—Entonces, dígalo derechamente —aconsejó Pierce— de hombre a hombre.
Fowler se tragó su bebida, y con un golpe seco depositó el vaso sobre la mesa.
—Muy bien. Dicho sin vueltas ni rodeos, el caso es que he cogido la enfermedad francesa.
—Oh, Dios mío —exclamó Pierce.
—Creo que he abusado —dijo Fowler con expresión de tristeza— y ahora debo sufrir el castigo. Es una situación realmente molesta e irritante —en esos años se creía que la enfermedad venérea era fruto de la excesiva actividad sexual. Escaseaban las curas, y aún más los médicos dispuestos a tratar a un paciente afectado por esta dolencia. En la mayoría de los hospitales se ignoraba totalmente la gonorrea y la sífilis. El hombre respetable que contraía estas enfermedades podía ser víctima de la extorsión; de ahí la reticencia demostrada por el señor Fowler.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Pierce, pese a que sabía muy bien lo que se le pediría.
—Tenía la esperanza… espero que no infundada… de que dada su condición de soltero, tal vez usted conozca… en fin, que pueda relacionarme con una joven virgen, una muchacha del campo.
Pierce frunció el ceño.
—Ya no es tan fácil como antes.
—Lo sé, lo sé —dijo Fowler, alzando la voz. Procuró controlarse, y habló con más serenidad—. Entiendo la dificultad. Pero confiaba en que…
Pierce asintió.
—En Haymarket hay una mujer —dijo— que con frecuencia dispone de una o dos vírgenes. Puedo realizar averiguaciones discretas.
—Oh,
se lo ruego
—dijo el señor Fowler con voz trémula. Y agregó—: Es sumamente doloroso.
—Lo averiguaré —dijo Pierce—. Me comunicaré con usted dentro de un día o dos. Entretanto, no se deje abatir.
—Oh, gracias, muchas gracias —dijo Fowler, y pidió otra bebida.
—Puede ser costoso —le advirtió Pierce.
—Hombre, no me importa el gasto. ¡Pagaré lo que sea! —Pero luego pareció reconsiderar el asunto—. ¿Cuánto cree que me costará?
—Cien guineas, si quiere tener la certeza de que es una verdadera virgen.
—¿Cien guineas? —Fowler parecía sentirse muy incómodo.
—En efecto, y sólo si tengo la suerte de conseguir un precio favorable. Como usted sabe, hay mucha demanda.
—Bien, de acuerdo —dijo el señor Fowler, y sorbió su bebida—. Que así sea.
Dos días después, el señor Fowler recibió por intermedio del nuevo servicio de correos una carta dirigida a su oficina en el Banco Huddleston & Bradford. El señor Fowler se sintió reconfortado por la excelente calidad del papel, así como la refinada caligrafía, inequívocamente femenina.
11 de noviembre de 1854
Señor:
Nuestro mutuo conocido, el señor P., me pidió le informase tan pronto me enterase de una dama
virgen
. Me complace recomendarle a una joven muy bonita, recién llegada del campo; y confío en que le agradará mucho. Si le parece apropiado, puede conocerla dentro de cuatro días en la calle Lichfield, al fondo de Saint Martin’s Lane, a las ocho en punto. Estará esperándole, y se ha preparado una habitación no lejos de ese lugar.
Queda de usted, señor, su más humilde y obediente servidora.
M.B.
Calle South Moulton.
No se mencionaba el precio de la joven, pero eso apenas le importó a Fowler. Sus partes íntimas estaban ahora hinchadas y muy sensibles, al extremo de que no atinaba a pensar en nada mientras estaba sentado frente a su escritorio, esforzándose por despachar los asuntos del día. Releyó la carta, y nuevamente le tranquilizó la excelente impresión que suscitaba la misiva. Llegó a la conclusión de que quien la había escrito era una persona de absoluta confianza, y ese aspecto era importante. Fowler sabía que muchas vírgenes no eran tales, ni mucho menos, sino más bien jóvenes iniciadas muchas veces; y se renovaba el «estado virginal» mediante la aplicación de una pequeña puntada en un lugar estratégico.
Sabía también que la relación con una virgen no gozaba de aceptación universal como cura de la enfermedad venérea. Muchos hombres juraban que la experiencia curaba; pero otros rechazaban la idea. Se argüía a menudo que el fracaso respondía al hecho de que la joven en cuestión no era una virgen auténtica. Pero el señor Fowler examinó el papel y la caligrafía, y en ellos encontró el confortamiento que anhelaba hallar.
Despachó una nota de impreciso agradecimiento a su amigo Pierce por la ayuda que le había prestada en el asunto.
El mismo día en que el señor Fowler escribía una carta de agradecimiento al señor Pierce, éste se preparaba para violar el domicilio del señor Trent. En el plan participaban cinco personas: Pierce, que poseía cierto conocimiento de la disposición interior de la casa; Agar, que obtendría el molde de cera de la llave; la mujer de Agar, que representaría el papel de campana o vigía; y Barlow, que se ocuparía de distraer la atención del enemigo.
Participaba también la misteriosa señorita Miriam. Era esencial para el plan, pues debía ejecutar lo que se denominaba «el truco del carruaje». Era una de las formas más astutas de entrar en una casa. Los efectos del truco del carruaje dependían de una arraigada costumbre social de la época: la propina entregada a los criados.
En la Inglaterra victoriana, más o menos el 10 por ciento de toda la población formaba parte de la «servidumbre», y casi todos los miembros de este grupo estaban mal pagados. Y los peor pagados eran aquellos que por sus tareas se relacionaban con los visitantes y los invitados de la casa: el mayordomo y el portero obtenían sus ingresos sobre todo de las propinas. De ahí el famoso desdén del portero por los visitantes de pocos medios… y también el «truco del carruaje».
A las nueve de la noche del 12 de noviembre de 1854 los cómplices de Pierce habían ocupado sus respectivos lugares. El campana, es decir la mujer de Agar, se paseaba lentamente por la calle de la mansión de Trent. Barlow, el hombre que debía realizar la maniobra de diversión, se había deslizado por la callejuela en dirección a la entrada de los proveedores y las perreras instaladas, al fondo de la casa. Pierce y Agar estaban ocultos entre los matorrales que crecían frente a la puerta principal. Cuando todo estuvo preparado, un elegante carruaje cerrado se detuvo junto a la acera, frente a la casa, y sonó la campanilla.
El portero de la mansión de los Trent oyó el sonido, y abrió la puerta. Vio el carruaje detenido junto a la acera. Con su aire digno, pero siempre atento a la posibilidad de la propina, el portero no podía quedarse en el umbral de la puerta, gritando en medio de la noche para preguntar qué deseaban. Como después de algunos instantes nadie descendió del vehículo, el hombre bajó los escalones que conducían a la acera para verificar si podía ser útil.
En el interior del carruaje había una mujer bella y elegante, que preguntó si era ésa la residencia del señor Robert Jenkins. El portero respondió negativamente, pero conocía el domicilio del señor Jenkins; la casa se hallaba a la vuelta de la esquina, y el hombre indicó precisamente como encontrarla.
Mientras se desarrollaba esta conversación, Pierce y Agar se deslizaron en el interior de la casa por la puerta abierta. Se encaminaron directamente a la puerta del sótano. Estaba cerrada con llave, pero Agar utilizó una ganzúa y la abrió en un instante. Los dos hombres bajaron al sótano, y ya habían cerrado la puerta cuando el portero estaba recibiendo su propina de la dama del carruaje. El portero lanzó al aire la moneda, la atrapó con un movimiento rápido, regresó a la casa, y cerró de nuevo con llave la puerta, sin sospechar que le habían engañado. Este era el truco del carruaje.
A la luz de una linterna sorda, Pierce echó una ojeada al reloj. Eran las 9.04. De modo que tenían una hora para hallar la llave, antes de que Barlow iniciara la maniobra de diversión que cubriría la fuga.
Pierce y Agar descendieron silenciosamente los escalones que llevaban al sótano. Vieron las filas de botellas de vino, guardadas en jaulas de hierro. Las cerraduras nuevas de estas jaulas cedieron fácilmente a las manipulaciones de Agar. A las 9.11 abrieron las puertas de hierro y entraron en la bodega propiamente dicha. Inmediatamente comenzaron a buscar la llave.
La búsqueda fue inevitablemente una tarea lenta y difícil. A lo sumo, Pierce podía suponer una cosa acerca del escondrijo de la llave: Como la esposa del señor Trent era la persona que generalmente descendía al sótano, y puesto que su marido no deseaba que ella encontrase la llave por accidente, era probable que el banquero la ocultase en un sitio a bastante altura, y por lo tanto incómodo para la mujer. Primero buscaron en el extremo superior de los bastidores, explorando con los dedos. Todo estaba polvoriento, y pronto hubo bastante tierra en el aire.
Agar con sus pulmones enfermos, difícilmente conseguía reprimir la tos. Sus gruñidos sofocados alarmaron varias veces a Pierce, pero según parece los habitantes de la casa no los oyeron.
Pronto se hicieron las 9.30 Pierce comprendió que el tiempo empezaba a trabajar contra ellos. Buscó con mayor apremio y se mostró impaciente, quejándose entre dientes a Agar, que dirigía el haz de luz de la linterna sorda.
Pasaron otros diez minutos y Pierce comenzó a sudar. Y luego, en determinado momento, sus dedos sintieron algo frío sobre el reborde superior de los bastidores que guardaban las botellas. El objeto cayó al suelo con tintineo metálico. Unos segundos de búsqueda desordenada sobre el piso de tierra del sótano, y encontraron la llave. Eran las 9.45.
Pierce la sostuvo frente al rayo de luz de la linterna. En la sombra, Agar gimió.
—¿Qué pasa? —murmuró Pierce.
—No es ésta.
—¿Cómo?
—Digo que no es la maldita llave, es otra.
Pierce dio vueltas a la llave en la mano.
—¿Está seguro? —murmuró, pero sabía muy bien que Agar estaba en lo cierto. Era una llave sucia y vieja; había tierra acumulada en las muescas y las salientes. Agar dijo lo que pensaba.
—Hace años que nadie la toca.
Pierce lanzó un juramento, y continuó buscando, mientras Agar sostenía la linterna. Agar examinaba la llave con aire crítico.
—Qué rara es —murmuró—. Nunca vi nada parecido. Pequeña, tan delicada, podría ser una pieza de un adminículo femenino, casi…
—… Cállese —silbó Pierce.
Agar guardó silencio. Pierce buscó, sintiendo que el corazón le golpeaba el pecho, sin mirar el reloj, porque no quería ver la hora. De pronto, los dedos tocaron metal frío. Lo llevó a la luz.
Era una llave brillante.
—Es de una caja fuerte —dijo Agar cuando la vio.
—Bien —dijo Pierce suspirando. Se apoderó de la linterna y la sostuvo para que Agar pudiese ver. Agar extrajo dos moldes de cera de sus bolsillos. Los sostuvo en la mano para calentarlos un momento, y luego apretó la llave sobre la cera primero un lado y después el otro.
—¿Hora? —murmuró.
—Las nueve y cincuenta y uno —dijo Pierce.
—Haré otro juego —dijo Agar, y repitió el proceso con otro par de moldes. Era la práctica usual de los buenos «cerrajeros», pues siempre había que contar con la posibilidad de que después de realizada la operación, algunos de los moldes se deteriorase. Una vez que tuvo los dos juegos, Pierce devolvió la llave a su escondrijo.
—Las nueve y cincuenta y nueve.
—Caramba, por poco.
Abandonaron la bodega, cerraron después de salir, y subieron en silencio la escalera que conducía a la puerta del sótano. Allí esperaron.
Barlow, acechando en las sombras cerca de las habitaciones de la servidumbre, extrajo su reloj y vio que eran las diez. Tuvo un instante de vacilación. Por una parte, cada instante que sus cómplices pasaban en el interior de la residencia de los Trent era peligroso; por otra, quizá no habían terminado el trabajo, a pesar del horario establecido. Barlow no tenía el menor deseo de ser el villano de la obra, saludado por el espectáculo de los rostros irritados cuando escaparan de la casa.
Finalmente murmuró: «Las diez, son las diez» y cogiendo una bolsa, avanzó hacia las perreras. Allí había tres perros, entre ellos el animal entrenado que el señor Pierce había regalado al dueño de la casa. Barlow se inclinó sobre la empalizada, y agitando la bolsa consiguió que cuatro ratas salieran chillando y se metieran en el recinto. Los perros empezaron inmediatamente a aullar y ladrar, armando un escándalo terrible.
Barlow volvió a su refugio en las sombras, mientras comenzaban a encenderse las luces en una ventana tras otra de los cuartos de la servidumbre.
Cuando oyeron la conmoción, Pierce y Agar abrieron la puerta del sótano y salieron al sendero, cerrando la puerta tras de sí. Oyeron el ruido de pasos que corrían al fondo de la casa. Abrieron los cerrojos y la cerradura de la puerta del frente, salieron a la calle y desaparecieron en la noche.
Dejaron un solo signo de su visita: La puerta principal sin llave. Sabían que a la mañana siguiente el portero, que era el primero en levantarse, se acercaría a la puerta y la hallaría sin llave. Pero el portero recordaría el incidente del carruaje, la noche anterior, y supondría que había olvidado echar la llave. Íntimamente, sospecharía la posibilidad de que hubiesen entrado ladrones; pero a medida que avanzara el día sin que se advirtiese la falta de objetos de valor, olvidaría el asunto.
En todo caso, no se informó a las autoridades que hubiesen entrado ladrones en la residencia de los Trent. Se explicó la misteriosa agitación de los perros por los cuerpos de las ratas muertas en la perrera. Hubo algunos comentarios acerca del modo en que las ratas habían llegado a las jaulas de los perros, pero el hogar de los Trent era una casa grande y atareada, y no había tiempo que dedicar a charlas ociosas acerca de cosas triviales.
De modo que la noche del 13 de noviembre de 1854, Edward Pierce tenía la primera de las cuatro llaves que necesitaba. Consagró inmediatamente su atención a la búsqueda de la segunda llave.
El señor Henry Fowler apenas podía creer en el testimonio de sus ojos. Allí, al débil resplandor del farol callejero de gas, había una criatura delicada, de mejillas sonrosadas, maravillosamente joven. No podía tener mucho más de doce años, y su postura misma, al porte y la actitud tímida revelaban su condición ingenua y virginal.