable en Camden Town, un barrio, por cierto, no del todo respetable. (Charles Dickens había vivido allí unos quince años antes, mientras su padre estuvo encarcelado). Taggert también tomó esposa, una viuda llamada Mary Maxwell, y una de las ironías menores del asunto es que este magistral estafador fue engañado a su vez. Mary Maxwell se especializaba en la falsificación de pequeñas monedas de plata. Había cumplido varías condenas de cárcel, y tenía ciertos conocimientos jurídicos, lo que no era el caso de su nuevo esposo; en realidad, la mujer se había casado respondiendo a motivos ulteriores.

La posición legal de la mujer ya era tema de activos intentos de reformas; pero en esa época las mujeres no tenían derecho de votar, poseer propiedades o testar, y los ingresos de una mujer casada que estaba separada de su marido legalmente continuaban siendo propiedad de éste. Aunque la ley trataba a las mujeres casi como a idiotas, y parecía favorecer abrumadoramente a los hombres, el asunto contenía ciertas complicaciones extrañas, como muy pronto habría de descubrirlo Taggert.

En 1847 la policía allanó el lugar donde trabajaba Mary Maxwell Taggert, sorprendiéndola en el momento mismo en que estaba fabricando monedas de seis peniques. La mujer recibió serenamente el allanamiento, anunció con voz tranquila que estaba casada, e indicó a la policía el paradero de su esposo.

De acuerdo con la ley, el marido era responsable de las actividades delictivas de su mujer. Se presumía que dicha actividad era resultado del planeamiento y la ejecución del hombre, en los cuales la esposa era un mero participante… quizá contra su voluntad.

En julio de 1847 Andrew Taggert fue detenido, convicto de falsificar moneda, y condenado a ocho años en la cárcel de Bridewell; Mary Maxwell quedó en libertad, y ni siquiera se le formuló una reprimenda. Se asegura que en la sesión en que se condenó al marido exhibió en el tribunal «una conducta burlona y desafiante».

Taggert cumplió tres años de su sentencia, y luego se le permitió salir en libertad condicional. Más tarde se dijo que había perdido toda su fibra, un resultado bastante usual de los períodos de cárcel; ya no tenía la energía ni la confianza necesarias para dedicarse a la estafa, de modo que comenzó a «frenar cascos» —es decir, robar caballos. Hacia 1854 era un rostro conocido en las tabernas frecuentadas por los aficionados a las carreras de caballos; se dice que estuvo complicado en el escándalo de 1853, en el cual un animal de cuatro años fue presentado en el Derby incluyéndolo en la categoría de caballos de tres años. Nadie tenía datos ciertos, pero se supuso que, en su condición de ladrón de caballos, organizó el robo del animal más famoso durante ese período: Silver Whistle, un caballo de tres años proveniente de Derbyshire.

Other books

Cortafuegos by Henning Mankell
Facial Justice by L. P. Hartley
El antropólogo inocente by Nigel Barley
Never to Part by Joan Vincent
Lakeland Lily by Freda Lightfoot
Polar (Book 1): Polar Night by Flanders, Julie
Beautiful Liar by Lexie Davis