Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
Hoy, más tarde, con Deglen, durante nuestra caminata para hacer la compra:
Vamos a la iglesia, como de costumbre, y miramos las lápidas. Luego visitamos el Muro. Hoy sólo hay dos colgados: un católico —que no es un sacerdote—, con una cruz puesta boca abajo, y otro de una secta que no reconozco. El cuerpo está marcado solamente con una J de color rojo. No significa judío: en ese caso pondrían estrellas amarillas. De todos modos, no había habido muchos judíos. Como los declararon Hijos de Jacob, y por lo tanto algo especial, les dieron una alternativa. Podían convertirse o emigrar a Israel. La mayor parte de ellos emigraron, si es que se puede creer en las noticias. Los vi por la televisión, embarcados en un carguero, apoyados en las barandillas, vestidos con sus abrigos y sus sombreros negros y sus largas barbas, intentando parecer lo más judíos posible, con vestimentas rescatadas del pasado, las mujeres con las cabezas cubiertas por chales, sonriendo y saludando con la mano, un poco rígidas, eso sí, como si estuvieran posando. Y otra imagen: la de los más ricos, haciendo cola para coger el avión. Deglen dice que mucha gente escapó así, haciéndose pasar por judíos; pero que no era fácil, a causa de las pruebas a las que los sometían, y a que ahora se habían vuelto más estrictos.
De todos modos, no cuelgan a nadie sólo por ser judío. Cuelgan al que es un judío ruidoso, que no ha hecho su elección, O que ha fingido convertirse. Eso también lo han pasado por televisión: redadas nocturnas, tesoros secretos de objetos judíos sacados de debajo de las camas, Toras, taleds, estrellas de David. Y los propietarios de estas cosas, taciturnos, impenitentes, empujados por los Ojos contra las paredes de sus habitaciones mientras la apesadumbrada voz del locutor nos habla fuera de la pantalla de la perfidia y la ingratitud de esa gente.
O sea que la J no significa judío. ¿Qué podría significar? ¿Testigo de Jehová? ¿Jesuita? Sea lo que fuere, éste está muerto.
Después de esta visita ritual, seguimos nuestro camino, buscando como de costumbre algún espacio abierto para poder conversar. Si es que se puede llamar conversación a estos susurros entrecortados, proyectados a través del embudo de nuestras tocas blancas. Se parece más a un telegrama, a un semáforo verbal. Un diálogo amputado.
Nunca podemos permanecer mucho tiempo en un solo sitio. No queremos que nos cojan por merodear.
Hoy giramos en dirección opuesta a Pergaminos Espirituales, hacia donde hay una especie de parque abierto con un edificio viejo y enorme, de estilo victoriano tardío con vidrios de colores. Solía llamarse Memorial Hall, aunque nunca supe en memoria de qué. De los muertos por algo.
Moira me contó una vez que era el sitio donde comían los estudiantes, en los primeros tiempos de la universidad. Si entraba una mujer, me dijo, le arrojaban bollos.
¿Por qué?, le pregunté. Con el tiempo, Moira se volvió cada vez más versada en anécdotas de este tipo. A mí no me entusiasmaba mucho este resentimiento hacia el pasado.
Para hacerla salir, respondió Moira.
Más bien era como tirarle cacahuetes a los elefantes comenté.
Moira lanzó una carcajada; siempre podía hacerlo. Monstruos exóticos, dijo.
Nos quedamos mirando este edificio, cuya forma es más o menos como la de una iglesia, una catedral. Deglen dice:
—Oí decir que aquí es donde los Ojos organizan sus banquetes.
—¿Quién te lo dijo? —le pregunto. No hay nadie cerca, podemos hablar más libremente, pero lo hacemos en voz baja, por la fuerza de la costumbre.
—Un medio de comunicación —responde. Hace una pausa, me mira de reojo, siento un reflejo blanco mientras mueve la toca—. Hay una contraseña —añade.
—¿Una contraseña? ¿Para qué?
—Para saber —me explica—. Quién es y quién no es.
Aunque no comprendo qué sentido tiene que yo la sepa, le pregunto:
—¿Cuál es?
—Mayday —dice—. Una vez la probé contigo.
—Mayday —repito—. Recuerdo el día.
M’aidez.
—No la uses a menos que sea necesario —me advierte Deglen—. No nos conviene saber demasiado de los otros que forman la red. Por si nos cogen.
Me resulta difícil creer en estos rumores, en estas revelaciones, aunque al mismo tiempo lo creo. Después me parecen improbables, incluso pueriles, como algo que uno haría para divertirse; como un club de chicas, como los secretos en la escuela. O como las novelas de espionaje que yo solía leer los fines de semana, cuando debería haber estado terminando los deberes, o como ver televisión a altas horas de la noche. Contraseñas, cosas que no se podían contar, personas con identidades secretas, vinculaciones turbias: no parece que deba ser éste el verdadero aspecto del mundo. Pero es mi propia ilusión, los restos de una versión de la realidad que conocí en otros tiempos.
Y las redes. El
trabajo de red,
una de las antiguas frases de mi madre, una jerga de antaño, pasada de moda. Incluso a sus sesenta años hacía algo que llamaba así, aunque por lo que pude ver, no significaba otra cosa que almorzar con alguna otra mujer.
Me despido de Deglen en la esquina.
—Hasta pronto —me saluda. Se aleja por la acera y yo subo por el sendero, en dirección a la casa. Veo a Nick, que lleva la gorra ladeada; hoy ni siquiera me mira. De todos modos, debe de haber estado esperándome para entregarme su mudo mensaje, porque en cuanto se da cuenta de que lo he visto, da al Whirlwind un último toque con la gamuza y se marcha a paso vivo hacia la puerta del garaje.
Camino por el sendero de grava, entre los parterres de césped. Serena Joy está sentada debajo del sauce, en su silla, con el bastón apoyado a su lado. Lleva un vestido de fresco algodón. El color que le corresponde a ella es el azul, un tono acuarela, no el rojo que yo llevo, que absorbe el calor y al mismo tiempo arde con él. Está sentada de perfil a mí, tejiendo. ¿Cómo soporta tocar la lana con el calor que hace? Tal vez su piel se ha vuelto insensible, tal vez no nota nada, como si se hubiera escaldado.
Bajo la vista hasta el sendero y paso junto a ella con esperanza de ser invisible, sabiendo que me ignorará. Pero no esta vez.
—Defred —me llama.
Me detengo, insegura.
—Sí, tú.
Vuelvo hacia ella mi mirada fragmentada por la toca. —Ven aquí. Te necesito.
Camino por el césped y me detengo delante de ella con la mirada baja.
—Puedes sentarte —me comunica—. Aquí, en el cojín. Necesito que me aguantes la lana —tiene un cigarrillo; el cenicero está junto a ella, sobre el césped, y también tiene una taza de algo, té o café—. Aquella habitación está endemoniadamente cerrada. Necesitas un poco de aire —comenta. Me siento, dejo el cesto (otra vez fresas, otra vez pollo) y tomo nota de la palabrota: algo nuevo. Ella ajusta la madeja alrededor de mis dos manos extendidas y empieza a devanar. Parece que yo estuviera atada, esposada; mejor dicho, cubierta de telarañas. La lana es gris y ha absorbido la humedad del ambiente, es como la sábana mojada de un bebé y huele terriblemente a cordero húmedo. Al menos las manos me quedarán untadas de lanolina.
Serena sigue devanando; sostiene el cigarrillo encendido a un costado de la boca, chupándolo y echando tentadoras bocanadas de humo. Ovilla la lana lenta y dificultosamente —a causa de la parálisis progresiva de sus manos— pero con decisión. Quizá para ella el tejido supone una especie de ejercicio de la voluntad; quizá incluso le hace daño. Tal vez lo hace por prescripción médica: diez vueltas diarias del derecho y diez del revés. Aunque debe de hacer más que eso. Veo esos árboles de hoja perenne y los chicos y chicas geométricos bajo otra óptica: como una prueba de su obstinación, como algo no totalmente despreciable.
Mi madre no hacía punto, ni nada por el estilo. Pero cada vez que retiraba las cosas de la tintorería —sus blusas buenas, sus chaquetas de invierno—, se guardaba los imperdibles y hacía con ellos una cadena. Pinchaba la cadena en algún sitio —su cama, la almohada, el respaldo de una silla, la manopla para abrir el horno—, para no perderla. Luego se olvidaba de los imperdibles. Yo tropezaba con ellos en cualquier parte de la casa, de las casas; eran las huellas de su presencia, los restos de alguna intención olvidada, como las señales de una carretera que no conduce a ninguna parte. Un retorno a la domesticidad.
—Pues bien —dice Serena. Interrumpe la tarea, dejándome las manos enguirnaldadas de pelo animal, y se saca el cigarrillo de la boca cogiéndolo de la punta—. ¿Todavía nada?
Sé de qué está hablando. Entre nosotras no hay tantos temas de conversación; no tenemos muchas cosas en común, excepto este detalle misterioso e incierto.
—No —respondo—. Nada.
—Eso es malo —afirma. Es difícil imaginarla con un bebé. Pero las Marthas cuidarían de él la mayor parte del tiempo. Le gustaría que yo estuviera embarazada, que todo hubiera terminado y yo me quitara de en medio y se acabaran los sudorosos y humillantes enredos, los triángulos de la carne bajo el dosel estrellado de flores plateadas. Paz y quietud. No logro imaginar otra explicación al hecho que me desee tan buena suerte.
—Se te termina el tiempo —señala. No es una pregunta, sino una realidad.
—Sí —replico en tono neutro.
Enciende otro cigarrillo toqueteando torpemente el encendedor. Definitivamente, el estado de sus manos es cada vez peor. Pero sería un error ofrecerle ayuda, se ofendería. Sería un error notar alguna debilidad en ella.
—Quizás él no puede —sugiere.
No sé a quién se refiere. ¿Se refiere al Comandante o a Dios? Si hablara de Dios, diría que no quiere. De cualquier manera, sería una herejía. Son las mujeres las únicas que no pueden, las que quedan obstinadamente cerradas, dañadas, defectuosas.
—No —digo—. Quizás él no puede.
Levanto la vista; ella la baja. Es la primera vez en mucho tiempo que nos miramos a los ojos. Desde que nos conocimos. El momento se prolonga, frío y penetrante. Ella está intentando descifrar si yo estoy o no a la altura de las circunstancias.
—Quizás —repite, sujetando el cigarrillo, que no se le ha encendido—. Tal vez deberías probar de otra manera.
¿Querrá decir en cuatro patas
—¿De qué manera? —le pregunto. Debo mantener la seriedad.
—Con otro hombre —declara.
—Sabe que no puedo —respondo, cuidado de no revelar mi irritación—. Va contra la ley. Sabe cuál es el castigo.
—Si —afirma. Estaba preparada para esto, lo tiene todo pensado—. Sé que oficialmente no puedes. Pero se hace. Las mujeres lo hacen a menudo. Constantemente.
—¿Quiere decir con los médicos? —pregunto, recordando los amables ojos pardos, la mano despojada del guante. La última vez que fui, había otro médico. Quizás alguien descubrió al primero, o alguna mujer lo delató. Aunque no habrían creído en su palabra sin tener pruebas.
—Algunas hacen eso —me explica en tono casi afable, pero distante; es como si estuviéramos decidiendo la elección de un esmalte de uñas—. Así es como lo hizo Dewarren. La esposa lo sabía, por supuesto —hace una pausa, para que yo asimile sus palabras—. Yo te ayudaría. Me aseguraría de que nada saliera mal.
Reflexionó.
—No con un médico —digo.
—No —coincide, y al menos durante un instante somos como dos amigas, esto podría ser la mesa de la cocina, podríamos estar hablando sobre un novio, sobre alguna estratagema femenina de diversión y coqueteo—. A veces hacen chantaje. Pero no tiene por qué ser un médico. Podría ser alguien en quien confiemos.
—¿ Quién? —pregunto.
—Estaba pensando en Nick —propone en un tono de voz casi suave—. Hace mucho que está con nosotros. Es leal. Yo podría arreglarlo con él.
Entonces él es quien le hace los recados en el mercado negro. ¿Es esto lo que él consigue siempre, a cambio?
—¿Y el Comandante? —pregunto.
—Bien —dice en tono firme y con una mirada definitiva, como el chasquido de un bolso al cerrarse—. No le diremos nada, ¿verdad?
La idea queda suspendida entre nosotras, casi invisible, casi palpable: pesada, informe, oscura, como una especie de connivencia, una especie de traición. Ella quiere a ese bebé.
—Es un riesgo —apunto—. Más que eso —es mi vida la que está en juego; pero así estará tarde o temprano, de una manera u otra, lo haga o no. Ambas lo sabemos.
—Más vale que lo hagas —me aconseja. Y yo pienso lo mismo.
—De acuerdo —acepto—. Sí.
Se inclina hacia delante.
—Quizá podría conseguir una cosa para ti —me informa. Porque he sido buena chica—. Una cosa que tú quieres —añade, casi en tono zalamero.
—¿Qué es? —pregunto. No se me ocurre nada que yo realmente quiera y que ella sea capaz de darme.
—Una foto —anuncia, como si me propusiera algún placer juvenil, un helado o un paseo por el zoo. Vuelvo a levantar la vista para mirarla, desconcertada—. De ella —puntualiza—. De tu pequeña. Pero solo quizá.
Entonces ella sabe dónde se la han llevado, dónde la tienen. Lo supo todo el tiempo. Algo me obstruye la garganta. La muy zorra, no decirme nada, no traerme noticias, ni la más mínima noticia. Ni siquiera sugerirlo. Es como una piedra, o de hierro, no tiene la menor idea. Pero no puedo decirle todo esto, no puedo perder de vista ni siquiera algo tan pequeño. No puedo dejar escapar esta posibilidad. No puedo hablar.
Ella está sonriendo con expresión coqueta; una sombra de su atractivo original de maniquí de la pequeña pantalla parpadea en su rostro como una interferencia pasajera.
—Hace un calor endemoniado para trabajar con esto, ¿no te parece? —me dice. Aparta la lana de mis manos, donde la tuve todo el tiempo. Luego coge el cigarrillo con él que ha estado jugueteando y con un movimiento un tanto torpe lo coloca en mi mano y cierra mis dedos alrededor de él—. Agénciate una cerilla —sugiere—. Están en la cocina; puedes pedirle una a Rita. Dile que yo te lo dije. Pero sólo una —agrega en tono travieso—. ¡No queremos echar a perder tu salud!
Rita está sentada ante la mesa de la cocina. Frente a ella, sobre la mesa, hay un bol de cristal con cubos de hielo. En el interior flotan rabanitos convertidos en flores, rosas o tulipanes. Está cortando algunos más sobre la tabla de picar, con un cuchillo de mondar, y sus manos se muestran hábiles pero indiferentes. El resto de su cuerpo está inmóvil, igual que la cara. Es como si lo hiciera dormida. Sobre la superficie de esmalte blanco hay una pila de rabanitos, lavados y sin cortar. Como corazones aztecas.