Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
Pienso que tal vez sería mejor esperar antes de hacer un nuevo intento. Es demasiado pronto para insistir, para tantear. Debería aguardar una semana, dos semanas tal vez más y observarla atentamente, escuchar los tonos de su voz, las palabras imprudentes, tal como Deglen me escuchó a mí. Ahora que Deglen se ha ido, vuelvo a estar alerta, mi pereza ha desaparecido, mi cuerpo ya no se limita a experimentar placer, sino que percibo el peligro que éste encierra. No debo precipitarme ni correr riesgos innecesarios. Pero necesito saber. Me contengo hasta que pasamos el último puesto de control, sólo nos quedan unas pocas manzanas, y entonces pierdo los estribos.
—No conocía muy bien a Deglen —comento—. Me refiero a la primera.
—¿No? —pregunta. El hecho de que haya respondido, aunque cautelosamente, me estimula.
—Sólo la conozco desde mayo —continúo. Siento que la piel me arde y que mi corazón se acelera. Esto es delicado. Por una parte, es una mentira. ¿Y ahora cómo hago para llegar a la palabra vital?—. Creo que fue alrededor del primero de mayo. Lo que antes solían llamar May Day.
—¿Ah, sí? —responde en tono débil, indiferente, amenazador—. No recuerdo esa expresión. Me sorprende que tú la recuerdes. Deberías hacer un esfuerzo... —hace una pausa— ...para eliminar de tu mente semejantes... —otra pausa— ...resonancias.
Siento que el frío brota en mi piel como si fuera agua. Lo que dice es una advertencia.
No es una de las nuestras. Pero sabe.
Camino las últimas manzanas dominada por el terror. Una vez más he actuado como una estúpida. Más que como una estúpida. No se me ocurrió antes, pero ahora me doy cuenta: si Deglen ha sido descubierta, puede que hable de otras personas y también de mí. Y hablará. No podrá evitarlo.
Pero en realidad yo no he hecho nada, me digo a mí misma. Todo lo que he hecho es saber. Todo lo que he hecho es no hablar.
Ellos saben dónde está mi pequeña. ¿ Y si la traen y la amenazan en mi presencia? ¿Y si le hacen algo? No soporto pensar lo que podrían hacerle, O Luke, ¿y si tienen a Luke? O mi madre, o Moira, o cualquiera. Dios mío, no me obligues a elegir. Sé que no podría soportarlo; Moira tenía razón con respecto a mí. Diré lo que quieran, delataré a cualquiera. Es verdad, al primer grito, incluso al primer gemido quedaré destrozada, confesaré cualquier delito y terminaré colgada de un gancho del Muro. Mantén la cabeza baja, solía decirme a mí misma, y compréndelo. No tiene sentido.
Esto es lo que me digo mientras regresamos a casa.
Al llegar a la esquina nos colocamos una frente a la otra, como de costumbre.
—Que Su Mirada te acompañe —se despide la nueva y traidora Deglen.
—Que Su Mirada te acompañe —respondo, intentando parecer devota. Como si, ahora que hemos llegado hasta este extremo, esta comedia sirviera de algo.
Entonces hace algo extraño. Se inclina hacia delante —de manera tal que las rígidas anteojeras de nuestras cabezas están a punto de tocarse y puedo ver de cerca el color beige pálido de sus ojos, y la delicada red de líneas que surcan sus mejillas— y susurra muy rápidamente y en tono apagado, como si su voz fuera una hoja seca:
—Ella se colgó. Después del Salvamento. Vio que la furgoneta venía a llevársela. Es mejor así.
Y se aleja de mí, calle abajo.
Aguardo un momento; me falta el aire, como si me hubieran pateado.
Entonces ella está muerta y yo estoy a salvo. Lo hizo antes de que ellos llegaran. Siento un enorme alivio. Le estoy agradecida. Ha muerto para que yo pueda vivir. Lo lamentaré.
A menos que esta mujer mienta. Siempre existe la posibilidad.
Respiro profundamente y suelto el aire, proporcionando oxígeno. Todo se oscurece y luego se aclara. Ahora veo por dónde camino.
Giro, abro la puerta, dejo la mano apoyada un momento para tranquilizarme y entro. Allí está Nick, todavía lavando el coche, y silbando. Tengo la sensación de que está muy lejos.
Dios mío, pienso, haré lo que quieras. Ahora que me has perdonado, me destruiré si eso es lo que realmente deseas; me vaciaré realmente, me convertiré en un cáliz. Renunciaré a Nick, me olvidaré de los demás, dejaré de lamentarme. Aceptaré mi sino. Me sacrificaré. Me arrepentiré. Abdicaré. Renunciare.
Sé que esto no es justo, pero igualmente lo pienso. Todo lo que nos enseñaron en el Centro Rojo, todo aquello a lo que me he resistido vuelve a mí como un torrente. No quiero sentir dolor, no quiero ser una bailarina ni tener los pies en el aire y la cabeza convertida en un rectángulo de tela blanca sin rostro. No quiero ser una muñeca colgada del Muro, no quiero ser un ángel sin alas. Quiero seguir viviendo, como sea. Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que quieran. Soy un objeto.
Por primera vez siento el verdadero poder que ellos tienen.
Paso junto a los macizos de flores y junto al sauce, en dirección a la puerta trasera. Entraré, estaré a salvo. Caeré de rodillas en mi habitación, y respiraré agradecida llenando mis pulmones con el aire viciado y sintiendo el olor a muebles lustrados.
Serena Joy está esperando en la escalinata de la puerta principal. Me llama. ¿Qué querrá? ¿Querrá que vaya a la sala y la ayude a devanar la lana gris? No podré mantener las manos firmes, ella notará algo. Pero de todos modos me acerco a ella, no me queda otra alternativa.
Se yergue ante mí, de pie en el último escalón. Le brillan los ojos, un azul vivo en contraste con el blanco de su piel arrugada. Aparto la vista de su rostro y miro el suelo; junto a sus pies veo la punta del bastón.
—Confié en ti —me dice—. Intenté ayudarte.
Sigo sin mirarla. Me invade un sentimiento de culpabilidad. Me han descubierto, pero ¿qué es lo que han descubierto? ¿De cuál de mis muchos pecados se me acusa? El único modo de averiguarlo es guardar silencio. Empezar a excusarme ahora de esto o de aquello sería un error. Podría revelar algo que ella ni siquiera imagina.
Podría no ser nada importante. Podría tratarse de la cerilla que escondí en el colchón. Bajo la cabeza.
—¿Y bien? —me apremia—. ¿No tienes nada que decir?
La miro.
—¿Sobre qué? —logro tartamudear. En cuanto lo digo me parece una insolencia.
—Mira —me indica. Retira la mano de detrás de su espalda. Lo que sostiene es su capa, la de invierno—. Estaba manchada de lápiz labial —dice—. ¿Cómo pudiste ser tan vulgar? Le
dije
a él... —deja caer la capa y veo que en su huesuda mano hay algo más. También lo arroja al suelo. Las lentejuelas de color púrpura caen deslizándose sobre los escalones como la piel de una serpiente, resplandecientes bajo la luz del sol—. A mis espaldas —prosigue—. Podrías haberme dejado algo —¿entonces lo ama? Levanta el bastón. Creo que va a golpearme, pero no lo hace—. Recoge esta porquería y vete a tu habitación. Exactamente igual que la otra. Una zorra. Y acabarás igual.
Me agacho y lo recojo. Nick, que está detrás de mí, ha dejado de silbar.
Quiero girarme, correr hacia él y abrazarlo. Pero sería una tontería. Él no puede hacer nada para ayudarme. Caería conmigo.
Camino hacia la puerta de atrás, entro en la cocina, dejo el cesto y subo la escalera. Estoy tranquila.
Me siento en mi habitación, junto a la ventana, y espero. En el regazo tengo un puñado de estrellas aplastadas.
Esta podría ser la última vez que tengo que esperar. Pero no sé qué estoy esperando. ¿Qué estás esperando?, se solía decir. Lo que significaba
Date prisa.
No se esperaba una respuesta. Para qué estás esperando es una pregunta diferente, y para ésta tampoco tengo respuesta.
Aunque no es exactamente esperar. Se parece más a una forma de suspensión. Sin suspender nada. No hay tiempo.
He caído en desgracia, que es lo contrario de gracia. A causa de esto debería sentirme peor.
Pero me siento tranquila, en paz, impregnada de indiferencia. No dejes que los bastardos te carbonicen Lo repito para mis adentros, pero no me sugiere nada. También se podría decir No dejes que pase el aire; o No.
Supongo que se podría decir eso.
No hay nadie en el jardín. Me pregunto si lloverá.
Afuera, el día empieza a desvanecerse. El cielo ya está rojizo. Pronto estará oscuro. Ya está más oscuro. No ha tardado mucho tiempo.
Hay un montón de cosas que podría hacer. Por ejemplo, podría prender fuego a la casa. Podría hacer un bulto con algunas de mis ropas y con las sábanas y encender la cerilla que tengo guardada. Si no prendiera, no pasaría nada. Pero si prendiera, al menos habría una señal de algún tipo que marcara mi salida. Unas pocas llamas que se apagaran fácilmente. En el intervalo podría dejar escapar unas nubes de humo y morir asfixiada.
Podría romper la sábana en tiras, retorcerlas como una cuerda, atar un extremo a la pata de mi cama e intentar romper el cristal de la ventana. Que es inastillable.
Podría recurrir al Comandante, echarme al suelo completamente despeinada, abrazarme a sus rodillas, confesar, llorar, implorar.
Nolite te bastardes carborundorun,
podría decir. No como una plegaria. Veo sus zapatos, negros, lustrados, impenetrables, guardando silencio.
También podría atarme la sábana al cuello, colgarme del armario, dejar caer mi cuerpo hacia delante y estrangularme.
Podría esconderme detrás de la puerta, esperar a que ella viniera cojeando por el pasillo y trayendo alguna sentencia, una penitencia, un castigo, abalanzarme sobre ella, derribarla y patearle la cabeza con un golpe seco y certero. Para evitarle el dolor, lo mismo que a mí. Para evitarle nuestro dolor.
Así ganaría tiempo.
Podría bajar las escaleras con paso firme, salir por la puerta principal hasta la calle, intentando dar la impresión de que sé a dónde voy, y ver hasta dónde puedo llegar. El rojo es un color muy visible.
Podría ir a la habitación de Nick, encima del garaje, como he hecho hasta ahora. Podría preguntarme si él me dejaría entrar o no, si me daría refugio. Ahora que es realmente necesario.
Pienso en todo esto distraídamente. Cada una de las posibilidades parece tan importante como el resto. Ninguna parece preferible a otra. La fatiga se apodera de mí, de mi cuerpo, mis piernas y mis ojos. Esto es lo que ocurre al final. La fe no es más que palabra bordada.
Miro el atardecer y me imagino que estamos en invierno. La nieve cae suavemente, fácilmente, cubriéndolo todo de suaves cristales, la niebla que cubre la luna antes de que llueva, desdibujando los contornos, borrando los colores. Dicen que la muerte por congelación es indolora. Te recuestas sobre la nieve como un ángel hecho por unos niños y te duermes.
Siento su presencia detrás de mí, la de mi antepasada, mi doble, que aparece suspendida en el aire, debajo de la araña, con su traje de estrellas y plumas como un pájaro detenido en mitad del vuelo, una mujer convertida en ángel, esperando ser hallada. Esta vez por mí. ¿Cómo pude creer que me encontraba sola? Siempre fuimos dos. Acaba de una vez, me dice. Estoy cansada de este melodrama, estoy cansada de guardar silencio. No hay nadie a quien puedas proteger, tu vida no tiene valor para nadie. Quiero que esto se termine.
Mientras me levanto, oigo la furgoneta negra. La oigo antes de verla; surge de su propio sonido mezclada con el crepúsculo, como una solidificación, un coágulo de la noche. Gira en el camino de entrada y se detiene. Apenas distingo el ojo blanco y las dos alas. La pintura debe de ser fosforescente. Dos hombres se desprenden de ella como de un molde, suben los escalones de la entrada, tocan el timbre. Oigo el sonido del timbre, ding-dong, como el fantasma de una vendedora de cosméticos.
Ahora viene lo peor.
He estado perdiendo el tiempo. Tendría que haberme ocupado cuando aún tenía la posibilidad de hacerlo. Tendría que haber robado un cuchillo de la cocina, buscado el modo de conseguir las tijeras del costurero. También estaban las tijeras del jardín, las agujas de tejer. El mundo está lleno de armas, si uno las busca. Tendría que haber prestado atención.
Pero ahora es demasiado tarde para pensar en eso, sus pisadas ya suenan en la alfombra rosa ceniciento de la escalera; los pasos mudos y pesados retumban en mi frente; estoy de espaldas a la ventana.
Espero ver a un desconocido, pero es Nick quien abre la puerta de golpe y enciende la luz. No comprendo, a menos que sea uno de ellos. Siempre existió esa posibilidad. Nick, el Ojo secreto. Los trabajos sucios los hacen las personas sucias.
Eres una mierda, pienso. Abro la boca para decirlo, pero él se acerca a mí y me susurra:
—Todo está bien. Es Mayday. Vete con ellos —me llama por mi verdadero nombre. ¿Por qué esto iba a significar algo?
—¿E1Ios? —le pregunto. Veo a los dos hombres que están detrás de él; la luz del pasillo convierte sus cabezas en calaveras—. Debes de estar loco —mi sospecha queda suspendida en el aire, un ángel oscuro me envía una advertencia. Casi puedo verlo. ¿Por qué él no sabría lo de Mayday? Todos los Ojos deben de saberlo; la han exprimido, estrujado y escurrido de demasiados cuerpos, de demasiadas bocas.
—Confía en mí —insiste; aunque eso nunca fue un talismán, no representa ninguna garantía.
Pero me aferro a esta oferta. Es todo lo que me queda.
Me escoltan para bajar la escalera, uno delante y uno detrás. Avanzamos a ritmo pausado; las luces están encendidas. A pesar del miedo, todo me resulta normal. Desde donde estoy puedo ver el reloj No es ninguna hora en especial.
Nick ya no está con nosotros. Debe de haber bajado por la escalera de atrás, para que no lo vieran
Serena Joy está en el pasillo, debajo del espejo, observándonos con mirada incrédula. Detrás de ella, junto a la puerta abierta de la sala, está el Comandante. Tiene el pelo muy gris. Parece preocupado e impotente, pero empieza a apartarse de mí, a distanciarse. Al margen de lo que significara para él, hemos llegado a un punto en el que también represento un fracaso. Sin duda han discutido por mí; sin duda ella se las ha hecho pasar moradas. Yo aún las estoy pasando moradas, no puedo sentir pena por el. Moira tiene razón, soy una mojigata.
—¿Qué ha hecho? —pregunta Serena Joy. Entonces no fue ella quien los llamó. No sé lo que me reservaba, pero se trataba de algo más privado.
—No podemos decirlo, señora —dice el que va delante de mí—. Lo siento.