—Mentiras, todo mentiras. Usted es un falsificador vulgar.
—Lo juro —dijo Agar—. Yo no he falsificado. No tendría sentido… —se interrumpió bruscamente.
Hubo un breve silencio en el despacho, interrumpido únicamente por el tictac del reloj sobre la pared. Harranby había comprado el reloj especialmente por el tictac, que era constante, sonoro e irritante para los detenidos.
—¿Por qué no va a tener sentido? —preguntó suavemente.
—Porque soy un hombre honrado —replicó Agar, clavando la vista en el suelo.
—¿Qué trabajo honrado hace?
—Jornalero. Aquí y allá.
Era una excusa poco concreta, pero bastante verosímil. En el Londres de la época había casi medio millón de jornaleros sin especialización que desempeñaban trabajos diversos cuando encontraban empleo.
—¿Dónde ha trabajado?
—Bien, veamos —dijo Agar, enderezándose—. Un día de trabajo en el gasómetro de Millbank, cargando. Dos días en Chenworth, transporte de ladrillos. La semana pasada unas horas en casa del señor Barnham, limpiando el sótano. Trabajo donde puedo, como todos.
—¿Le recordarán esos patrones?
Agar sonrió.
—Quizás.
Otro callejón sin salida para Harranby. Los patrones que utilizaban jornaleros a menudo no recordaban a sus obreros, o los recordaban mal. En todo caso, todo eso no significaba gran cosa.
Harranby se puso a mirar las manos del hombre. Agar tenía las manos entrelazadas sobre su propio regazo. Luego, Harranby vio que la uña del meñique era más larga. Estaba mordida para disimular, pero de todos modos era todavía un poco más larga.
Una uña larga podía significar muchas cosas. Los marineros la usaban para atraer la buena suerte —sobre todo los griegos—; también algunos empleados que usaban sellos, para separar el sello de la cera caliente. Pero Agar…
—¿Cuánto tiempo hace que es cerrajero? —preguntó Harranby.
—¿Eh? —preguntó Agar con expresión de refinada inocencia—. ¿Cerrajero?
—Vamos, vamos —dijo Harranby—. Usted sabe de sobra qué es un cerrajero.
—Trabajé como leñador una vez. Pasé un año en el norte, trabajando en un aserradero. Si, eso, eso.
Harranby no se dejó desviar del tema.
—¿Hizo usted las llaves de las cajas?
—¿Llaves? ¿Qué llaves?
Harranby suspiró.
—Usted no tiene futuro como actor, Agar.
—No sé qué me quiere decir, señor —dijo Agar—. ¿De qué llaves me habla?
—De las llaves del robo del tren.
Agar se echó a reír.
—Caray —dijo—. ¿Y usted cree que si hubiera estado en eso ahora me dedicaría a falsificar? ¿Realmente lo cree? Eso es tonto, de veras.
El rostro de Harranby no tenía expresión alguna, pero sabía que Agar tenía razón. Era absurdo pensar que un hombre que había participado en el robo de doce mil libras se dedicaría un año después a falsificar billetes de cinco libras.
—Es inútil fingir —dijo Harranby—. Sabemos que Simms le ha dejado. No le importa qué le ocurra… ¿por qué lo protege?
—No lo conozco —dijo Agar.
—Díganos dónde está y le recompensaremos bien.
—No lo conozco —insistió Agar—. ¿No me entiende?
Harranby miró fijamente a Agar. El hombre se mostraba muy sereno, salvo los ocasionales ataques de tos. Miró a Sharp, que estaba en un rincón. Había llegado el momento de cambiar de táctica.
Harranby recogió una hoja de papel de su escritorio y se colocó los lentes.
—Veamos, señor Agar —dijo—. Aquí tenemos una relación de sus antecedentes. No es muy buena.
—¿Antecedentes? —Ahora se lo veía sinceramente asombrado—. Yo no tengo antecedentes.
—Pues claro que los tiene —dijo Harranby, recorriendo el texto con el dedo—. Robert Agar… hum… veintiséis años… hum… nació en Bethnal Green… hum… Sí, aquí está, cárcel de Bridewell, seis meses, acusado de vagancia, en 1849…
—Eso
no es cierto
—explotó Agar.
—… y Coldbath, un año y ocho meses, acusado de robo, en 1832…
—Eso no es cierto, ¡juro que no es verdad!
Harranby miró al detenido por encima de sus lentes.
—Señor Agar, está aquí, en la ficha. Creo que el juez se interesará en el asunto. ¿Qué le parece, señor Sharp? ¿Cuánto le pondrán?
—Catorce años de destierro, por lo menos —dijo Sharp con aire reflexivo—. Hum, sí, catorce años en Australia… creo que será eso.
—Australia —dijo Agar con voz apagada.
—Bueno, yo creo —dijo calmosamente Harranby—, que en un caso así no hay más remedio que embarcarlo.
Agar guardaba silencio.
Harranby sabía que si bien el destierro a Australia aparecía a los ojos del pueblo como un castigo muy temido, los propios delincuentes veían el asunto con ecuanimidad o incluso con cierta agradable expectativa. Muchos criminales sospechaban que Australia era un lugar agradable, y sin duda «la caza del canguro» era preferible a una larga temporada en una cárcel inglesa.
Además, durante esos años Sydney, en Nueva Gales del Sur, era un bello y próspero puerto de mar de treinta mil habitantes. Por otra parte, se trataba de un sitio donde «no interesaban las historias personales, y la buena memoria y la mente inquisitiva suscitaban particular desagrado…». Y si tenía sus aspectos brutales —a los carniceros les gustaba desplumar las aves aún vivas— también era un lugar grato, con calles iluminadas con luz de gas, mansiones elegantes, mujeres enjoyadas y pretensiones sociales propias. Para un hombre como Agar el destierro podía ser una situación con sus defectos y sus virtudes, Pero Agar estaba muy agitado. Era evidente que no deseaba salir de Inglaterra. Cuando vio esta reacción, Harranby se sintió alentado. Se puso de pie.
—Eso es todo por ahora —dijo—. Si durante los próximos días desea comunicarme algo, informe a los guardias de Agar fue retirado del despacho. Harranby volvió a su sillón. Sharp se acercó al escritorio.
—¿Qué estaba leyendo? —preguntó.
Harranby le mostró la hoja de papel.
—Una notificación de la Comisión del Ayuntamiento —dijo— en el sentido de que debe evitarse estacionar los carruajes en el patio.
Tres días después Agar informó a los guardias de Newcate que deseaba tener otra audiencia con el señor Harranby. El 13 de noviembre Agar dijo a Harranby todo lo que sabía acerca del robo, a cambio de la promesa de un tratamiento benévolo, y la indefinida posibilidad de que una de las instituciones afectadas —el banco, el ferrocarril o aun el propio gobierno— aceptara otorgarle una parte de las recompensas pendientes ofrecidas a quienes suministran información.
Agar no sabía dónde se guardaba el dinero. Dijo que Pierce le había estado pagando una asignación mensual en papel moneda. Los delincuentes habían convenido previamente en que dividirían el botín dos años después del golpe, en mayo del siguiente año, es decir, 1857.
Pero Agar conocía el domicilio de Pierce. En la noche del 13 de noviembre las fuerzas del Yard rodearon la mansión de Edward Pierce, o John Simms, y entraron con las armas dispuestas. Pero el propietario no estaba en casa; los atemorizados sirvientes explicaron que había salido de la ciudad para asistir al combate de boxeo del día siguiente en Manchester.
Desde el punto de vista técnico los combates de boxeo eran ilegales en Inglaterra, pero se realizaron a lo largo de todo el siglo XIX, y atraían a un público enorme y fiel. La necesidad de evitar la acción de las autoridades determinaba que a veces, a último momento, un encuentro se desplazara de una ciudad a otra, de modo que los nutridos grupos de entusiastas del pugilismo y de aficionados al deporte viajaban por distintas áreas rurales.
El combate del 19 de noviembre entre Dinamita Tim Revels, el Cuáquero Peleador, y su retador, Neddy Singleton, pasó de Liverpool a una pequeña localidad llamada Eagle Welles, y más tarde a Barrington, en las afueras de Manchester. Presenciaron la pelea veinte mil aficionados, quienes juzgaron poco satisfactorio el espectáculo.
En esa época los encuentros de boxeo se ajustaban a reglas que hoy nos parecerían casi imposibles. Los boxeadores peleaban con los puños desnudos, y procuraban regular sus golpes de modo que no sufriesen lesiones en las manos o los puños; el hombre que se lastimaba los nudillos o las muñecas al comienzo de un encuentro perdía casi con seguridad. Los asaltos tenían una duración variable, y los combates no se subordinaban a límites de tiempo. A menudo se prolongaban durante cincuenta o incluso ochenta asaltos, de modo que ocupaban gran parte del día. El propósito de la acción era lesionar lenta y metódicamente al adversario, con una sucesión de pequeños cortes y moretones; no se buscaba poner fuera de combate al contrario. Por lo contrario, el buen luchador sometía a golpes a su adversario.
Neddy Singleton se vio irremediablemente superado por Dinamita Tim desde el comienzo. Al principio de la lucha Neddy adopto el ardid de doblar la rodilla siempre que recibía un golpe, con el propósito de detener el combate y tomar aliento. Los espectadores silbaban y abucheaban a la vista de un truco tan indigno, pero era imposible impedirlo, sobre todo porque el árbitro —encargado de contar diez— decía los números con una lentitud que demostraba que había sido generosamente pagado por los partidarios de Neddy. La indignación de los aficionados se moderó un tanto porque advirtieron que esta argucia tenía al menos el efecto de prolongar el sangriento espectáculo que habían venido a presenciar.
Con millares de espectadores distribuidos alrededor del cuadrilátero, y entre ellos todas las variedades imaginables de rufianes y matones, los hombres del Yard se vieron en dificultades para actuar discretamente. Agar, con un revólver contra la espina dorsal, señaló desde cierta distancia a Pierce y a Burgess. Los dos hombres fueron detenidos en una operación ejecutada con destreza: aplicaron un revólver al costado de cada hombre, y les sugirieron en voz baja que se entregaran sin resistencia. De lo contrario, les meterían una bala en el cuerpo.
Pierce saludó amablemente a Agar.
—¿De modo que se ha vuelto soplón? —preguntó con una sonrisa.
—No importa —dijo Pierce. Agar no se atrevió a mirarle a los ojos—. Como usted sabe, también he previsto esto.
—No tenía alternativa —exclamó Agar.
—Perderá su parte —dijo serenamente Pierce.
En la periferia de la multitud que asistía al encuentro, Pierce fue llevado ante el señor Harranby, del Yard.
—¿Es usted Edward Pierce, también conocido como John Simms?
—Yo soy —replicó el hombre.
—Se le arresta acusado de robo —dijo el señor Harranby.
A lo cual Pierce replicó:
—No podrán tenerme preso.
—Me temo que lo conseguiremos, señor —dijo el señor Harranby.
En la noche del 19 de noviembre Pierce y Burgess fueron a reunirse con Agar en la cárcel de Newgate. Harranby informó discretamente de su éxito a los funcionarios del gobierno, pero nada se anunció en la prensa, porque Harranby quería apresar a la mujer llamada Miriam y al cochero Barlow, que todavía estaban en libertad. También deseaba recuperar el dinero.
El 22 de noviembre el señor Harranby interrogó a Pierce por primera vez. El diario de su ayudante Jonathan Sharp registra que «H., llegó temprano al despacho; estaba pulcramente vestido, y tenía excelente aspecto. Tomó una taza de café en lugar del té acostumbrado. Comentarios acerca del modo más eficaz de manejar a Pierce, etc., etc. Dice que sospecha será imposible obtener nada de Pierce sin ablandarle previamente».
En realidad, la entrevista fue muy breve. A las nueve de la mañana Pierce fue llevado a la oficina y se le indicó que ocupara una silla, aislada en medio del despacho. Harranby, instalado detrás del escritorio, formuló la primera pregunta con la habitual brusquedad.
—¿Conoce al hombre llamado Barlow?
—Sí —replicó Pierce.
—¿Dónde está ahora?
—No sé.
—¿Dónde está la mujer llamada Miriam?
—No sé.
—¿Dónde está el dinero?
—No sé.
—Parece que usted ignora muchas cosas.
—Así es —confirmó Pierce.
Harranby le miró un momento. Hubo un breve silencio.
—Quizás —dijo Harranby— un tiempo en el Steel le refrescará la memoria.
—Lo dudo —dijo Pierce, sin el más mínimo indicio de ansiedad.
Poco después le sacaron del despacho.
Cuando estuvo solo con Sharp, Harranby dijo:
—Lo quebraré, se lo aseguro.
El mismo día Harranby ordenó que Pierce fuera trasladado de la cárcel de Newgate a la Correccional de Coldbath Fields, llamado también la Bastilla. El «Steel» —otro de sus nombres— normalmente no era un lugar de detención para los delincuentes acusados que esperaban proceso. Pero la policía enviaba allí a menudo a un detenido si quería «sonsacarle» información antes del juicio.
El Steel era la más temida de las cárceles inglesas. Después de una visita realizada en 1853, Henry Mayhew describió sus principales características. Por supuesto, lo más importante era la noria, formada por estrechas cajas en hileras, con «aspecto de las divisiones de un urinario público», donde los detenidos permanecían por períodos de quince minutos, moviendo una rueda de veinticuatro escalones. Un celador explicó del siguiente modo las virtudes de la noria: «Mire, los hombres no pueden afirmarse, porque los escalones siempre ceden bajo los pies, y por
eso
es tan agotador. Además, los compartimentos son pequeños, y hace mucho calor, así que después de un cuarto de hora el calor dificulta la respiración».
Aún menos agradable era el ejercicio de la bala, un esfuerzo tan riguroso que generalmente se eximía a los hombres mayores de cuarenta y cinco años. Los prisioneros formaban un círculo, separados entre sí por tres pasos. A una señal, cada hombre levantaba una bala de cañón de doce kilogramos, la llevaba hasta su vecino, la dejaba y volvía al punto de partida, donde lo esperaba otra bala. El ejercicio se prolongaba una hora cada vez.
Pero lo que inspiraba mayor temor era «la manivela», un tambor lleno de arena movido por una manivela. Se reservaba como castigo especial a los detenidos díscolos.
El régimen cotidiano de Coldbath Fields era tan duro que aún después de una breve sentencia de seis meses muchos hombres salían del establecimiento «con el espíritu quebrantado», el cuerpo debilitado, los nervios agotados y la voluntad tan amortiguada que su capacidad para cometer nuevos delitos se veía gravemente disminuida.