Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
Por este hombre me pondría plumas rosadas, estrellas de color púrpura, si él lo quisiera; o cualquier otra cosa, incluso el rabo de un conejo. Pero él no me exige esos adornos. Hacemos el amor cada vez como si supiéramos sin la menor sombra de duda que no habrá otra ocasión, para ninguno de los dos, con nadie, nunca. Y cuando llega la siguiente ocasión, siempre es una sorpresa, una cosa extra, un regalo.
Estar aquí con él es estar a salvo; es como una cueva en la que nos acurrucamos mientras afuera pasa la tormenta. Es una ilusión, por supuesto. Esta habitación es uno de los sitios más peligrosos en los que yo podría estar. Si me cogieran, no me darían cuartel, pero no me importa. ¿Y cómo he llegado a confiar en él de esta manera, lo cual es temerario de por sí? ¿Cómo puedo suponer que lo conozco, aunque sea mínimamente, y que sé lo que hace realmente?
Paso por alto estos molestos susurros. Hablo demasiado. Le cuento cosas que no debería contarle. Le hablo de Moira, de Deglen; pero nunca de Luke. Quiero hablarle de la mujer de mi habitación, la que estuvo antes que yo, pero no lo hago. Estoy celosa de ella. Si ha estado antes que yo aquí, en esta cama, no quiero enterarme.
Le digo cuál es mi nombre verdadero y a partir de ese momento me siento reconocida. Actúo como una tonta y sé que no debo hacerlo. Lo he convertido en un ídolo, un recortable de cartón.
Él, por su parte, habla poco: ni respuestas evasivas ni bromas. Apenas hace preguntas. Parece indiferente a la mayor parte de las cosas que le digo y sólo se muestra interesado en las posibilidades de mi cuerpo, aunque cuando hablo me mira. Me mira a la cara.
Me resulta imposible pensar en que alguien por quien siento tanta gratitud pudiera traicionarme.
Ninguno de los dos pronuncia la palabra
amor,
ni una vez. Sería tentar a la suerte; significaría romance, y desdicha.
Hoy hay unas flores distintas, más secas, más definidas, son las flores de pleno verano: margaritas y rudbequias, que crecen a lo largo de la cuesta descendente. Las veo en los jardines, mientras camino con Deglen de un lado a otro. Apenas la escucho; ya no le creo. Las cosas que me dice me parecen irreales. ¿Qué sentido tienen ahora para mí?
Podrías entrar en su habitación por la noche, susurra. Y mirar en su escritorio. Debe de haber papeles, anotaciones.
La puerta está cerrada con llave, le aclaro.
Podemos conseguirte una llave, afirma. ¿No quieres saber quién es, qué hace?
Pero el Comandante ya no representa un interés inmediato para mí. Tengo que hacer un esfuerzo para que no se note mi indiferencia hacia él.
Sigue haciendo todo exactamente como hasta ahora, me aconseja Nick. No cambies nada; de lo contrario lo notarían. Me besa, mirándome todo el tiempo. ¿Prometido? No metas la pata.
Apoyo su mano sobre mi vientre. Ha ocurrido, anuncio. Puedo sentirlo. Un par de semanas más y estaré segura.
Sé que es una ilusión.
Él estará encantado contigo, me dice, Y ella también.
Pero es tuyo, le digo. Será tuyo, de verdad. Quiero que lo sea.
De todos modos no es nuestra aspiración.
No puedo, le digo a Deglen. Tengo mucho miedo. Además, no lo haría bien, me cogerían.
Ni siquiera me tomo el trabajo de parecer apesadumbrada, hasta ese punto llega mi pereza.
Podríamos sacarte, insiste. Podemos sacar a la gente si realmente es necesario, si está en peligro, en peligro inminente.
La cuestión es que ya no quiero irme, ni escapar, ni atravesar la frontera hacia la libertad. Quiero quedarme aquí, con Nick, donde pueda estar con él.
Cuando digo esto, me avergüenzo de mi misma. Pero eso no es todo. Incluso ahora, reconozco que esta confesión es una especie de alarde. Hay en ella algo de orgullo, porque demuestra lo extremo de la situación y, por lo tanto, la justifica. Bien vale la pena. Es como la historia de una enfermedad de la cual te has recuperado después de estar al borde de la muerte; como los relatos de guerra. Demuestran cierta gravedad.
No me había parecido posible semejante gravedad con respecto a un hombre.
A veces era más racional. Nunca lo pensé en términos de amor. Pensaba: aquí, en cierto modo, he hecho mi vida por mi cuenta. Eso debía de ser lo que pensaban las esposas de los colonizadores, y las mujeres que sobrevivían a las guerras, si aún seguían teniendo un hombre. La humanidad es muy adaptable, decía mi madre. Es realmente sorprendente la cantidad de cosas a las que puede acostumbrarse la gente siempre que exista alguna compensación.
Ahora no tardará mucho, comenta Cora, acomodando en una pila mis paños higiénicos de este mes. No mucho, y me sonríe con expresión tímida y al mismo tiempo astuta. ¿Lo sabe? ¿Ella y Rita saben lo que hago, saben que por la noche bajo por la escalera que utilizan ellas? ¿Acaso yo misma me habré delatado soñando despierta, sonriendo por cualquier tontería, tocándome suavemente la cara cuando creo que no me ven?
Deglen empieza a darse por vencida con respecto a mí. Cada vez susurra menos y habla más del tiempo. No lo lamento. Me siento aliviada.
Están doblando las campanas; suenan a bastante distancia. Es la mañana, y hoy no hemos desayunado. Al llegar a la puerta principal, salimos formando filas de a dos. Hay un grueso contingente de guardias, Ángeles especialmente destacados, con equipos antidisturbios —los cascos con visores de plexiglás oscuro que les dan aspecto de escarabajos, las largas cachiporras, los botes de gas—, formando un cordón alrededor de la parte de afuera del Muro. Todo esto es por si se da algún caso de histeria. Los ganchos del Muro están vacíos.
Este es un Salvamento local, sólo de mujeres. Los Salvamentos siempre son separados. Éste fue anunciado ayer. No lo anuncian hasta un día antes. Es poco tiempo para acostumbrarse.
Avanzamos hacia donde suenan las campanas, por los senderos que alguna vez fueron usados por estudiantes, y pasamos junto a edificios que en otros tiempos fueron aulas y dormitorios. Resulta muy extraño estar aquí otra vez. Visto desde afuera, cualquiera diría que nada ha cambiado, excepto que las persianas de la mayoría de las ventanas están bajas. Ahora, estos edificios pertenecen a los Ojos.
Marchamos en fila por el amplio prado, frente a lo que antes era la biblioteca. La escalinata blanca sigue siendo la misma, y la entrada principal permanece inalterada. Sobre el césped han levantado una tarima de madera, semejante a la que solían poner cada primavera para la Ceremonia de la entrega de diplomas, hace años. Pienso en los sombreros que llevaban algunas de las madres y en las togas negras que se ponían los estudiantes, y en las rojas. Pero después de todo, esta tarima no es la misma; la diferencia está en los tres postes de madera que hay encima, y los lazos de cuerda.
En el frente de la tarima hay un micrófono; la cámara de la televisión está discretamente colocada a un costado.
Hasta ahora, sólo he estado en uno de estos actos, hace dos años. Los Salvamentos de Mujeres no son frecuentes. No son tan necesarios. En estos tiempos nos comportamos muy bien.
No quiero contar esta historia.
Ocupamos nuestros sitios en el orden de costumbre: las Esposas y las hijas en las sillas plegables de madera instaladas en la parte de atrás, las Econoesposas y las Marthas a los lados y en los escalones de la biblioteca, y las Criadas al frente, donde todos pueden vigilarnos. No nos sentamos en sillas sino que nos arrodillamos, y esta vez tenemos cojines pequeños, de terciopelo rojo, sin ninguna inscripción, ni siquiera la palabra
Fe.
Afortunadamente, el tiempo es bueno: no hace demasiado calor y el cielo está despejado. Seria lamentable tener que estar aquí de rodillas bajo la lluvia. Quizá por eso lo anuncian tan tarde, para prever qué tiempo hará. Es una razón tan buena como cualquiera.
Me arrodillo en mi cojín de terciopelo rojo. Intento pensar en esta noche, en hacer el amor en la oscuridad mientras la luz se refleja en las paredes blancas. Recuerdo haberlo hecho.
Hay un largo trozo de cuerda que se balancea como una serpiente frente a la primera fija de cojines, sobre la segunda, y llega hasta las filas de sillas curvándose como un río lento visto desde el aire. La cuerda es gruesa, de color marrón, y huele a alquitrán. El otro extremo de la cuerda se encuentra encima del escenario. Parece una mecha, o el hilo de un globo.
A la izquierda del escenario están las que van a ser salvadas: dos Criadas y una Esposa. No es habitual que haya Esposas, y muy a pesar mío miro a ésta con interés. Quiero saber lo que ha hecho.
Han sido colocadas aquí antes de que se abrieran las puertas. Todas están sentadas en sillas plegables de madera, como si fueran estudiantes graduadas que están a punto de recibir un premio. Tienen las manos sobre el regazo, como si las tuvieran cruzadas. Se balancean un poco, probablemente les han dado inyecciones o píldoras, para que no molesten. Es mejor que las cosas transcurran en calma. ¿Estarán atadas a las sillas? Con tanta ropa como llevan, es imposible saberlo.
Ahora la comitiva oficial se acerca al escenario y sube los escalones de la derecha; son tres mujeres: una Tía que va delante y, un paso más atrás, dos Salvadoras vestidas con capas y capuchas negras. Detrás de ellas están las otras Tías. Los murmullos cesan. Las tres mujeres se acomodan y se vuelven hacia nosotras; la Tía queda flanqueada por las dos Salvadoras vestidas de negro.
Es Tía Lydia. ¿Cuántos años hacía que no la veía? Había empezado a pensar que sólo existía en mi imaginación, pero aquí está, un poco más vieja. Desde aquí la veo perfectamente, veo las profundas arrugas a los costados de la nariz, la marca en el entrecejo. Parpadea, sonríe nerviosamente, mira con atención a derecha e izquierda examinando al público, levanta una mano y juguetea con su tocado. A través del sistema de altavoces nos llega un sonido extraño y estrangulado: ella se está aclarando la garganta.
He empezado a tiritar. El odio me llena la boca de saliva.
Sale el sol y el escenario y sus ocupantes se iluminan como un belén. Veo las arrugas debajo de los ojos de Tía Lydia, la palidez de las mujeres que están sentadas, las hebras de la cuerda que está frente a mí, las briznas de hierba. Exactamente delante de mí hay un diente de león del color de una yema de huevo. Estoy hambrienta. Las campanas dejan de repicar.
Tía Lydia se levanta, se alisa la falda con ambas manos y se acerca al micrófono.
—Buenas tardes, señoras —saluda, y se oye el instantáneo y ensordecedor zumbido del sistema de altavoces.
Parece increíble, pero entre nosotras surgen algunas carcajadas. Resulta difícil no reírse, es la tensión y la expresión irritada de Tía Lydia mientras ajusta el sonido. Se supone que esto es algo solemne—. Buenas tarde, señoras —repite, esta vez en tono metálico y apagado. El hecho de que diga
señoras,
en lugar de
niñas,
se debe a la presencia de las Esposas—. Estoy segura de que todas somos conscientes de las lamentables circunstancias que nos reúnen en esta hermosa mañana, y no me cabe duda de que todas preferiríamos estar haciendo otra cosa, al menos así es en mi caso; pero el deber es un verdadero tirano, tal vez en este caso debería decir tirana, y es en nombre del deber que hoy estamos aquí.
Prosigue en esta tónica durante unos minutos, pero no la escucho. He oído este discurso, o uno parecido, bastantes veces: los mismos lugares comunes, los mismos lemas, las mismas frases sobre la antorcha del futuro, la cuna de la raza, el deber que nos espera. Resulta difícil creer que después de este discurso no se produzca un amable aplauso y que no se sirvan té y pastas en el jardín.
Creo que eso era el prólogo. Ahora irá al grano.
Tía Lydia revuelve en su bolsillo y saca un trozo de papel arrugado. Le lleva un tiempo excesivo desplegarlo y echarle un vistazo. Es como si nos lo restregara por la nariz, haciéndonos saber quién es ella exactamente, obligándonos a mirarla mientras lee en silencio haciendo alarde de sus prerrogativas. Esto es una obscenidad, pienso. Acabemos con esto de una vez.
—En el pasado —dice— existía la costumbre de comenzar los Salvamentos con un detallado informe de los delitos por los cuales se condenaba a los prisioneros. Sin embargo, hemos considerado que un informe público de este tipo, especialmente cuando se trata de un acto televisado, es seguido invariablemente por un brote, si puedo llamarlo así, una ola casi diría, de delitos exactamente iguales. Así que hemos decidido, por el bien de todos, romper con esta práctica. Los Salvamentos se desarrollarán sin más explicaciones.
Se oye un murmullo colectivo. Los delitos de los demás son un lenguaje secreto entre nosotras. A través de ellos nos demostramos que, después de todo, nosotras seríamos capaces de cometerlos. No es una declaración popular. Pero nadie lo sabría mirando a Tía Lydia, que sonríe y parpadea, como abrumada por los aplausos. Ahora nos dejan que nos las arreglemos solas, que hagamos nuestras propias especulaciones. La primera, la que ahora levantan de su silla, las manos con guantes negros sobre la parte superior de los brazos: ¿por leer? No, sólo es una mano amputada, en la tercera condena. ¿Infidelidad, o un atentado contra la vida de su Comandante? O, más probablemente, contra la de la Esposa del Comandante. Eso es lo que estamos pensando. En cuanto a la Esposa, generalmente hay una sola razón por la que podrían someterla al Salvamento. Ellas pueden hacernos casi cualquier cosa, pera no están autorizadas a matarnos, al menos legalmente. Ni con agujas de tejer, ni con tijeras de jardín, ni con cuchillos hurtados de la cocina, y menos aún si estamos embarazadas. Podría ser adulterio, por supuesto. Siempre podría ser eso.
O intento de fuga.
—Decharles —anuncia Tía Lydia. No la conozco. La hacen avanzar; camina como si realmente se concentrara en la tarea, un pie, luego el otro, no hay duda de que está drogada. En su boca se dibuja una sonrisa descentrada y débil y contrae un costado de la cara en un guiño sin coordinación dirigido a la cámara. Por supuesto, no lo mostrarán, esto no es en directo. Las dos Salvadoras le atan las manos a la espalda.
Detrás de mí alguien tiene náuseas.
Por eso no nos dan el desayuno.
—Seguramente es Janine —susurra Deglen.
He visto esto antes, la bolsa blanca colocada sobre la cabeza, la mujer que es ayudada a subir al alto taburete como si la ayudaran a subir los escalones de un autobús, sostenida allí arriba, el lazo ajustado delicadamente alrededor de su cuello como una vestidura, y luego una patada al escabel para apartarlo. He oído el prolongado suspiro que se eleva a mi alrededor, un suspiro como el aire de un colchón hinchable, he visto a Tía Lydia colocar la mano sobre el micrófono para amortiguar los sonidos que llegan desde detrás de ella, me he inclinado hacia delante para tocar junto con las demás mujeres, con ambas manos, la cuerda que está delante de mí, esa cuerda peluda y pegajosa de alquitrán a causa del sol, y luego me he puesto la mano en el corazón para mostrar mi unidad con las Salvadoras, mi consentimiento y mi complicidad en la muerte de esta mujer. He visto los pies dando patadas y las dos que van vestidas de negro cogiéndose a ellos y tirando hacia abajo con todas sus fuerzas. No quiero verlo más. En cambio, miro el césped. Describo la cuerda.