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Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood

Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción

El cuento de la criada (27 page)

BOOK: El cuento de la criada
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Cuando entro, apenas se molesta en levantar la vista.

—Habrás traído todo, supongo —dice mientras saco los paquetes para que ella los examine.

—¿Me puedes dar una cerilla? —le pregunto. Es sorprendente, pero su expresión imperturbable y su entrecejo fruncido me hacen sentir como una criatura pequeña y pedigüeña, fastidiosa y llorona.

—¿Cerillas? —pregunta—. ¿Para qué quieres cerillas?

—Ella dijo que podía coger una —respondo, sin admitir que es para el cigarrillo.

—¿Quién lo dijo? —continúa cortando rabanitos, sin quebrar el ritmo—. No hay ningún motivo para que tengas cerillas. Podrías quemar la casa.

—Si quieres, puedes preguntárselo —sugiero—. Está en el jardín.

Pone los ojos en blanco y mira el cielo raso, como si consultara en silencio a alguna deidad. Luego suspira, se levanta pesadamente y se seca las manos en el delantal con movimientos ostentosos, para mostrarme lo molesta que resulto. Se acerca al armario que hay encima del fregadero, lentamente, busca el manojo de llaves en su bolsillo y abre la puerta.

—En verano las guardamos aquí —dice, como hablando consigo misma—. Con este tiempo no hace falta encender el fuego —recuerdo que en abril, cuando el tiempo es más frío, Cora enciende los fuegos de la sala y del comedor.

Las cerillas son de madera y vienen en una caja de cartón con tapa corredera, como las que yo guardaba y convertía en cajones para las muñecas. Rita abre la caja y la inspecciona, como decidiendo cuál me dejará coger.

—Es asunto de ella —refunfuña—. No tiene sentido decirle nada —mete su enorme mano en la caja, escoge una cerilla y me la entrega—. Ahora no le prendas fuego a nada —me advierte—. Ni a las cortinas de tu habitación. Ya hace demasiado calor así.

—No lo haré —la tranquilizo—. No es para eso.

Ni siquiera se digna preguntarme para qué es.

—Me da igual si te la comes, o haces otra cosa —afirma—. Ella dijo que podías tener una, así que te la doy, eso es todo.

Se aparta de mí y vuelve a sentarse ante la mesa. Luego coge un cubo de hielo del bol y se lo mete en la boca. Esto es algo inusual en ella. Nunca la vi picar mientras trabaja.

—Tú también puedes coger uno —sugiere—. Es una pena que te hagan llevar todas esas fundas en la cabeza, con este calor.

Estoy sorprendida: casi nunca me ofrece cosas. Tal vez siente que, si he sido ascendida a una categoría suficiente para que me den una cerilla, ella puede permitirse el lujo de tener conmigo un detalle. ¿Me habré convertido súbitamente en una de esas personas a las que hay que apaciguar?

—Gracias —respondo. Me guardo la cerilla cuidadosamente en el bolsillo de la manga donde tengo el cigarrillo, para que no se moje, y cojo un cubito—. Estos rabanitos son preciosos —le digo en recompensa por el regalo que me ha hecho tan espontáneamente.

—Me gusta hacer las cosas bien, y punto —afirma, otra vez en tono malhumorado—. De otro modo no tendría sentido.

Camino por el pasillo a toda prisa y subo la escalera. Paso silenciosamente junto al espejo curvado del vestíbulo, una sombra roja en el extremo de mi propio campo visual, un espectro de humo rojo. El humo está en mi mente, pero ya puedo sentirlo en mi boca, bajando hasta mis pulmones y llenándome en un prolongado y lascivo suspiro de canela, y luego el arrebato mientras la nicotina golpea mi torrente sanguíneo.

Después de tanto tiempo, podría hacerme daño. No me sorprendería. Pero incluso esa idea me gusta.

Mientras avanzo por el pasillo me pregunto dónde podría hacerlo. ¿En el cuarto de baño, dejando correr el agua para que el aire se despejara, o en la habitación, dejando escapar las bocanadas por la ventana abierta? ¿Alguien me descubrirá? ¿Quién sabe?

Mientras me deleito de este modo pensando en lo que va a ocurrir, anticipando el sabor en mi boca, pienso en algo más.

No necesito fumar este cigarrillo.

Podría deshacerlo y tirarlo al retrete, O comérmelo y drogarme de esa manera, también podría funcionar, un poco cada vez, y guardar el resto.

De ese modo podría guardar la cerilla. Podría hacer un pequeño agujero en el colchón y deslizarla en el interior cuidadosamente. Nadie repararía jamás en una cosa tan pequeña. Y por la noche, al acostarme, la tendría debajo de mí. Dormiría encima de ella.

Podría incendiar la casa. Es una buena idea, me hace temblar.

Y yo me escaparía por los pelos.

Me echo en la cama y finjo dormitar.

Anoche el Comandante, juntando los dedos, me miraba mientras yo me friccionaba las manos con loción. Lo raro es que pensé pedirle un cigarrillo y después decidí no hacerlo. Sé que no debo pedir demasiadas cosas al mismo tiempo. No quiero que piense que lo estoy utilizando. Tampoco quiero que se canse.

Anoche se sirvió un vaso de whisky escocés con agua. Se ha acostumbrado a beber en mi presencia, para relajarse de la tensión del día, dice. Deduzco que recibe presiones. De todos modos, nunca me ofrece una copa, ni yo se la pido: ambos sabemos para qué es mi cuerpo. Cuando le doy el beso de buenas noches, como si lo hiciera de verdad, su aliento huele a alcohol, y yo lo aspiro como si fuera humo. Admito que disfruto con esta pizca de disipación.

En ocasiones, después de unos tragos se pone tonto y hace trampas en el Intelect. Me anima a que yo también lo haga, y entonces cogemos algunas letras más y formamos palabras que no existen, como
chucrete
y
sucundún,
y nos reímos con ellas. A veces enciende su radio de onda corta y me hace oír uno o dos minutos de Radio América Libre, para mostrarme que puede hacerlo. Luego la apaga. Malditos cubanos, protesta. Y toda esa inmundicia cotidiana universal.

A veces, después de las partidas, se sienta en el suelo, junto a mi silla, y me coge la mano. Su cabeza queda un poco por debajo de la mía, de manera que cuando me mira muestra un ángulo juvenil. Debe de divertirle esta falsa subordinación.

Él está arriba, dice Deglen. Él está en lo alto, y me refiero a lo más alto.

En momentos como ése es difícil imaginárselo.

De vez en cuando intento ponerme en su lugar. Lo hago como una táctica, para adivinar anticipadamente cómo se siente inclinado a tratarme. Me resulta difícil creer que tengo sobre él algún tipo de poder, pero lo hago. Sin embargo, es algo equívoco. De vez en cuando pienso que puedo verme a mí misma, aunque borrosa, tal como él me ve. Hay cosas que él quiere demostrarme, regalos que quiere darme, favores que quiere hacerme, ternura que quiere inspirar.

Quiere, muy bien. Sobre todo después de unos tragos.

En ocasiones se torna quejumbroso, y en otros momentos filosófico; o desea explicar cosas, justificarse. Como anoche.

El problema no sólo lo tenían las mujeres, dice. El problema principal era el de los hombres. Ya no había nada para ellos.

¿Nada?, le pregunto. Pero tenían...

No tenían nada que hacer, puntualiza.

Podían hacer dinero, replico en un tono algo brusco. Ahora no le temo. Resulta difícil temerle a un hombre que está sentado mirando cómo te pones loción en las manos. Esta falta de temor es peligrosa.

No es suficiente, dice. Es algo demasiado abstracto. Me refiero a que no tenían nada que hacer con las mujeres.

¿Qué quiere decir?, le pregunto. ¿Y los Pornrincones? Estaban por todas partes, incluso los habían motorizado.

No estoy hablando del sexo, me aclara. El sexo era una parte, y algo demasiado accesible. Cualquiera podía comprarlo. No había nada por lo que trabajar, nada por lo que luchar. Tenemos las declaraciones de aquella época. ¿Sabes de qué se quejaba la mayoría? De incapacidad para sentir. Los hombres incluso se desvincularon del sexo. Se les quitaron las ganas de casarse.

¿Y ahora sienten?, pregunto.

Sí, afirma, mirándome. Claro que sienten. Se pone de pie y rodea el escritorio hasta quedar junto a mi silla, detrás de mí. Pone sus manos sobre mis hombros. No puedo verlo.

Me gustaría saber lo que piensas, dice su voz a mis espaldas.

No pienso mucho, respondo débilmente. Lo que quiere son relaciones íntimas, pero eso es algo que no puedo darle.

Lo que yo piense no tiene mucha importancia, ¿verdad?, insinúo. Lo que yo piense no cuenta.

Que es la única razón por la cual me cuenta cosas.

Vamos, me anima, presionándome ligeramente los hombros. Estoy interesado en tu opinión. Eres inteligente, debes tener una opinión.

¿Sobre qué?, pregunto.

Sobre lo que hemos hecho, especifica. Sobre cómo han salido las cosas.

Me quedo muy quieta. Intento vaciar mi mente. Pienso en el cielo, por la noche, cuando no hay luna. No tengo opinión, afirmo.

Él suspira, afloja las manos pero las deja sobre mis hombros. Sabe lo que pienso.

No se puede nadar y guardar la ropa, sentencia. Pensamos que podíamos hacer que todo fuera mejor.

¿Mejor?, repito en voz baja. ¿Cómo puede creer que esto es mejor?

Mejor nunca significa mejor para todos, comenta. Para algunos siempre es peor.

Me acuesto; el aire húmedo me cubre como si fuera una tapa. Como la tierra. Me gustaría que lloviera. Mejor aún, que se desatara una tormenta con relámpagos, nubes negras y ruidos ensordecedores. Y que se cortara la luz. Entonces yo bajaría a la cocina, diría que tengo miedo y me sentaría con Rita y Cora junto a la mesa, y comprenderían mi miedo porque es el mismo que ellas sienten, y me dejarían quedarme. Habría unas velas encendidas y miraríamos nuestros rostros yendo y viniendo bajo el parpadeo y los destellos de la luz mellada que entraría por la ventana. Oh Señor, diría Cora. Oh Señor, protégenos.

Después de eso, el aire se despejaría y sería más claro.

Miro el cielo raso, el círculo de flores de yeso. Dibuja un círculo y métete en él, que te protegerá. En el centro estaba la araña, y de la araña colgaba un trozo de sábana retorcida. Allí es donde ella se balanceaba, ligeramente, como un péndulo; de la misma manera que se balancearía un niño cogido a la rama de un árbol. Cuando Cora abrió la puerta, ella estaba a salvo, completamente protegida. A veces pienso que aún está aquí, conmigo.

Me siento como si estuviera enterrada.

CAPÍTULO 33

A última hora de la tarde, el cielo se cubre de nubes y la luz del sol se difunde pesadamente, como bronce en polvo. Me deslizo por la acera, con Deglen; nosotras dos, y frente a nosotras otro par, y en la acera de enfrente, otro más. Vistas desde la distancia, debemos de formar una bonita imagen: una imagen pictórica, como lecheras holandesas de una cenefa de papel pintado, como una estantería llena de saleros y pimenteros de cerámica con el diseño de trajes de época, como una flotilla de cisnes, o cualquier otra cosa que se repite con un mínimo de gracia y sin variación. Relajante para la vista, para los ojos, para los Ojos, porque esta demostración es para ellos. Salimos en Peregrinación, para demostrar lo obedientes y piadosas que somos.

No se ve ni un solo diente de león, los céspedes han sido limpiados cuidadosamente. Me gustaría que hubiera uno, sólo uno, insignificante y descaradamente suelto, difícil de librarse de él y perennemente amarillo, como el sol. Alegre y plebeyo, brillando para todos por igual. Con ellos hacíamos anillos, coronas y collares, manchas de leche agria sobre nuestros dedos. O lo sostenía debajo de su barbilla:
¿Te gusta la mantequilla?
Y al olerlos se le metería el polen en la nariz. (¿O era la pelusa?) La veo correr Por el césped, ese césped que está exactamente frente a mí, a los dos o los tres años, agitándolo como si fuera una bengala, una pequeña varilla de fuego blanco, y el aire se llenaba de diminutos paracaídas.
Sopla y mira la hora.
Todo el tiempo arrastrado por la brisa del verano. Pero eran margaritas, y las deshojábamos.

Formábamos una fila ante el puesto de control, para que nos procesen, siempre de a dos, como niñas de un colegio privado que se han ido a dar un paseo y han estado fuera demasiado tiempo, años y años, y todo les ha crecido demasiado, las piernas, los cuerpos, y junto con éstos, los vestidos. Como si estuvieran encantadas. Como si fuera un cuento de hadas, me gustaría creerlo. En cambio a nosotras nos registran, de a pares, y continuamos caminando.

Un rato después giramos a la derecha, pasamos junto a Azucenas y bajamos en dirección al río. Me gustaría llegar hasta allí, hasta sus amplias orillas, donde solíamos echarnos a tomar el sol, donde se levantan los puentes. Si bajabas por el río lo suficiente, por sus serpenteantes curvas, llegabas al mar; ¿y qué podías hacer allí? Juntar conchas y recostarte sobre las piedras lisas.

Sin embargo, nosotras no vamos al río, no veremos las pequeñas cúpulas de los edificios del camino, blanco con azul y un adorno dorado, una sobria expresión de alegría. Giramos en un edificio más moderno, que encima de la puerta tiene una enorme bandera adornada, en la que se lee: HOY, PEREGRINACIÓN DE MUJERES. La bandera tapa el nombre original del edificio, el de algún presidente al que mataron a balazos. Debajo de las letras rojas hay una línea de letras más pequeñas, en negro, con el perfil de un ojo alado en cada extremo, y que reza: DIOS ES UNA RESERVA NACIONAL. A cada lado de la entrada se encuentran los inevitables Guardianes, dos parejas, cuatro en total, con los brazos a los costados y la vista al frente. Casi parecen maniquíes, con el pelo limpio, los uniformes planchados y sus jóvenes rostros de yeso. Éstos no tienen granos en la cara. Cada uno lleva una metralleta preparada para cualquier acto peligroso o subversivo que pudiéramos cometer en el interior.

La ceremonia de la Peregrinación se celebrará en un patio cubierto en el que hay un espacio rectangular y un techo con tragaluz. No es una Peregrinación de toda la ciudad, en ese caso se celebraría en el campo de fútbol; sólo es para este distrito. A lo largo del costado derecho se han colocado hileras de sillas plegables de madera, para las Esposas y las hijas de los oficiales o funcionarios de alto rango, no hay mucha diferencia. Las galerías de arriba, con sus barandillas de hormigón, son para las mujeres de rango inferior, las Marthas, las Econoesposas con sus rayas multicolores. La asistencia a la Peregrinación no es obligatoria para ellas, sobre todo si se encuentran de servicio o tienen hijos pequeños, pero de todos modos las galerías están abarrotadas. Supongo que es una forma de distracción como un espectáculo o un circo.

Ya hay muchas Esposas sentadas, vestidas con sus mejores trajes azules bordados. Mientras caminamos con nuestros vestidos rojos, de dos en dos, hasta el costado opuesto, podemos sentir sus miradas fijas en nosotras. Somos observadas, evaluadas, hacen comentarios sobre nosotras; y nosotras lo notamos como si fueran diminutas hormigas que se pasean sobre nuestra piel desnuda.

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